Se acerca a la entrada, empuja la puerta y
accede a la sucursal. Ya en recepción, mira a su alrededor. A su izquierda, lo
único que puede ver es el área de los escritorios donde está una oficial bancaria
sentada de espalda a los paneles de cristal que permiten ver la calle. Una
especie de tabique impide ver el mostrador donde aparentan estar los pagadores
porque la sucursal está diseñada en forma una ele. A su derecha, observa que no
hay nadie en el área de espera. El hombre sonríe.
—Buenos días, ¿en qué podemos servirle? —interrumpe
la concentración del señor la joven delgada que se lima las uñas detrás de un
mostrador con un letrero que lee «recepción».
—¿Ah? Vengo a abrir un certificado de ahorro.
—Será un certificado de depósito.
—Eso.
—¿Usted tiene cuenta con nosotros? —cuestiona
sin mirarle.
—No, es la primera vez que vengo aquí. Mi
hermana fue la que me los recomendó.
La joven deja de limarse las uñas.
Enseguida busca algo en la pantalla de la computadora.
—Le voy a tomar los datos. Cuando se
desocupe la muchacha que lo va a atender, ella lo llama. ¿Tiene licencia de
conducir?
—No, mi'ja, yo ya no guío. Me trajeron los
hijos. Ellos se encargan de llevarme y traerme. Ya mismo aparecen por ahí.
—Déme su nombre.
—Mi nombre es Luis Rivera. ¿Ustedes tienen
algún trato preferencial para personas mayores de sesenta años?
—No, don Luis. Aquí atendemos a todos por
igual. Espere en el saloncito, que ya mismo le llamamos. Como puede ver, usted
es el próximo —dijo guardando la lima en el bolso que tenía en una de las
gavetas del escritorio y saca el lápiz labial.
La próxima persona que entra a la sucursal se
acerca a la recepcionista:
—Buenos días, Glory.
—Buenos días, ¿en qué…? Hola, Leonor, ¿qué
haces por aquí?
—Chica, necesito un favorcito. Quiero que
alguien me resuelva un problemita de un cheque que giré sin fondos y me urge
que me hagan una transferencia hoy mismo.
—Pues siéntate un momentito que, tan pronto
se desocupe la oficial a cargo, te paso enseguidita.
El anciano, que se ha sentado cerca de la
recepción, se levanta y camina hasta el área en que puede divisar la sucursal
completa; mira para el área de los escritorios y de los pagadores. Se percata
de que, además de la oficial bancaria, hay una pagadora. Al regresar a la
recepción, cuestiona a la recepcionista:
—Oiga, ¿uno tiene que coger algún papelito
con un turno para que lo atiendan aquí o…?
—No —contesta riendo—, yo los anoto en la
lista que tengo en la computadora y la oficial a cargo recibe el orden de
llegada. Como le dije, ella viene y lo llama. No se desespere; ella es bastante
rapidita. ¿Por qué?
—No, está muy bien —contesta a la vez que regresa
a su asiento. Cuando se dispone a sentarse, suena el celular que lleva en el
bolsillo. El anciano lo saca y contesta con voz queda colocando la mano entre
el artefacto y la boca:
—No, todavía, no. La recepcionista dice que
yo soy el próximo. Nos van a ver por los cristales. Desde donde estoy, si me
pongo de pie, los puedo ver en el carro —pausó—. Ajá, cuando llegue ella. Calma;
que, hasta para morirse, hay que esperar.
Veinte minutos más tarde, se acerca la
oficial bancaria y llama:
—Leonor Martínez.
—Sí, yo.
—Pasa por aquí.
El anciano, que se ha sentado cerca de la
recepción, se pone de pie y vuelve a dirigirse a la recepcionista.
—Oiga, yo estaba primero que ella y ya la
llamaron. No entiendo cómo son los turnos aquí.
—No se preocupe que es que lo suyo es más
complicadito, don Luis. Tenga…
—Mira, nena —dice la anciana de voz rasposa,
que acaba de entrar, a la vez empuja a Luis para que la atiendan—, tengo un
problema con un cheque de la lotería y necesito que me lo cambien para pagarle
al que me los vende. Es del marido mío y no sé si tú sabes que él está inválido.
Como ustedes me conocen… ¿Quién me hace el favorcito?
—Señora, por favor, cójalo con calma. Por
poco me tumba —protesta el anciano mientras regresa a sentarse.
—Doña Catalina, tiene que esperar. La
oficial a cargo está sola y muy ocupada en este momento. Déjeme anotarla para…
—Pero si esto es cuestión de nada. ¡Carmín!
Mira, ayúdame con…
De inmediato comienza a caminar para el
área donde está la oficial bancaria.
—Doña Catalina, no puede pasar así sin
autorización.
El anciano, que había regresado a su
asiento, se pone de pie por tercera vez para dirigirse a la recepcionista.
—Oiga, es la segunda persona que llega
después de mí y pasa para que la atiendan.
—No, pero ella pasó por su cuenta.
—Sí, pero yo veo que la tal Carmín la está
atendiendo.
Diez minutos más tarde, la oficial bancaria
regresa a la recepción y dice:
—Luis Rivera.
—Voy por ahí —dice el anciano.
—Venga conmigo. Siéntese. Dígame en qué le
puedo asistir.
—Mire, pues yo quiero abrir un certificado
de ahorro.
—Certificado de depósito, querrá decir.
