lunes, 14 de diciembre de 2020

Yo soy viuda

Me asomo por la puerta de su habitación y la encuentro sentada sobre la cama y en las manos tiene el retrato de la boda de ella que le mandé a ampliar y le coloqué en un marco tallado en madera. Esta vestida de blanco junto a un hombre trigueño delgado vestido de negro con quien compartió cuarenta y cuatro años de su vida. Ambos están frente a un edificio en San Juan. Ambos se ven muy felices. Yo no tengo marido.

 

I.             El deceso

Era la una de la madrugada cuando el estruendo del teléfono me despertó. La voz al otro lado me dice, tu papá se ha puesto malo. Colgué y mi mente sentencia: se murió y ella no quiso decírmelo. Como siempre.

Acto seguido, me vestí y partí para la casa de tres cuartos dormitorios en la segunda planta. Al entrar, vi a mi prima y a su marido junto a ella.  La solemnidad en los rostros y los ojos enrojecidos de ella me confirmaron lo que ya sabía. Subí las escaleras hasta el cuarto donde encontré el cadáver trigueño delgado de mi papá sobre la cama de caoba, con los cuatro pilares sirviéndole de escolta de honor. Estaba tieso en el medio de la cama con un paño apretado alrededor de la cabeza para que la quijada no se le saliera de lugar y también los pies amarrados para que perdieran la forma. Bajé y me senté en el sofá, de frente a mis primos y al lado de ella.

Lo vamos a velar en la funeraria de Puerta de Tierra.  Papi nunca quiso que lo velaran en funeraria, dije. Ella no contestó nada. Al cabo de un rato, mis primos se fueron dejándome solo con ella.

¿Y cuándo murió? Pues estuvo todo el día en la cama. Antes de irse me dijo, ya son las seis y no han venido. Yo le llamé a su sobrina para que se despidieran. ¿Despidieran ellos? ¿No yo? ¡Era a mí a quien quería ver! Para despedirse, fueron las palabras agrias que salieron de mi boca. Bueno, ya es tarde, me contestó para no seguir con el tema.

Nos quedamos callados durante las horas que esperamos a que llegara el empleado funerario. Desde el sofá vimos cómo amaneció. A las siete de la mañana, llegó el coche que se llevaría a mi papá de la casa donde vivió por los últimos catorce años. El hombre sacó una camilla, la abrió y entró. ¿Dónde está el…? Arriba, suba, dijo ella. Necesito ayuda, dijo él. Subí con él a la segunda planta. El funerario y yo cargamos la camilla. Ella se quedó y luego escuché el pasador del portón. Entre el hombre y yo acomodamos el cadáver encima la camilla. Lo cubrimos con una manta roja según mi recuerdo. Ella estaba al frente con la vecina. Se viró cuando nos vio salir. Ayudé a montar la camilla con el cuerpo inerte de mi padre en el coche y entré a la casa. Ella volvió a la casa cuando el vehículo fúnebre se perdió por la esquina de la cuadra.

Volvimos a sentarnos en el sofá sin decir nada por largo rato. Necesito que me lleves a alguna tienda a comprarle un traje a tu papá. ¿Un qué?, fue lo que se me escapó por la boca. ¿Pero tú estás loca? Un hombre que solo usó un gabán nada más que para casarse, ¿y tú le quieres vestirlo de gaban y corbata? Pero hay comprarle ropa nueva para llevarla a la funeraria. Pues si quieres comprar algo, cómprale una guayabera, que es lo que siempre ha vestido. Me imagino que también te comprarás algo. No, ya yo compré lo que me voy a poner hace tiempo. Vamos.

Partimos para la calle Loíza y entramos no sé en qué tienda de ropa de hombres. Allí la viuda compró una guayabera azul cielo También un pantalón negro. Cuando iba a comprarle zapatos, le dije. No. No hacen falta. Me miró extrañada y dejó los zapatos en el estante.

Luego de llevarla a su casa, le dije que regresaría a la mía a descansar. Volvería por ella alrededor de las seis de la tarde.

II.            El velatorio

La puerta estaba abierta cuando regresé a buscarla y entré. Me esperaba sentada en el sofá donde estuvimos varias horas antes. Vestía una chaqueta de seda blanca de mangas tres cuartos y dos tiras que formaban un lazo en el cuello. La falda era completamente negra y calzaba zapatos cerrados que le hacían juego con el medio luto. Tenía la cara lavada sin nada de maquillaje. Cerramos la casa y partimos para la funeraria.

Fue en la Funeraria San Agustín, la funeraria de Puerta de Tierra. Al llegar, nos recibió la dueña. Nos llevó a la capilla donde estaba el féretro con mi padre embalsamado. Un poco más oscuro, mostraba aún los rastros del cáncer que le comió la cara. Un ojo más caído que el otro aún cerrados. El pelo con toda la brillantina, tal vez la misma que él se puso poco antes de morir.

