sábado, 16 de abril de 2011

Contrición

Como un autómata me levanto del pupitre, y me pongo en cuclillas para buscar el libro más voluminoso que tengo. Agarro el de trigonometría con las dos manos y me aseguro de que sea el más pesado. Estoy harto ya de sufrir lo mismo todos los días. Por Dios que acabo con el abuso en este instante. Mis compañeros de clase deducen lo que voy a hacer y guardan silencio como siempre han hecho. Lo único que se escucha es el raspado de la tiza que hace la monja al escribir la asignación en la pizarra. Me pongo de pie y comienzo a caminar despacio hacia el frente del salón de clases. Lo tengo bien decidido: le aplastaré la cabeza.
La rabia incrementa porque recuerdo los ataques continuos que he sufrido de parte de este pichón de presidiario desde que cursaba el quinto grado: el hostigamiento, la persecución, los apodos por estar en sobrepeso. La cara se me calienta al acordarme de la mofa de este malnacido, la risa sarcástica, el comentario hiriente mientras me agrede a diario con el libro de contabilidad cuando pasa por mi lado. No había habido nada que pudiera hacer. De haberme quejado, me hubiera ido peor. Nada había habido hasta ahora que me armo de valor y que no me importa lo que suceda. Lo que quiero es acabarlo, aniquilarlo. Alimento la ira visualizando el constante manoseo lascivo de las tetillas; cuando me doblaba los brazos en la espalda y me tiraba contra la pared en el baño y me rozaba su sexo.  
Se me acorta la respiración y las manos me tiemblan. Aumenta la exaltación, porque estoy tan cerca de su pupitre. Estoy tan cerca ya. Siento que la cara me va a estallar. «No olvides el abuso, no lo olvides», utilizo como mantra. Ahora. Levanto el libro lo más alto posible para golpearle con toda la fuerza que hay dentro de mí. La compañera que se sienta delante de él se vira y se le escapa un «¡ay!» al verme con el libro en alto. El ímpetu con que bajo los brazos es tan extraordinario, pero termino dándole en el pleno de la espalda porque, al unísono, él me ve, se voltea y evade el golpetazo, ¡maldita sea!
La monja voltea al escuchar el estruendo. Él me apunta y la monja nos llama. Cuando cuestiona al agraciado, el cínico comenta que le he dado viciosamente. Al preguntarme, confieso lleno de rencor y odio: «Sí le di y hubiera seguido porque ya me tiene hastiado; cada vez que pasa por mi lado, me golpea. Esta situación no es nada nueva, y no la aguanto más. Ustedes conocen bien a Enrique y no han hecho nada». Es ahí que vomito toda la angustia, dolor y todo el coraje que he cargado durante siete años de vejaciones.
La monja lo mira y sentencia sosegadamente: «No lo culpo; te lo buscaste. Regresen a sus pupitres».
Extenuado, me siento. Vuelvo en mí y adquiero conciencia de lo que intenté hacer. Me lleno de pavor porque, de haber triunfado, lo próximo hubiera sido que me enviaran a la oficina de la principal y llamaran la Policía para que me arrestara. Me hubieran acusado de asesinato porque la intención dañina era claramente premeditada. ¡Dios mío, gracias por haberme salvado!

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