Cuando era niño y me enojaba con mi mamá, mi reacción inmediata era agarrarle una matita de agua que tenía sobre la mesa y se la estrangulaba hasta más no poder. Recuerdo que tensaba tanto mis dientes que lastimaba mi quijada.
En la escuela, como tenía bien claro que no debía meterme en problema, me tragaba el coraje y me quedaba con el resentimiento por dentro. No hablaba, solamente mostraba mi cara llena de coraje.
Por años, viví resintiendo a mucha gente, porque --por dicha o por desdicha-- nada se me olvida. No fue hasta después de haber cumplido los treinta años que comencé a estudiar y a evaluar mi comportamiento y mis resentimientos hacía los demás porque me estaba quedando sin amistades.
Descubrí que detrás de todo resentimiento y coraje hacía los demás se escondía mi deseo de controlarlos. Me molestaba que me dejaran esperando o que llegaran tarde. Me molestaba que, luego de haber dado un consejo a alguien, hiciera todo lo contrario. Me disgustaba que la gente fuese hipócrita conmigo. Me molestaba que los amigos no se mantuvieran en contacto conmigo de la misma manera que lo hacía con ellos. La intención detrás de todo esto era mi deseo de controlar lo que la gente hacía, decía y hasta en ciertos momentos sentía.
Me convertí en el redentor de las mujeres casadas cuyos maridos no las comprendían o las «maltrataban». Aquí era implacable. No perdía ninguna oportunidad para meter el dedo en la llaga y demostrar e inculcar mi punto de vista. «Ese hombre es un maltratante.» «Esa mujer se aprovecha de ti.» «No te conviene ese trabajo.» «Tienes que cambiar de actitud.» Recurría a todo sin que nadie me pidiera la opinión, porque estaba convencido que tenía la razón y los demás, no.
Como la gente es como es y nadie aprende por cabeza ajena, la gente seguía con su patrón de conducta o su rutina, y yo resentía que no me hicieran caso o no hicieran «lo que les convenía». Lo pongo entre comillas porque era mi punto de vista.
Cuando me di cuenta que en el fondo estaba mi deseo de controlar a los demás, comencé a estudiarme. Descubrí que no tenía el poder para controlar a nadie; únicamente a mí. En el camino, aprendí que cada cual tiene su propia ruta y que no es mi deber ni mi responsabilidad estrujarle a la gente que está mal o bien. Cada cual tiene que aprender por sí mismo. Hoy vivo convencido que cada cual tiene su propia verdad.
No fue hasta que me di cuenta de mi deseo de controlarlo todo, que no comencé a sanar las heridas producto de resentimientos absurdos.
Hoy, cuando me encuentro ante una situación en la que alguien hace o dice algo que va contra lo que entiendo está incorrecto o contra lo que quiero, me digo mentalmente: Fulano o Fulana, te perdono porque no haces lo que yo quiero. De inmediato, se cierra la puerta que lleva al resentimiento y al coraje porque perdono y olvido. Al perdonar me sano porque despejo mi mente. Cuando tengo la mente despejada de resentimiento, pienso mejor y le abro la puerta al pensamiento constructivo y esperanzador. Con el tiempo he descubierto que hay momentos en que necesito decirme: me perdono porque no soy perfecto.
Nota: Para terminar, mis amigos no saben que, cuando les miro y me sonrío de manera sospechosa, estoy diciéndoles mentalmente: te perdono porque no haces lo que yo quiero.
En la escuela, como tenía bien claro que no debía meterme en problema, me tragaba el coraje y me quedaba con el resentimiento por dentro. No hablaba, solamente mostraba mi cara llena de coraje.
Por años, viví resintiendo a mucha gente, porque --por dicha o por desdicha-- nada se me olvida. No fue hasta después de haber cumplido los treinta años que comencé a estudiar y a evaluar mi comportamiento y mis resentimientos hacía los demás porque me estaba quedando sin amistades.
Descubrí que detrás de todo resentimiento y coraje hacía los demás se escondía mi deseo de controlarlos. Me molestaba que me dejaran esperando o que llegaran tarde. Me molestaba que, luego de haber dado un consejo a alguien, hiciera todo lo contrario. Me disgustaba que la gente fuese hipócrita conmigo. Me molestaba que los amigos no se mantuvieran en contacto conmigo de la misma manera que lo hacía con ellos. La intención detrás de todo esto era mi deseo de controlar lo que la gente hacía, decía y hasta en ciertos momentos sentía.
Me convertí en el redentor de las mujeres casadas cuyos maridos no las comprendían o las «maltrataban». Aquí era implacable. No perdía ninguna oportunidad para meter el dedo en la llaga y demostrar e inculcar mi punto de vista. «Ese hombre es un maltratante.» «Esa mujer se aprovecha de ti.» «No te conviene ese trabajo.» «Tienes que cambiar de actitud.» Recurría a todo sin que nadie me pidiera la opinión, porque estaba convencido que tenía la razón y los demás, no.
Como la gente es como es y nadie aprende por cabeza ajena, la gente seguía con su patrón de conducta o su rutina, y yo resentía que no me hicieran caso o no hicieran «lo que les convenía». Lo pongo entre comillas porque era mi punto de vista.
Cuando me di cuenta que en el fondo estaba mi deseo de controlar a los demás, comencé a estudiarme. Descubrí que no tenía el poder para controlar a nadie; únicamente a mí. En el camino, aprendí que cada cual tiene su propia ruta y que no es mi deber ni mi responsabilidad estrujarle a la gente que está mal o bien. Cada cual tiene que aprender por sí mismo. Hoy vivo convencido que cada cual tiene su propia verdad.
No fue hasta que me di cuenta de mi deseo de controlarlo todo, que no comencé a sanar las heridas producto de resentimientos absurdos.
Hoy, cuando me encuentro ante una situación en la que alguien hace o dice algo que va contra lo que entiendo está incorrecto o contra lo que quiero, me digo mentalmente: Fulano o Fulana, te perdono porque no haces lo que yo quiero. De inmediato, se cierra la puerta que lleva al resentimiento y al coraje porque perdono y olvido. Al perdonar me sano porque despejo mi mente. Cuando tengo la mente despejada de resentimiento, pienso mejor y le abro la puerta al pensamiento constructivo y esperanzador. Con el tiempo he descubierto que hay momentos en que necesito decirme: me perdono porque no soy perfecto.
Nota: Para terminar, mis amigos no saben que, cuando les miro y me sonrío de manera sospechosa, estoy diciéndoles mentalmente: te perdono porque no haces lo que yo quiero.
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