Las luces frías de los tubos fluorescentes alumbraban la capilla con el cuerpo a la entrada, contrario a las luces tenues de la funeraria de mayor costo en sitios exclusivos y foráneos para la gente pobre de Puerta de Tierra. Un reclinatorio lo acompañada por si alguien quisiese rezarle un rosario. Salí de la capilla tan pronto vi a mi madre darle un beso aquello que estaba en aquel cuadrado de madera. La funeraria se llenó porque el esposo de la billetera de Puerta de Tierra se había muerto. Ella lo veló allí por la misma razón. Los conocidos y desconocidos se acercaron y me acompañaron en la pena. Era un buen hombre, pobre Toñita.

Me mantuve en el recibidor lo más que pude porque no quería ser partícipe del montaje de mi madre. Era como si hubiese tenido un manual de cómo se entierra al marido y ella lo había seguido al pie de la letra. Apanas podía hablar porque la afonía me acompaño desde la madrugada fría. Solo pensaba en el espíritu de mi padre, en lo que estuviese diciendo en ese preciso momento en que su cuerpo estaba expuesto en la capilla de una funeraria que nunca quiso.

Luego de un rato, regresé a la capilla. Estaba ella sentada en medio del salón contando con lujo de detalles cómo le cerró los ojos al difunto, que ella le rezó sola, que ella estuvo con él hasta que se fue, todo lo que hizo para que nada se le saliera de sitio. Volví a salir hasta que nos tocó irnos porque cerraban la funeraria a las once de la noche.

III.          El entierro

Al otro día, llegamos como a las diez de la mañana. En la funeraria estaba el cuerpo de mi padre. Solo. No había nadie más. Ya ella había hablado en el cementerio para que nos esperaran alrededor de las once. Pero antes había que trasladarle a la iglesia para la misa de cuerpo presente. Me sorprendió la presencia de un capitán de la policía del cuartel de Puerta de Tierra. Tal vez, algún cliente de la billetera.

Pero no, luego de la misa y de que entraran la caja en el coche fúnebre, ella se sentó al lado del chófer del coche y lo dirigió en la ruta que se tomaría hasta llegar al cementerio. Yo me monté en mi carro con mi tía. Al frente de la comitiva, iban dos motoras policiacas que escoltaban la comitiva. Juntos salimos de la Iglesia San Agustín y bajamos por la calle Matías Ledesma. Tal vez sería para que el espíritu se despidiera de los lugares donde vivió alrededor de veintisiete años, incluidos los lugares donde mi padre se metía a darse su cerveza: el negocio de Pepín, el Romance y el bar Falansterio. Al llegar a la Fernández Juncos, doblamos a la izquierda y volvimos a subir para llegar a la calle San Agustín. De ahí la comitiva partió por la Baldorioty de Castro hasta llegar a la calle Del Valle, el último sitio donde vivió mi padre. El fúnebre viró a la derecha y subimos por toda la calle Del Valle. En la Eduardo Conde, viramos en dirección del Cementerio de Villa Palmeras. Las puertas estaba ya abiertas en espera del difunto y su séquito.

La tumba a la que mi madre tenía derecho estaba al fondo del cementerio. Todos los carros se aparcaron en el estrecho espacio no dispuesto para ello. Todos caminamos hasta el final donde estaba la tumba abierta. Un primo de mi padre me pide, Despide el duelo. No tengo voz, le indiqué. La afonía no me permita hacerlo. De haberlo hecho, se corrían el riesgo de que hiciera un retrato de un hombre rudo, terco (algo que no hubiese sentado bien), pero hubiese continuado diciendo que era un ser de principio y de honor. Un hombre trabajador que hizo lo mejor que pudo con lo que tuvo. Falto de amor en su infancia, pero que dio del poco que logró obtener. Pero no me salió sonido alguno. El primo despidió el duelo.

 

Levantó la vista al escucharme. Mira, esta soy yo. Y este es mi marido, dijo pasándole la mano al cristal del marco para sacarle el poco polvo que tenía. Luego se levantó y la colocó en el mismo lugar que ha estado durante estos nueve meses que ella no recuerda llevamos viviendo juntos. Yo soy viuda, terminó diciendo.

