Toda la vida he tenido problema de peso. De pequeño, recuerdo que me llevaron a una clínica cerca de casa, y el médico entendió que estaba muy «gordito» para mi edad. Ese fue mi primer contacto con las pastillas para rebajar.
Estuve tomando las pastillitas por algún tiempo y, cuando regresamos a la oficina del médico, éste dijo: «Está rebajando demasiado rápido. Le voy a cambiar la pastilla». De regreso a casa con la pastillita nueva, noté que comía más cuando me tomaba la pastilla que cuando no me la tomaba. Le dije a mi madre que no me la hiciera tomar porque me iba a poner más gordo.
De adolescente, jamás olvido al oftalmólogo que, después de haberme examinado la vista, me dijo que la mejor manera de perder peso era retirándome de la mesa a tiempo. Me pareció lógico. Lo que me pareció interesante es que hasta el oftalmólogo me pusiera a dieta.
No fue hasta llegar a la universidad donde la cosa se puso buena. Comencé a fumar y noté que enseguida empecé a perder peso. Para mí, sólo basta perder cinco libras para motivarme lo suficiente. De ahí en adelante, sólo desayunaba un café con un cigarrillo, almorzaba un sándwich y cenaba un caldo por las tardes; excepto los viernes que echaba algo sólido en el caldo. Empecé a comprar ropa de talla menor y me la ponía antes de cenar. Así, cuando ya me apretaba el pantalón, paraba de comer. Durante ese tiempo, logré bajar 56 libras. Para este tiempo, mi pasatiempo era caminar desde la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras hasta San Juan.
Con ese régimen, llegué a tener una cintura 36 que no tenía desde que tenía 10 años. Eran los tiempos de los pantalones a la cadera (hip-huggers) y de los pantalones acampanados (bell-bottoms). Vivía a mis anchas. Tenía el peso adecuado para mí --digo, según las tablas me faltaban todavía 20 libras más--, y por primera vez vestía a la moda.
Al comenzar a trabajar, empezaron nuevamente los problemas con el peso. Mi problema es que me como las emociones. Si paso un coraje, como; si tengo una alegría, como. Si me deprimo, como; y si me apeno, como también. Aquí es que conozco los médicos de marquesina.
Tenía una compañera que en muchas ocasiones la vi abriendo la boca como los pececitos y llenándose la boca de aire. La primera vez que la vi le pregunte y me dijo que estaba comiendo aire para aplacar el hambre y no engordar. Mi amiga fumaba como chimenea y su merienda eran unas pastillas de esas que se venden en la farmacia que terminan en «efrine». Como estaba ya aumentando, mi médica de marquesina me recetó las pastillas «efrine» para controlar el apetito, pero poco efecto tuvieron en mí.
Un año después, me enfrenté a otra compañera que tomaba Preludín, estas pastillas estaban consideradas como estimulantes (uppers). Como se necesitaba receta, mi amiga habló con un médico loco amigo suyo y me consiguieron una receta. Para este tiempo vivía en la Parada 26, y más abajo de mi casa había una farmacia donde podía comprar las pastillas. Cuando llego a la farmacia, la farmacéutica no tenía la dosis de 45 miligramos y me dice que me iba a dar las de 75 y que las partiera por la mitad. Estuve de acuerdo.
El primer día que me tomé la Preludín, lo que serían treinta y tantos miligramos, fue un día que no sentí hambre. No me sentí nada cansado. ¡Qué maravilla! Así estuve hasta el viernes cuando pensé: si media pastilla funciona tan bien, ¿cómo será tomarse una completa? Y eso hice. Me tomé una pastilla de setenta y cinco miligramos.
Ese fue el día que mi jefa me decía: «Marcial, siéntate. Marcial, cállate». Y yo le contestaba: «Es que no puedo estar sentado. Necesito moverme, necesito hablar». Al mediodía, salimos a almorzar y se me olvidó que me había tomado la pastilla. Me tomé una cerveza con el almuerzo. De regreso a la oficina y a mitad del estacionamiento tuve que decirle a una compañera que me agarrara porque no me sentía las piernas. Me entró una flojera que me tuve que recostar de un carro y esperar a que me pasara el efecto. Hasta ahí duraron las Preludín.
Ya para mediados de los 80, había vuelto a mi «peso normal», 240 libras. Para este tiempo, decido ir al médico para que me chequee y me dé el visto bueno para caminar. Todo estaba en orden. Decidí caminar en el Parque Central prácticamente todos los días. Nuevamente, perdí cinco libras y por ahí volví. Otro médico de marquesina me sugirió que dejara los arroces y que comiera carnes y alimentos integrales. Me encantaron los productos integrales. Cada vez que me comía algo integral me sentía que estaba alimentándome bien. Esta vez bajé 80. Poco después llegó la gota.
Para hacer las cosas bien por primera ve en mi vida, decidí visitar una nutricionista. Su recomendación fue que dejara todo lo que fuese integral, todos los granos, las carnes rojas, la coliflor porque me subía la purina que, a su vez, subía el ácido úrico, y eso era lo que me provocaba la gota. Salí furioso de la oficina. Después de todo el tiempo que me tomó acostumbrarme a lo integral, ahora me lo quitaban. Comencé mi régimen y volví a aumentar.
De aquí en adelante, dije que haría lo que me viniera en gana. Lo interesante es que todo el mundo me pone a dieta. Todos los médicos de marquesina me recomiendan que tome agua, que no tome jugo, que no coma farináceos, que coma una vez, que coma dos, que coma tres. Me recomiendan que no tome agua con la comida, que tome agua con la comida. Que no coma nada con jengibre, que me tome té de jengibre, que coma lechuga, pero que no coma lechuga iceberg porque no alimenta.
Me cansé. Todo el mundo es nutricionista y todo el mundo sabe de comida. Sin embargo, los mismos que me recetan, son todos adictos a los medicamentos. Todos toman algo, ya sea para la bajar la presión, para subir la presión; para bajar el azúcar, para subir el azúcar. ¿Cómo sé que son narcómanos legales mis médicos de marquesina? Porque se conocen todos los medicamentos y para qué son. Parecen un PDR ambulante (el libro de pastillas que usan los farmacéuticos). Físicamente se ven todos más acabados que yo. Mentalmente, se sienten más acabados que yo.
No señor. Me NIEGO a ser víctima de los fármacos. Siempre he dicho que quiero envejecer con elegancia y hoy añado que quiero morir con elegancia. La pedrá’ que está para uno le llega cuando le toca.
Estoy cansado de los médicos de marquesina que todo se los saben y son extremadamente opinionados y, en muchos casos, voluntariosos. Total, al final y a la postre, ha sido poco el caso que les he hecho. Siempre me he caracterizado por ejecutar las cosas en las que creo. Y creo en mí.
A mis sesenta años, no me tengo que teñir el pelo, porque no hace falta y porque no pienso hacerlo. Físicamente me siento bien y con buena actitud mental. He aprendido a reírme de mí y de la vida. No represento mi edad porque la gordura en mi cara evita que se vean las arrugas. Maravilloso. A estas alturas, que me quiten lo baila’o. He vivido y he gozado; qué más puedo pedir.
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