Esa tarde llegaba su único hijo. Se levantó deprisa como siempre lo hacía. Se recogió el pelo en un moño. Frente al espejo, vio el mapa que le había trazado la vida en la cara. Estaba cansada, pero tenía que seguir. Estaba ansiosa. Sintió unas manos en su espalda, pero no vio a nadie y supo. ¡Ya no está!
En la tarde, la visita de los tres oficiales militares confirmó la sospecha de que su hijo había perecido en la guerra. El cuerpo había quedado destrozado luego de que pisara la mina. Con mucho respeto, el militar le entregó la carta donde se certificaba su muerte. Ella los acusó con la mirada. Resentía que su hijo hubiese sido víctima de una batalla estéril y ajena, producto de la lucha por petróleo. Ninguno se interesó por saber que era viuda. Sintió deseos de llorar, de maldecir, de no sentir. “¡Maldita guerra —gritó para sus adentros—, maldita sea la guerra!”.
(Escrito el 12 de abril de 2011, en un momento de angustia por un hermano yaucano caído en la guerra.)
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