sábado, 5 de diciembre de 2020

El golpe de la puerta contra la pared


Escuché el golpe de la puerta contra la pared seguido de los taquitos, camino del baño. Miro el reloj y son las siete de la mañana. Enseguida salgo de la cama, estiro la colcha y la visto.
Con el rabo del ojo, la veo salir del baño y regresar a su cuarto. Está en bata de dormir. No nota que la veo. Cierra. Mientras tanto, llego hasta el celular. Abro la aplicación y escojo música navideña. Lucecita es demasiado estridente para mí a esta hora de la mañana. Busco música instrumental que me recuerde la música que me transportaba a un lugar mágico durante mis años en la escuela de monjas de nuestra señora. Encuentro la que busco y ajusto el volumen a mi gusto matutino. Llego a la cocina y empiezo la rutina diaria. Sé que se tardará, por lo que empiezo por hacer mi desayuno. A punto de comenzar, ella sale del cuarto y se vuelve a meter en el baño. Ya le he preparado todo para cuando sale. Llega parsimoniosa a donde nos desayunamos. Muda. Muy diferente a lo alerta que estuvo ayer cuando regresábamos a Morovis de llevar su carro al mecánico.
A mi me traen siempre por aquí.
¿De veras?, le contesto.
Sí, por esta misma carretera.
Pero hemos pasado por aquí cuando vamos para Morovis.
No, es otro lugar. Siempre me traen por aquí. Y entonces me llevan a un sitio y tiran allí.
¿¡Cómo!?
Carcajadas de ella.
Sí, es verdad. Ellos me traen por este mismo sitio y me llevan a una casa y me dejan allí.
Carcajadas de los tres.
¿Pero quiénes son ellos?
Una gente que yo no sé.
Carcajadas de todos.
Mami, somos nosotros.
No, no son ustedes. Ustedes regresan a San Juan. A mí me dejan allí.
Carcajadas de todos.
Son una gente que me llevan a un edificio como blanco…
Carcajadas de todos.
…y me dejan.
¿Pero sola?
Sí.
Carcajadas de ella.
¿Y te dan comida?
Qué… me van a dar comida. Me tiran en el cuarto y se van.
Carcajadas de todos.
Mira, por aquí es… Yo te digo… Ay, escucha, escucha. Feliz Navidad… Feliz Navidad…
Llegamos a Morovis y dimos una vuelta para ver la decoración del pueblo. Preguntó dónde estábamos.
Morovis.
Ah, estamos en Morovis.
¿Aquí es que te traen?
No.
Y no dijo más hasta llegar a la casa. Ni siquiera cuánto disfrutamos con sus ocurrencias durante viaje de regreso. No pudimos enterarnos cuál era el lugar al que ella se refería. Ya había olvidado el asunto.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

Debut y despedida

 Soy como un contrato que se archiva

Una noche de debut y despedida,

Chico Navarro

 

Recuérdome llegar agotado a casa aquella tarde del viernes luego de despedirme de mi trabajo; no encontrar a nadie a quien esperar o que me esperara; llegarme hasta donde estaba la botella de Beefeater, verter su contenido en un vaso de jaibol; llegarme hasta el tocadiscos y no encontrar la canción que me sirviera de fondo para lo que haría; agarrar la pistola que estaba en la mesa de centro…

martes, 1 de diciembre de 2020

Llantos

Aquel día, mi hija adolescente lloró sobre mí amargamente al enterarse del fallecimiento de sus compañeras del equipo nacional en el sonado accidente aéreo; lloré de alegría por haberle negado ese viaje.


domingo, 29 de noviembre de 2020

Para no decirle la verdad

Hoy la niña estuvo conversadora. La cara le resplandecía como un sol que no quiere apagarse. Notó olas nuevas durante el paseo. La vi atenta. Vi su asombro con las nubes cirros y los cumulonimbos, a la vez que un avión que salía de entre ellas.

Me contó de su mamá de crianza y de cuando la llevaron a trabajar a El corte inglés en San Juan; de cómo le enseñaron a coser pantalones de hombre. De cuán fajona ha sido desde joven.

Me habló de su hijo, el único que tiene. De que ayer la llevaron a dar una vuelta y almorzó algo en un sitio que no recuerda. La escuché.

Entonces preguntó:

-¿Y para dónde vamos?

-Para Morovis, le dije.

¬-¡Para Morovis! ¡Qué bueno! Hace tiempo que no vamos para allá.

Sonreí para no decirle la verdad


sábado, 28 de noviembre de 2020

Recuerdos gráficos

Estacionamos el Corolla un poco más arriba de la casa en un espacio que milagrosamente encontramos porque es una rareza encontrar un lugar para estacionarse en Villa Palmeras los fines de semana. Abrí la puerta para que ella saliera. Al girar el cuerpo vio la casa de los tres cuartos dormitorios en la segunda planta: Qué bonita esa casa. Es la tuya. No. Sí, esa es tu casa que la mandamos a pintar. Na.

No comentó nada cuando vio que saqué las llaves y abrí el portón y la puerta de entrada. Llevábamos comida para almorzar allí, mientras ella se tomaba su tiempo en la casa con tres cuartos dormitorios. Entramos y permaneció callada. Observó primero y luego se movió lentamente por entre los muebles y se sentó en el sofá. Yo llegué hasta la cocina para enjuagar algunos trastes en los que serviría el almuerzo. Desde la cocina la vi encorvada como se sentaba cuando contestaba el teléfono que estaba en el anaquel en la sala que trajo de Puerta de Tierra hace más de treinta años. Luego la veo doblarse a recoger algo del piso y me le acerco. Era una retahíla de fotos que estaban entre dos marcos de fotos en forma de libro. Fotos viejas de ella, de nosotros. Me las muestra. Mira. Me las voy a llevar para casa. Para casa, dijo. Pero esta es tu casa. Sí, pero para la casa que vivo ahora.

