miércoles, 3 de noviembre de 2010

Por las calles de San Juan

Mi mamá siempre ha sido una persona que ha sabido administrar el dinero. Su creencia ha sido que no se le puede dar todo lo que el muchacho pide porque, si no, se acostumbra a pensar que los chavos nacen en los árboles.

En una ocasión, le pedí no sé qué cantidad de dinero, y me dijo: «Si quieres manejar, toma. Aquí tienes ochenta chavos. Vete a El Dique --un colmado almacén en Puerta de Tierra-- y te compras una caja de chiles y la vendes. Te vas a ganar veinte centavos por caja. Cuando te hayas ganado los chavos que te he prestado, me los pagas». Así hice.

La primera caja de chicles que compré fue de chiles Adams con sabor a menta y traía las cajas grandes que se vendían a cinco centavos. Me fui por el patio de El Falansterio --lugar donde pasé mi niñez y esos son otros veinte pesos-- a mercadear mi producto. Establecí mi mercado y me fue bien con la cajita. Los mayores se reían y creo que me compraban los chicles para no desalentarme en mi nueva empresa. Por supuesto, siempre he sido buen vendedor en especial cuando creo en la calidad del producto. Yo aprovechaba cuando las parejas de novios se sentaban en los muritos de El Falansterio para hacerles la venta. Siempre la joven se antojaba y el novio, se veía en la obligación de comprarme la cajita. Tremenda táctica, nunca falló.

Como me fue tan bien con la primera caja, la segunda caja la compré de chiles de menta, pero esta vez de los que se vendían a centavo. (Si alguien se acuerda de ellos.) Como las ventas iban bien, decidí comprar otra caja de chiles de a centavo, pero surtidos. Como ya tenía para invertir, compré varias cajas tanto de menta como surtidas. Muy pronto la muchachería, me llamaba por a ventana de la sala para comprarme los chicles. Las ventas eran todo un éxito.

Cuando tuve los ochenta centavos, le pagué a mi mamá la inversión. Después, me fui a un bazar que tenía una señora en Puerta de Tierra llamada Luisa --la gente le decía Bazar de Luisa, pero se llamaba La Milagrosa-- y, con la poquita ganancia, separé una caja de pañuelos para regalársela a mí mamá el Día de las Madres. Fui la atracción del bazar cuando quedé como el muchachito buenapaga a quien se le podía fiar.

No sé por qué razón dejé de vender los chicles, si fue porque hubo unos malapaga que me quedaron a deber o fue porque mi papá se cansó de la gritería de los muchachos por la ventana.

Más adelante, cuando tenía quince años y mientras estudiaba en la escuela superior, una vecina de allí mismo en El Falansterio, cuyo marido tenía oficio como de farolero --de apagar las luces de las vidrieras en San Juan--, abordó a mi mamá para que me permitiera ser quien apagara las luces en San Juan. Ella alegaba que su marido estaba muy viejo para caminar todo San Juan prendiendo y apagando luces.

El marido era un viejo setentón, medio gruñón, de figura amorfa como consecuencia de la gordura, y de respiración alborotada. Su mirada denotaba que era un viejo cansado de la vida, amargado y muy prepotente con los demás. Ella, por su parte, era una mujer que había sido monja durante su juventud mientras vivía en España. Caminaba siempre con un aire de realeza porque miraba a todo el mundo por encima del hombro. Todos la tomaban a broma porque, siendo una puertorriqueña, había llegado y mantenía un marcado acento español en que exageraba el ceceo hasta más no poder. Por ende, su apodo era La dama española. No tengo idea de donde estos dos seres se encontraron y decidieron unir sus vidas. Sólo se sabe que, a la muerte del señor, la doña quedó casi millonaria y jamás se le volvió a ver ni el pelo ni a escuchar el ceceo español por ningún rincón de El Falansterio.

El problema que presentaba el trabajo era que me tocaba ir todos los días a apagar las vidrieras, todos los días, incluso sábados y domingos. Mi mamá, algo renuente, me dio el permiso. Me iba a ganar la cantidad extraordinaria de $15 mensuales por hacer el trabajo sucio (y después hablan de sueldos de hambre). Durante la semana, el matrimonio me llevaría en las noches en el portaviones que llamaban carro. Me sentaba en la parte de atrás y me perdía en los asientos mullidos con olor a viejo. Al llegar a San Juan, me bajaba a hacer mi ruta de trabajo, mientras ellos supervisaban el recorrido montados en su vehículo de motor. Para hacer mi trabajo, ellos me entregaron una serie de llavecillas rarísimas parecidas a unas pezuñitas, las introducía en un receptáculo que había en la parte inferior de las vitrinas y así las apagaba o las prendía.

Se suponía que la ruta la comenzara en la calle Recinto Sur y luego subiera por la calle Tanca y virara hacia la calle Fortaleza. Ya en la calle Fortaleza, subía por la acera izquierda y bajaba por la acera derecha. Tenía que apagar las luces comenzando desde la Floristería Gillies and Woodward, las de Clubman, Sherwin Williams, Los Muchachos, González Padín, la New York Department Store, la Favorita, Almacenes Montoto, Almacenes González, Casa Guisti, La Esquina Famosa y luego bajar hasta Casa Galguera, por nombrar algunas tiendas.

Los fines de semana como me tocaba prender algunas vitrinas también, después de prendarlas, me quedaba en el cine Rialto viendo la doble tanda y, de ahí, salía a apagar las vitrinas a las 10:00 de la noche. Como ya llevaba tiempo, un policía se había hecho amigo mío, al igual que se había hecho de la vista larga con relación a mi edad. Este me daba conversación y me acompañaba a hacer mi ruta todas las noches hasta que terminara.

Todo marchó bien hasta que La dama española le informó a mi mamá que su marido Manolo no iba a seguir llevándome los días de semana porque ella quería que lo “hiziese” su hijo. Su hijo de crianza estaba desempleado y necesitaba trabajar para mantener a sus hijos. Era de conocimiento de todos que el hijo de La dama tenía serios problemas con las drogas. Había estado preso varias veces, y, para ese tiempo, se encontraba en probatoria. Ella alegaba que estaba abstemio, pero mi madre jamás se lo creyó.

Mi madre muy seria se negó a tal proposición. Pero por no decirle la verdad --que era que ella no quería junto con su hijo adicto y que fuera a convertirme en otro adicto más --, le dijo que yo tenía muchas asignaciones y ahí quedó el asunto. (Siempre me ha maravillado la fe que mi madre ha tenido en mí.) Por más que le rogué y le pedí, su respuesta fulminante fue que no. Tajantemente me dijo que no me dejaría exponerme a que me arrestaran por asociación. Mi madre no dio marcha atrás y se mantuvo firme; y como es sabido: donde manda capitán los marineros se quedan sin trabajo y sin dinero. Y patatín, patatán, las vitrinas de San Juan se quedaron sin Marcial. 

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