lunes, 18 de abril de 2011

La pasión según una víctima de la tecnología

Había ansiado que llegara el sábado. En la noche, iría al teatro a ver la renombrada pieza teatral La pasión según Antígona Pérez. Había sacado lo que se pondría desde el día anterior. Hacía tiempo que no le ponía tanto empeño a una actividad. Durante el día evitó actividades que requirieran mucha actividad para no cansarse. Ya no estaba como para empatar las actividades.
A las 7:15 salió de la casa para llegar temprano. El expreso Las Américas estaba descongestionado; ni siquiera al pasar por las salidas que daban al centro comercial. Decidió que, como siempre, se iría por la parte de atrás del centro de convenciones. Bordearía el Centro Gubernamental Minillas y entraría por la bocacalle del Professional Building. ¡Maravilloso, estaba libre de carros!
—¿Cuánto es el estacionamiento?, le preguntó al encargado.
—Cinco dólares.
Pagó y buscó estacionamiento. Había muchos vehículos, pero no había fila para estacionarse. Todo marchaba de mil maravillas. Sería una noche inolvidable como hace tiempo no tenía.
Se bajó del carro, subió las escaleras y salió a la plazoleta. Estaba llena de gente que se retrataba con las esbeltas estatuas negras que le hicieron recordar las raíces africanas que muchos puertorriqueños ansían borrar de la historia.
Al llegar a la entrada, notó la foto de Luis Rafael Sánchez que estaba al lado de la boletería. La última vez que lo vio, se veía avejentado pero con la chispa de vida que exudan sus obras. ¿Cómo se sentirá el escritor, ensayista y dramaturgo de saber que es profeta en su tierra? ¡Qué maravilla que tanta gente le quiera y patrocine su trabajo!
Llegó hasta la entrada de la sala de drama y entró. Se sentó a leer el folleto que le dieron y comenzó a prepararse mentalmente para la aventura que se aproximaba.
Las 8:00, hora de entrar. Le entregó el boleto al ujier quien le indicó cuál era el asiento que correspondía. Llegó la hora, bajaron la luz y comenzó.
¡Horror! Aunque la escenografía estaba espectacular, estaba en uno de los puntos sordos de la sala y no entendía nada de lo que decía Antígona. No se entendía nada de lo que decía la madre. En ese momento, siente que le alumbran la cara y es una persona que ha llegado tarde y se sienta al lado suyo. Siguió tratando de entender lo que decían, pero nuevamente ¡horror! La luz del celular de la vecina le daba en la cara. ¡Qué bueno que terminó y lo tapó con el pecho! «¡Otra vez!, ¿pero por qué, si vienes al teatro, no puedes dejar el maldito texteo por un rato?, imprudente —pensó—. Ahora tengo dos problemas: que no entiendo lo que se dice y la jodía luz del celular de pantalla enorme que me alumbra la cara como un reflector».
La respiración se le aceleró. Sentía que la presión le subía. «Concéntrate en la obra y olvídate de la estúpida inconsciente», se repetía. Ya cansado decidió: «La próxima vez que la muchachita necia me vuelva con el telefonito va a ver». No bien terminó pensarlo y volvió la joven a revisar su Facebook. De inmediato, lo pensó dos veces y solamente subió el libro que le habían dado a la entrada lo puso al nivel de los brazos formando un tabique y suspiró: «¡Ay, bendito!». La joven le miró como extrañada, pero tapó el celular. Así mantuvo el tabique en alto por el resto del primer acto.
Tan pronto el telón bajó, se levantó de inmediato. Miró de frente a la joven y dijo en voz alta y clara: «La gente no sabe cómo molestan con el celular. Deberían incautarlos todos al inicio de la función, ¿verdad?». Mientras subía, oyó a varios espectadores aplaudir y decir: «Bravo, ya era hora que alguien se lo dijera».
Al salir de la sala, habló con el ujier, le explicó lo sucedido —quien no le dio ninguna importancia—, y le pidió que lo cambiara de asiento.

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