Almorzamos y, entre bocado y bocado, se levantaba de la mesa, caminaba por la sala e iba hasta donde tenía la cartera. De camino a sentarse decía, Esto me lo voy a llevar para casa. Para casa, dijo otra vez. Solo dije, Sí, seguro. Enseguida agarró un marco con una foto de ella que le tomamos en su pueblo Jayuya en la hacienda de los Atienza, la Hacienda don Pedro. (Ese día almorzamos en el restaurante del bombero jubilado, papá de los niños que todos los años tocaban en la conmemoración del asesinato allá en el Cerro Maravilla). Divago. Acomodó la foto al lado de la cartera.

Luego la veo sacar de un florero las flores que yo le comprara para la navidad pasada en Jayuya también. Mira, que lindas. Me las voy a llevar para casa también. Para casa, volvió y dijo.

Luego del almuerzo, quiso subir a la segunda planta. Entró en el cuarto que separó para mí desde que construyó la casa. Allí me mostró el gavetero más viejo que yo, que le compró mi papá al que lo construyo para una clase de carpintería, hijo de un barbero de San Juan muy amigo de él y que ahora se me escapa el nombre. También estaba mi antiguo escritorio, apolillado. Me enseñó el baño y pasamos al cuarto que fue de mi papá. Allí abrió una de las puertas del clóset y me mostro su ropa. Mas ropa porque los tres clósets tienen ropa de ella. Aproveché y le saqué algunas piezas para que las use en Morovis. Noté que no entró a su dormitorio. Bajó las escaleras y entonces vio la muñeca. La muñeca vestida en un traje rosa viejo, con una pamela del mismo color mareado que cubre parte de largos rizos negros. Me la voy a llevar.

El Jimmy me miró como queriendo preguntarme dónde ella acomodaría esas cosas. Le hice otra seña, que entendió, como que todo iría para su habitación en Morovis. Para que la haga sentir más en casa. Para que no extrañe gallera como se decía “enantes”.

Partimos antes de que nos llenara el baúl con más pertenecías viejas. Sin apagar el carro al llegar, me dijo que no me olvidara de lo que había traído de la otra casa y que estaba guardado en el baúl.

Le acomodé lo que me convino sobre la cama. Le busqué un frasco para las flores plásticas, pero era demasiado liviano y se ropería con cualquier ráfaga de aire que entrara por la ventana. Entonces le destapé la urna que tiene en la coqueta y se las acomodé. Ella agarró la muñeca que pensé que iría sobre la cama como hizo con un bebé que le llevó el Huracán María, pero no. Con un cariño infantil, le acomodó la faldita del traje para que no se notara que había perdido un zapato y que ahora la pobre muñeca no se acuerda donde lo dejó. Con mucho fervor, le hizo un espacio en el borde de la coqueta y allí la acomodó. Después, ella se sentó encorvada en la cama y, luego de observar la muñeca, abrió la cartera. De ella extrajo todos los recuerdos gráficos que pudo acomodar dentro del poco espacio que le queda y se sentó a recordar.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Es

 Es…

La carcajada de su risa…

La melodía de su cantar…

La mujer de su resistencia a olvidar…

El medio andar de su memoria…

Ella.

Fragmentos

 Del dormitorio salió la mujer con el cuchillo ensangrentado en la mano. Su imagen pintada de pasión vio multiplicada en los espejos del pasillo principal del gran caserón. En un segundo, desde lo alto, se notó la herida en el pecho y comprendió por qué el cuerpo suyo se fragmentaba bajo la lápida.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Lazos circulares

 

Ella me enseñó lo que yo le acuerdo hoy. Si quiere aprender a hacer arroz, yo lo dejo. Que aprenda para que el día que yo no esté, sepa valerse solo. Para que ella no se anquilose, la dejo hacer tareas sencillas: darle una galleta a la perra, cerrar la puerta del balcón, aunque me cierre las puertas con los pasadores inferiores y tenga que doblarme al abrirla nuevamente. Que lleve el plato al fregadero, aunque no lo friegue. Pero yo lo puedo fregar. Yo sé fregar. Lo he hecho toda la vida. No digo nada porque se molesta si le digo que lo que hace es enjuagar los trastes. Mira, así se enhebra la aguja. Para que el botón no se caiga, tienes que anudar la puntada cada vez que la pasas por donde está el botón. Se me rompía la camisa, pero el botón no se salía de sitio. Me enseñó a hacer ruedos de la misma manera que hizo con los botones, anudando cada puntada para que no se soltara jamás. En el clóset tengo varios pantalones de ella para arreglarle el ruedo, para que no lo pise, para que no se caiga.

