El octavo mandamiento dice: no levantarás falsos testimonios ni mentirás. ¿Pero qué es una mentira?
Cuando me pregunto cosas que requieren una definición me gusta ir a la fuente, el diccionario. La primera acepción del DRAE define «mentira» como: expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se cree o se piensa.
Criado en un colegio católico, mentir en esa época podía conllevar que te lavaran la boca con detergente. Hablamos de la década de los 50 donde, por ningún lado, estaban las trabajadoras sociales del Departamento de la Familia. La ley que imperaba era el bofetón y posterior la pregunta.
Estaba en cuarto grado --creo-- y recuerdo vívidamente el incidente donde una monja le echó detergente FAB --el de moda-- en la boca a una estudiante porque había mentido. No sé si fue que mintió estando en la iglesia o fue que mintió y punto.
Para esa época, mentir era como uno de los siete pecados capitales. Definitivamente, que irías derechito para el infierno; y más por mentirle a una monja; consideradas en aquel momento como cuasi santas.
En aquel tiempo --como hablamos pretéritamente de lo que era la iglesia-- decía la monja a sus discípulos… No. Para aquel tiempo, el ser catalogado como un mentiroso era una deshonra. Embustero era la palabra común. A veces, como la mentira traía una serie de consecuencias, le llamaban enredador. Nótese que no había embusteras ni enredadoras porque no habíamos establecido la corrección política. Los términos colectivos nos incluían a todos.
Más adelante, comencé a escuchar los términos «mentirillas blancas» y «mentira piadosa». El diccionario la define como mentira oficiosa y quiere decir: la mentira que se dice con el fin de servir o agradar a alguien.
Aquí es donde todos tenemos peritaje. Quién no se cogido en una mentira cuando, la pareja se ha puesto un vestido o una pieza que le queda como para fusilarle y le decimos: «Te ves bien». Quién ha dicho que no se ha comido un alimento aún con la boca llena. Quien no le ha mentido a un policía tratando de evitarse un boleto de tránsito. Ajá. Ahí está.
Otro ejemplo más común es cuando sabemos que la pareja de nuestro mejor amigo o amiga le es infiel y, si nos preguntaran si sabemos algo, callamos. ¿Por qué? Porque no sabemos cómo va a utilizar la información, porque nos han dicho que en peleas de matrimonio nadie se mete. El callar da paso a la mentira.
Pero la peor mentira es la que me digo a mí mismo. Cuando me engaño. Es la mentira convertida en justificación para justificar --valga la redundancia-- lo que no tiene justificación. Que me filmen haciendo algo malo y me caiga de nalgas negando que no soy yo o que no estoy haciendo lo que es obvio que estoy haciendo. Esa mentira, al final y a la postre, es la que se convierte en verdad y la divulgo como tal. Es la mentira que me creo y que opto por no decretarla como tal. Esta es la categoría en la que caen ministros, sacerdotes, monjas, legisladores, dirigentes, jefes. En fin, casi todo el mundo. Es decirme que apropiarme de un lápiz de la oficina, de servilletas o endulzador artificial en los restaurantes no es robar. Solamente un necio persiste en mentir aun cuando lo hayan dejado al descubierto.
Mentir es mentir no importa qué. Es falsear la verdad, torcer la verdad, ocultar la verdad. Mentir que se ha convertido en conducta natural, aceptada y, en muchas ocasiones, esperada. La mentira la vemos a diario en los dirigentes de los países cuando esconden datos estadísticos y tergiversan la información para beneficio propio. La vemos en la iglesia cuando niega los actos probados de perversión de menores. La vemos en los legisladores, en los maestros. La vemos en los niños porque la aprendieron de los adultos. La mentira, del tipo que sea, no tiene espacio en la vida de la persona que se cataloga recta, moral, vertical y transparente. La verdad siempre sale a flote dejando expuesta la mentira.
Se quedó la mentira que mancilla reputaciones y que puede llegar al suicidio llamada calumnia.
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