lunes, 1 de noviembre de 2010

Jayuya

El sábado 30 de octubre, separé el día para llevar a mi madre a Jayuya.  Mi madre nació en Jayuya, un pueblo que hace recordar a uno nuestras raíces.  Un pueblo cuyo nombre hace honor a uno de los caciques que aquí vivieron.  Jayuya sabe a cultura.  El pueblo del tomate, de la piedra escrita, del festival indígena. Jayuya es el pueblo donde tuvo lugar la revuelta de los 50 que protagonizara Blanca Canales y llamada El Grito de Jayuya; interesantemente tuvo lugar el 30 de octubre del año en que nací, 1950. Jayuya, me recuerda cuando me levantaban a las 4:00 de la madrugada para montarnos en un carro público, pasar por varios pueblos hasta llegar al pueblo de Ciales y sobrevivir todas las curvas para llegar. Me recuerda todos los mareos, vómitos porque nadie quería darse cuenta de que me mareaba más de la cuenta.  Jayuya fue el pueblo que odié de pequeño.

Ya de adulto, con carreteras algo mejoradas y con expresos que aliviaban la travesía, empecé a tenerle aprecio a Jayuya. No cabe duda que Jayuya está en el centro de Puerto Rico. Y de ninguna manera visitar el pueblo es tarea fácil.  Por dondequiera se toma uno alrededor de dos horas y media; comoquiera llegas con el estómago alterado como consecuencia de las curvas. Tal parece que, cuando estaban construyendo la carretera, pusieron a las cabras a dirigir por dónde se construiría la carretera.

Todavía una de las rutas sigue siendo la que llamé la ruta del calvario, que comienza cuando se deja el Expreso de Arecibo y se llega al Expreso de Ciales. Después de terminar el expreso, comienza el calvario de sentir cómo se bate el de estómago hasta llegar a Jayuya. Otra alternativa es llegar un poco más lejos y salir del Expreso por Barceloneta y entrar a Florida y seguir hasta llegar casi a Utuado y de ahí Jayuya.  Comoquiera es lejos y con curvas.  Comoquiera se le bate el estómago a cualquiera con tanta curva.

En estos viajes hechos por el Expreso De Diego, se hacía imperativo parar en El Siete Puertas, a tomar un buchito de café para poder entonar el estómago. A veces, cuando el hambre apretaba, parábamos en La 44 --que queda en el sector llamado Frontón--, justo a la entrada de Ciales y nos preparábamos.  La particularidad del sitio es que aparenta ser un lugar de antigüedades --mi madre dice de vejestorios--, todas guindando de las paredes: cinturones de castidad, planchas de carbón, radios, pilones, etcétera. Casi siempre, parábamos aquí cuando llevaba a mi tío a quien le gustaba enjuagarse el gaznate don dos cervezas «cool-cool» porque sabía que no pararía más hasta llegar a Jayuya.

Otras alternativas que descubrí han sido irme por el Expreso Luis A. Ferré hasta la salida de Villalba y entrar por la 143, pasar por Toro Negro y las Torres del Cerro Maravilla y, después de mucha curva, llegar a la carretera 144 que es la que me lleva ¿adónde? A Jayuya. La más reciente es continuar por el Expreso Luis A. Ferré y llegar hasta las letras ridículas de Ponce y desviarme para Adjuntas. Paso Adjuntas y llego ¿adónde? A Jayuya.

El sábado escogimos la última opción.  Lo no que contamos fue con la cantidad de lluvia que ha caído y los derrumbes que han habido.  Cuando subíamos en busca de la entrada en la que viro para Adjunta, no vimos el letrero. Seguimos hasta llegar a una carretera estrecha, pasamos un negocio de comida, pero yo seguí. A insistencia de mis pasajeros, decidí virar y preguntar en el negocio.
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El negocio era un ranchito con una vitrina con frituras. Había dos individuos que probaban el cuerito del lechón. Realmente, la razón para detenernos era que todo el mundo tenía que desaguar la vejiga. El lugar era rústico porque era en madera, pero se veía que estaba bien construido y mantenido; como diría mi mamá: limpiecito.  Tenía unas bandejas en el lado izquierdo a las vitrinas de las frituras. Allí era que ponían la comida.  También tenía un espacio abierto donde había un sinnúmero mesas para almorzar que acomodaban alrededor de treinta personas.  Al acercarnos a la barandilla en la parte posterior, vimos que el río corría por detrás del local y de la casa; lo que aumentó más la fascinación de llegar a aquel sitio que podríamos llamarle lugar de reposo espiritual.