Con el tiempo y lo he dicho ya, es como convivir con dos personas. Una de ella es posesiva intransigente, la usurpadora la llamo yo. Esa es mi sombrilla. Sí, es mi sombrilla. Estaba en mi carro. Dámela. Que no es la tuya. Hay dos sombrillas y una es mía. Si quieres te la doy. No tienes que darme nada porque es mía. El sobre dice mi nombre. Esa soy yo. Dame. Quiero ver qué es. La otra es la que es más llevadera, la que no pelea, no argumenta. Solo se encoge de hombros y no toma decisiones. La que imita como imitaba yo de niño. A veces, creo que hasta hay tres. Por momentos sale la que me crio. Junior, mira, ven a ver esto. Mira, mira. Voy, voy. Pero ven ahora para que veas. Y yo, sin ver, le dijo que sí que veo lo que ella quiere que vea. La dejo que tome decisiones, pero la velo de cerca como me enseñó ella. ¿Qué haces con el mapo? ¿Se mojó? Si. ¿Qué tal si le echamos un poco de detergente y así mapeamos y perfumamos el cuarto a la misma vez? No dice nada.

Ella baja a verme cuando lavo ropa, pero esa música no me gusta. Te la cambio. Ella canta. Canta según se sienta a escuchar la melodía que le gusta. Canta hasta que se cansa o se le olvida quien soy. Me voy. A veces, se levanta sin decir nada y la veo camino a subir las escaleras. Velo sus pasos sin decir nada. Hay ocasiones que subo detrás de ella con las manos casi pegadas a su espalda atento a que no vaya a dar un traspié y se vaya a caer como hizo ella conmigo cuando aprendí a caminar. No lo agarres decía mi papá. Se puede caer. Déjalo que aprenda. Se puede dar un golpe. Si se cae que se levante. Que aprenda a ser macho.

En casa, en mi casa de San Juan, tengo un tocadiscos digital preparado con el cable que conecto al celular tan pronto entramos por la puerta para que pueda seguir escuchando la canción que cantaba en el carro. Tan pronto abro la puerta conecto todo y salgo a ayudarla a bajar de la guagua. Siéntate. Déjame escuchar la canción. Preciosa llaman… que cantan… tu historia… No importa el tirano… maldad… Antier la vi parada frente al equipo de música y trasteaba todos los botones. Me pareció ver a la Miss Rheingold en La verdadera historia de Pedro Navaja. Solo le faltó el estribillo: Mira, dame un vellón para la vellonera. Oye, ¿qué haces? Nada. Estabas buscando subir el volumen, ¿verdad? Se ríe. Le subo el volumen mientras ella se ríe de su travesura como me reía yo cuando me sorprendía ella en alguna de las fechorías infantiles mías.

Ha terminado de desayunar y se levanta. No ha hecho la cama, pero no digo nada porque sé que ella se dará cuenta y vestirá la cama, como hace ella, como hacía ella, como me enseñó ella, como hago yo todos los días.

viernes, 20 de noviembre de 2020

HACEDORES

Los rumores de la plaza quedan atrás 

 y entro en la Biblioteca (sic).

 De una manera casi física siento la gravitación de los libros, 

el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado 

y conservado mágicamente.

Prólogo de "El hacedor", Jorge Luis Borges


Tomo I

El salón está atestado de espectadores. Sentados al frente, los restantes siete finalistas de la competencia de oratoria esperan a que termine la sexta participante. Jorge Luis tiene el último turno. Para no desesperar, se concentra en las losetillas multicolores que tanto le han llamado la atención desde su llegada al colegio cuando tenía catorce años. Beatriz lo espera en el mismo lugar en que lo recibió hace tres: la biblioteca. 


Habían pasado tres semanas de la muerte del presidente Kennedy. El semestre escolar era un infierno para Jorge Luis. Todavía recriminaba contra dios por haber permitido al cáncer devorarle a su madre y ahora, en aquel martirio católico, era castigable si no le rezaba a la deidad suprema durante las misas diarias. Para empeorar las cosas, una reducción de personal provocó el despido de su padre en una cantera y los obligó a regresar al barrio donde vivía la abuela: Puerta de Tierra. Fue ella, la billetera del barrio, quien insistió en matricularlo en el colegio. Fue ella quien rogó a la madre superiora por una excepción y la admisión del joven ya comenzado el semestre. «Es un nene inteligente; denle una oportunidad por amor a dios» fue la letanía hasta lograr su propósito. 

Desde su llegada, Jorge Luis se convirtió en el foco de mofas por ser el más corpulento de la clase, el zurdo y el más obeso. Los demás le pronosticaban el infierno por -según ellos- «su gula», uno de los siete pecados capitales. Incluso, una monja llegó a sentenciárselo. Los instigadores se movían en manada y rodeaban siempre a su presa. A la mera presencia de estos, al niño se le aceleraban las palpitaciones. Sudaba ante el inminente ataque de epítetos humillantes. En su mente retumbaba enseguida el «Sietepestes», por la hediondez que despedía su cuerpo como si estuviese pudriéndose por dentro; algo que no podía controlar. 

Ese día Jorge Luis salió del plantel al mediodía. Pensó que tirarse bajo los neumáticos de un carro acabaría con su tribulación, pero el temor a la perpetuidad infernal lo desalentó. Como había hecho en otras escuelas, se apresuró a la biblioteca. Allí no habría burlas ni puños; tampoco la probabilidad de volverle a bajar los calzones delante de sus compañeras de clase. Se detuvo silente en la entrada.

