He sabido desde pequeño que la vida no es nada fácil. Bastante tarde descubrí que la vida es el camino por el que uno aprende, se depura y se libera. Por años, el equipaje que cargué, atrasó mi travesía porque tenía que atrasarla para que observara, para que aprendiera y el aprendizaje fuera permanente.
Aprendí que lo mejor en la vida es llevar dos bolsillos: uno para guardar todas las enseñanzas de la vida y otro para reservar las cosas que parecen desechables. Nada en este plano es desechable. Todo se utiliza a la corta o a la larga. Cosas que pensé que no tendrían ningún valor o sentido, con el tiempo, reconocí su valor y el porqué el Universo se había encargado de ponerlas en mi camino.
Tuve que aprender a conocerme. Aprender a quererme. Tuve que aprender que el Universo me trazó un plan y que la ruta trazada era la correcta; no mi ruta caprichosa.
Tuve que liberarme de presiones, de tensiones, de temores, frustraciones, resentimientos y rencores. Cada vez que dejaba atrás temores y tensiones, sentía como mi carga aminoraba.
Confieso que he vivido. Confieso que he sufrido. Confieso que he querido. Confieso me han herido. Confieso que todo en mi vida ha servido como trazo para pintar el lienzo que soy hoy. De lo que era a lo que soy, hay gran trecho porque he crecido, madurado; otra vez, he aprendido.
He aprendido que, ante todo lo que me ocurre, siempre hay dos opiniones: una a favor y otra en contra. Hay una que es la que quiero y otra que es la que no quiero. Hay una que es la que la gente quiere que haga y otra la que no quiere que haga. Todas estas alternativas se contradicen unas a otras, por supuesto. Tratar de cumplirlas todas a la vez es imposible por todo el conflicto que genera. Para evitar el conflicto, tengo que saber vivir.
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