En lo que unas desaguaban, otros pedíamos algo de comer. Mientras me comía un pedazo de un taco de pollo, escuché que tenían gandinga. ¡GANDINGA!, fue mi reacción. Otra voz grito cuando escuchó la palabra mágica «cuajito». De inmediato, pedimos un vasito de gandinga y otro de cuajito. Uno de los que estaba probando el cuerito del lechón nos dijo que estaba como manjar de los dioses. Pues vamos, había que probarlo ¿no? Otra experiencia maravillosa. Por supuesto que preguntamos cómo llegar a la carretera de Adjuntas que conduce ¿adónde? A Jayuya.

La comida sabía a campo.  El joven que nos atendía era el típico jíbaro del centro de la isla: de tez blanca, cachetes colora’os. Tenía puesto unas gafas oscuras. Su don de gente fue lo más que me llamó la atención porque nos recordó lo bonito que llevamos todos por dentro los que decimos ¡ay, bendito!  Mi prima por parte de mi padre, que es una católica de las carismáticas, quedó fascinada con el lugar porque tenía un letrero que leía: si tengo buen negocio es porque Dios es mi jefe. Además la música que se escuchaba era música cristiana. Que más podía pedir.

Tantas alabanzas le hicimos a la comida, que el joven llamó a la cocinera: su mamá. Nuestra sorpresa fue que esperábamos a una viejita con el pelo canoso recogido en un moño porque la comida sabía a comida de antes, no a la de ahora. Pero no, resultó ser una mujer joven y muy guapa.  Había una foto que mostraba a una chica muy hermosa en una de las paredes.  Era una hija que había participado en algún certamen de belleza y la foto era parte de la promoción de alguna campaña benéfica.

Mi madre muy especial. Compartió parte de su biografía. Por alguna razón, el joven se quitó las gafas oscuras y dejó al descubierto unos ojos de un tono de azul penetrante. Mi madre, se quitó sus gafas de sol para que vieran que ella también tenía los ojos claros.  Al final, por poco terminamos dándonos todos besos y abrazos. Lo cierto fue que nos fuimos con la certeza de que volveríamos.

Luego de los besos y abrazos, de estar como dice el dicho: con la barriga llena y el corazón contento, nos encaramamos en la guagua y partimos en busca de la salida hacía Jayuya.  Luego de varios kilómetros, encontramos la entrada. Comenzaron las curvas, estuvimos en las curvas, pasamos las curvas, y llegamos ¿adónde? A Jayuya.

En Jayuya visitamos la familia. Como familia pasada de los sesenta, el tema de conversación fue hablar de las pastillas que se toman y la comparación de achaques: la enfermedad del alemán (Alzheimer), la hipertensión, la diabetes. Todo fue una comparación de quién la tiene más alta y quién la tiene más bajita.

Teníamos la intención de visitar la hacienda de café de los Atienza, pero comenzó a llover copiosamente y no nos fue posible. Tan pronto la lluvia amainó, como sé que ha llovido mucho en todo el sector y los desprendimientos son la orden del día, decidí que era más seguro regresar a San Juan.

Mi madre venía que no cabía en sí. Estaba feliz de haber visto que está mejor que sus sobrinos achacosos. Me dio tema para si quiero hacer una novela de su vida. Y créanme que tiene mucha tela para cortar la jayuyana esta.  Solamente les adelanto que cuando pequeña, su madre --mi abuela de sangre-- fue víctima de maltrato, y la pregonó por el pueblo hasta que la familia de Los Ardilla la adoptaron. ¿En dónde fue esto? En Jayuya.

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