Aquel micromundo, empotrado en lo que una vez fue un salón de clases, estaba flanqueado de anaqueles mohosos. Del techo azul mareado, colgaban tres lámparas de metal veteadas de marrón por el salitre con cuatro terminales -mohosos también- en los que se enchufaban dos tubos fluorescentes radiantes de luz fría. Las cuatro ventanas estaban clausuradas con la intención de aumentar la capacidad para los libreros grises y, desde entonces, pegados contra las paredes. Sobre los anaqueles más altos, se amontonaron infinidad de folios amarillentos que evocaban los del comienzo de la era cristiana, papiros apolillados manchados de humedad. Los estantes más pequeños estaban protegidos por puertas de cristal y encerraban las enciclopedias maltratadas por el uso. En otros anaqueles abiertos, había más libros con lomos quebrados -historias de mundos, de pueblos, de inventos, de héroes invencibles, de próceres, de revoluciones tomadas como ciertas¬-, acomodados por tema. En la parte inferior de uno de ellos, colocaron los libros infantiles. La parte superior de todos los estantes identificaba el nombre de la materia referencial. 

El centro lo llenaban tres mesas rectangulares, cada una con seis sillas de madera y pajilla. Todas las mesas tenían un vidrio. (Quizá para proteger los topes de ralladuras o que los estudiantes escribieran alguna grosería típica de los mozalbetes más atrevidos). El piso de la biblioteca -como el resto de los salones del colegio y la iglesia- era un mosaico de pequeñas losas circulares que formaban polígonos hexagonales. Cada ángulo lo adornaba una flor roja con un baldosín amarillo en su centro. 

La cara angustiada del muchacho parado en la puerta motivó a Beatriz, la bibliotecaria, a invitarlo a entrar. Como pareció no escucharla, ella se acercó, le puso la mano en la espalda y lo condujo hasta la mesa frente a su roído escritorio de caoba. 

Al chico no le apetecía hablar. Solo se tragaba el llanto. Ella espero a que se calmara. Incluso, le exhortó a llorar si tenía deseos, pero él se contuvo hasta relajarse. La mente le martillaba la advertencia tajante de su padre: «Los hombres no lloran por nada». Al contestarle a la bibliotecaria cómo se llamaba, ella exclamó:

-¡Ah!, como Borges. Es un escritor argentino famoso, ¿sabes?

Beatriz indagó más y el niño en cuerpo de hombre le narró con voz queda cómo había llegado a allí. Luego de un rato, manifestó:

-Siempre los demás han abusado de mí en las escuelas en que he estado. Mis únicos amigos son los libros porque no se burlan de mí ni me hacen daño. Por eso me paso en las bibliotecas.

El salón comedor se llenó de estudiantes, pero ni a la bibliotecaria ni al joven les apeteció almorzar; en cambio, hablaron de escritores. Ella lo paseó por frente a los anaqueles y le presentó a Juan Ramón Jiménez, a Charles Perrault, a Lewis Carroll y a los hermanos Grimm. Le habló de su tocayo Borges y le exhortó a leer sus escritos cuando llegase a la universidad. 

-Lee, siempre lee. Conocerás mundos maravillosos.

Por su parte, a Jorge Luis le impresionó más la leve cojera de Beatriz. Al mirar los zapatos, observó la gran plataforma pegada a la planta de cuero izquierda. La mujer notó hacia dónde miraba el adolescente cuando él preguntó:

-A usted también.

-Sí -respondió de manera escueta según se movían a otro anaquel.

Al llegar a Hans Christian Andersen, la bibliotecaria extrajo un ejemplar. 

-Te lo voy a prestar para que lo leas. La próxima semana vienes y compartimos si te gustó o no. Te llevas otro y así sucesivamente.

Antes de entregarle el libro, ella lo amarró con una cinta para hacerle más fácil el cargarlo. El muchacho sonrió ante el elaborado lazo parecido más a un regalo de cumpleaños que a un libro de cuentos con una agarradera y dijo enseguida:

-En casa nadie se ocupa de empacar regalos; es más, no hay dinero para regalos. 

El timbre sonó. Era hora de que los estudiantes regresaran a sus salones.

-¿Quieres dejar el libro aquí y lo recoges cuando salgas y así no se mofan de ti los demás? -preguntó ella.

-Sí.

-¿Estás bien ya?

-Sí, sí. Ya todos los molestosos deben de estar en el salón. 

Beatriz notó al estudiante salir más erguido de como entró. Tal transformación sería una más de una serie infinita.

A la semana siguiente ante la pregunta: «¿Cuáles cuentos te gustaron más?», el niño respondió:

-«El ángel» y «El soldadito de plomo».

Esa tarde, Beatriz escuchó al niño contar cómo le impresionaron las historias. Los intercambios literarios entre ambos los llevaron a formar una amistad más allá de la convencional entre una bibliotecaria y un estudiante. De ahí en adelante, compartieron vivencias, sueños y proyectos.

Hubo cambios. A la mujer, además de bibliotecóloga, la nombraron directora del club de oratoria. Para fomentar más la seguridad del adolescente, ella lo invitó a participar en la próxima competencia. Lo exhortó a escribir su propio discurso.