—Eso.
—Mira, nena, aquella dice que no me puede
cambiar el cheque porque, además de la autorización tuya, me hace falta y que una
por escrito de mi marido. Yo no sé, si el cheque está firmado por él. Mira a
ver si tú… —interrumpe la señora.
—Doña Catalina, estoy atendiendo al señor.
—Sí, mi’ja, pero yo llegué primero.
—No, señora, usted llegó después de mí
—corrige Luis.
—Ella me atendió a mí primero.
—Sí, porque usted se impuso, señora.
—¿Qué es lo que usted insinúa, viejo…? —cuestiona
de manera acalorada.
—Señora, me hace el favor y me baja la voz.
Me cambia el tono y no me grite que yo no le he gritado.
—Mire, yo tampoco, caballero. Pero para que
vea, ¡ahora sí…!
—Señora,
le pido que me baje la voz. Yo conozco muy bien lo que es una mujer
manipuladora y oportunista; estuve casado con una como usted y no le voy a
permitir…
—¡ATREVIDO!
¿CÓMO SE ATREVE A FALTARME EL RESPETO?
—Un
momento, cálmense —interrumpe la oficial.
—Señora,
bájeme la voz le dije, y no sea usted la que me ofenda. Se equivocó conmigo; no
soy ninguna tusa. Además, usted no es ni mi madre ni la mujer mía para que me
grite de esa manera.
—¡Claro
que no, viejo desvergonzado! ¡Yo no tengo tan mal…!
La
oficial bancaria levanta el teléfono y ordena desesperada y confusa:
—Glory,
llámate a la Policía. Mira a ver si consigues el que nos da la ronda. Avanza.
—Señora,
no me insulte. Tras de que se cuela descaradamente y no hace caso a las
instrucciones de nadie…
—¡Insolente,
llamen a la policía! ¡Este viejo machista me ha ofendido; abusa de mí porque
soy una mujer! —continuó gritando doña Catalina.
—Señora,
bájeme la voz.
Dos
mujeres entran a la sucursal. Al ver lo que ocurre, se detienen frente al área donde
se encuentran la oficial bancaria y los dos ancianos. Una, a la vez que se ríe
de la situación, saca el celular de la cartera y comienza a tomar fotos. El
policía entra deprisa a la sucursal.
—¿Bueno,
cuál es el problema aquí? —pregunta airado.
—Señor
agente, gracias a Dios. Este bandolero me ha ofendido —responde la anciana en
tono sumiso.
—Señora,
yo no la he…
—Viejo,
cállate la boca y deja que la dama hable —reprende el policía con voz
autoritaria.
—¿La
dama?
—¿Ve lo
que le digo, agente? —dice la señora angustiada mientras se agarra el pecho y respira
de manera fatigosa—. Abusa de mí porque soy una mujer indefensa. Eso pasa con nosotras
las mujeres que no tenemos a nadie quien nos represente.
—Cálmese,
abuela, que le puede dar algo. Para eso estamos…
—¡Abuela!
Yo no tengo nietos tan…
—A mí
es a quien le va a dar algo —interrumpe Luis.
—Cállate
te dije. Deja que la dama hable.
—Pero
si yo… Ella fue la que… Yo a lo que vine fue…
—¡Te
dije que te callaras! Hazme caso o te llevo arrestado por alteración a la paz.
—¿Yo?
Si la que ha formado la trifulca es ella.
—Lléveselo,
sí; pa’que aprenda —sugiere doña Catalina—. Canto de abusador. Me dan ganas…
—Está
bueno. Cállense ya los dos.
Luego
de que la anciana expone su versión y sin permitir que el anciano ofrezca la
suya, el policía saca las esposas del cinturón. Maniata a Luis y se lo lleva
arrestado. También solicita a doña Catalina que lo acompañe para tomarle la
declaración escrita. Nadie nota a los dos hombres trajeados que entran a la
sucursal, se acercan a la pagadora-receptora y le entregan la nota que dice:
esto es un asalto; no intentes nada. Danos todo el dinero o te matamos.
***
En el
cuartel, encierran al anciano en la celda. Otro policía se acerca y le dice:
—Oye, Rivera,
más vale que tengas una buena razón para haber ofendido a esa pobre ancianita.
—Nene, te
traje un cafecito. Tómatelo que está bien calientito —se escucha decir a doña
Catalina a lo lejos—. Tengo billetes pa’la extra, ¿quién quiere?
—Señor
oficial, yo sólo fui al banco a abrir un certificado de ahorro. Ese fue mi
pecado. No fui a nada más. A nada más —dice mientras esconde la cara entre las
manos de manera penitente y parece llorar.
Minutos
más tarde regresa el policía que lo arrestó:
—Te
salvaste, viejo abusador. La señora no quiere que te radiquen cargos. Además,
nos toca investigar un robo en la sucursal donde atacaste a la ancianita. Quedas
en libertad. Vete antes de que me arrepienta y te enseñe a comportarte con las
mujeres.
Una
hora más tarde, Luis Rivera sube despacio las escaleras de un edificio de
Chalés de Parque San Patricio en Guaynabo City. Al llegar al segundo piso, abre
la puerta de un apartamento lujoso y llama:
—Lina,
llegué.
—¡Ey! Qué rápido te soltaron —dice doña Catalina riéndose y echándole
los brazos al su hermano—. Bueno, ¿y cuánto me toca del tumbe?
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