-¿Pero de qué voy a escribir, Beatriz?

-De lo que te gusta: de libros, de cuentos; de tu experiencia en este colegio, de aspiraciones; de tus años en la escuela superior; de planes futuros, de cómo te sentiste cuando te aceptaron en la universidad.

Esa noche el joven recordó los primeros cuentos leídos a su llegada al colegio. Los releyó. Buscó una modesta máquina de escribir -regalo de su abuela cuando se sacó el premio gordo de la lotería-, y comenzó a mecanografiar con dos dedos. Tenía un mes para refinar el discurso y aprendérselo de memoria.


La penúltima participante termina con una canción de cuna y se sienta. Jorge Luis se levanta. Se arregla el gabán prestado. Besa el botón de rosa que lleva en la solapa, obsequio de su mentora. Camina hasta el frente, dice el nombre de su discurso y comienza:

-Hans Christian Andersen empieza su cuento de «El ángel» de la manera siguiente: «Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados».

Así me recibió el ángel que me tocó a mí cuando llegué a este colegio luego de.

Durante su discurso, Jorge Luis modula la voz al narrar su historia. Pausa. Se muestra seguro y se dirige a cada uno de los presentes. Sigue todas las instrucciones de Beatriz: «Enfatiza las palabras más importantes. Míralos a los ojos». Al mismo tiempo, nota su seguridad, la convicción de lo expresado. En un movimiento brusco, siente que se le descose el pantalón por la entrepierna. El rasgado se agranda según se mueve. El entusiasmo se transforma en temor circular: al regreso de la burla, a la mofa. Se le quiebra la voz; empero, sigue. Altera los movimientos y así evita noten la falla en la ropa. Aprovecha la angustia para intensificar la narración, pero es como si hablara en cámara lenta. El tiempo se vuelve elástico igual que su angustia. Qué importa, se dice. Debo seguir. Tengo que seguir. Quiero seguir. Es mi momento de gloria, de aceptación. Se mueve detrás del escritorio y apoya las manos sobre el tope de madera. Permanece allí, firme. Son los giros de la cabeza y su talante lo que impacta a los presentes.

-Para finalizar, volveré a citar a Hans Christian Andersen, pero esta vez en un fragmento de «El soldadito de plomo»: «El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra». Muchas gracias.

El silencio arropa el salón. Se escucha a alguien catalogar el discurso del último participante como el más emotivo. El adulto joven está feliz. De regreso a su asiento, hace un puño con la mano izquierda y la agita. Se sienta de lado para tapar el descocido. Ansía llegar hasta donde está su amiga y hacerla partícipe de su experiencia. Imagina a sus compañeros impresionados con el discurso. Ya no se mofarán más; lo admirarán. Tiene un trofeo asegurado y su nombre aparecerá en la placa de galardonados en la oficina de la principal.

El lunes siguiente Jorge Luis llega a la escuela. No es el héroe. Ninguno de los compañeros lo felicita ni muestra interés en el trofeo. A ninguno le importa que no haya llegado en primer lugar; tampoco a él. Lo importante es cuán orgullosa está Beatriz, igual que él de sí mismo.


Tomo II

Han pasado veintiún años. Es el comienzo de clases en la modernizada escuela de Puerta de Tierra. Ya no hay polígonos hexagonales multicolores en el piso. En los pasillos, se escucha la algarabía del recuentro escolar y los estudiantes esperan a que suene el timbre para entrar a clases. Es el momento circular en que hay un recién llegado parado en la entrada de la biblioteca, con la amargura pintada en la cara. El bibliotecario lo mira. Le sonríe. Se acerca. Trae en la mano izquierda un ejemplar abierto de El hacedor de Borges. Dice:

-Hola, me llamo Jorge Luis. Entra.


viernes, 13 de noviembre de 2020

Las chinelas

Como todas las noches, pasa la mano por encima de la sábana de la cama y la estira para asegurarse de que no haya ninguna arruga antes de acostarse. Luego se sienta sobre ella, acomoda las chinelas con los pies para que estén alineadas con las ranuras de las losetas, equidistantes de los extremos de la cama. Al dejarse caer sobre el colchón, se le cae la almohada al piso. Se vira y ve que las chinelas están viradas. Se levanta otra vez. Se arrodilla. Agarra cada chinela y vuelve a cuadrarla con las ranuras de las losetas, equidistantes de los extremos de la cama. Se pone de pie. Vuelve a pasar la mano por encima de la sábana y la estira para asegurarse de que no haya ninguna arruga. Sin querer tropieza con una de las chinelas y altera el orden. Maldice. Vuelve a arrodillarse. Agarra ambas chinelas y la cuadra con las ranuras de las losetas, equidistantes de los extremos de la cama. Se levanta. Vuelve a pasar la mano por encima de la sábana y la estira para asegurarse de que no haya ninguna arruga. Se tira en la cama para no tocar las chinelas. El peso de su cuerpo hace que el colchón se salga del marco de los largueros, lo que ocasiona que el alineamiento de las chinelas vuelva a alterarse...

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martes, 10 de noviembre de 2020

La gorda

 Con disgusto, Ángela se mira en el espejo porque no le gusta lo que ve reflejado en el espejo; le muestra que está gorda. “Bojota” como le ha dicho su madre desde que tiene uso de razón, pero con cara linda, pensó levantando el mechón de pelo que le cubría la marca en el lado derecho de la frente. Le hiere que la madre le estruje tanto su sobrepeso. Tiene treinta años ya y no ha podido salir del yugo de su progenitora. Las demás hermanas se le adelantaron y, según ella, salieron de la casa a tiempo. Manuela, la mayor, se fue a estudiar a los Estado Unidos y por allá se quedó después de terminar sus estudios. Con esa no se puede contar para nada, se dice. Gloria prefirió que su madre la llamara puta por haberse ido con hombre sin haberse casado y que su madre no la quiera ver más. Sin embargo, Gloria era su confidente, la escuchaba sin juzgarla.

Gloria, es que se pone peor cada vez, más hostil conmigo. Me saca el monstruo. Cada vez me acusa como si fuera responsable de lo que ustedes hicieron. Me condena como si resintiera haberme parido tan vieja y que papi la abandonara porque creyó que yo soy un cuerno que ella le pegó a él. Nunca me ha querido.

No digas eso. Ella ha sido igual con las tres.

No, pero ella nunca me ha querido. Siempre he sido yo la que paga todas las travesuras y errores de ustedes. Manuela siempre se salió con la suya y se fue. Ella sabía cómo manipular a mami. O ya se te olvidó la paliza que me dio con la correa de cuero que papi dejó detrás de la puerta. Mira la evidencia. Mírala. Me mutiló la cara para toda la vida con la maldita correa. La maldigo cada vez que me acuerdo. Hay veces que la odio a muerte.

No digas eso. Tú no eres capaz de hacerle daño. Tú también eras terrible.

Yo era la mejor de las tres. Pero si atacas al perro a diario, llegará un momento en que te tirará a morder. Y eso está pasando. Me he hartado de ella y no veo salida. Estoy loca por largarme, pero el dinero no me alcanza. Hasta que no termine de estudiar la maestría, no puedo. No puedo.

Su reflejo en el espejo le resaltó las lágrimas que bajaban por los cachetes rosados. La vida le había jugado una treta, según ella.

Maldita sea, se dijo. Si me hubiese ido antes. Si no hubiese estado en la calle, tal vez ella no hubiese salido a casa de la vecina y el carro no la hubiera atropellado. ¿Pero qué carajo hacía ella en casa de Justa a esa hora?

Se estrujó la cara para secarse las lágrimas. Abrió la puerta de su cuarto y pasó a la habitación de su madre. La cama de posiciones estaba pegada a la ventana para que la encamada pudiese ver para afuera. La vieja sintió la presencia de su hija, pero no se movió. La cama apestaba a orín. Ángela fue hasta el mueble de caoba al lado de la cama y abrió una de las gavetas. Sacó un panti desechable y lo colocó sobre la cama.

Déjame dormir, carajo, la anciana le estrujó con mirada agria.

Te voy a cambiar el pañal.

Déjame morir ya. Vete.

Ángela hizo caso omiso al comentario. Aseguró su agarre por el muñón y la cintura y volteó de lado a la señora para revisar que no hubiese úlceras en la espalda.

Me haces daño, bruta.

Ángela pensaba pasarle crema en la espalda, pero, ante la actitud en la que amaneció la señora, no lo hizo .Tampoco dijo nada. La devolvió a la posición original y haló hasta arrancarle el panti.

Morona, me lastimas la pierna.

No te duele nada. Ya esa herida está sana. Ya es hora de que uses la prótesis y camines por el cuarto.

No puedo. Estúpida, no puedo.

No seas manipuladora. Y no me maltrates porque soy lo único que te queda. No tienes a nadie más.

Me tienes harta.

Tú a mí también.

Angela regresó furiosa a su habitación y se sentó en la cama otra vez. Abrió la gaveta de la mesita de noche. Sacó su agenda y anotó como tarea para el día: cita bariátrica, cita Celestium.

martes, 27 de octubre de 2020

Convivencia con la demencia

 

Igual que una persona que padece de fibromialgia alega enérgicamente que nadie que no padezca la enfermedad podrá comprender por lo que pasa, asimismo ocurre con quien tiene que lidiar día a día con la demencia.

La demencia es errática. No hay un patrón de conducta. Tampoco hay un manual de procedimiento. Cada caso es diferente porque hay vivencias pasadas particulares. Y todo ese pasado surge explosivamente en episodios de enajenación continuamente. 

En mi caso, tal vez pueda decir que he tenido suerte, pero siempre hay alguien que me dice: hasta ahora. Se va a poner peor.  Y yo contesto: espero que no. 

Estoy convencido de que la demencia de mi madre viene como consecuencia de la anestesia que recibió durante una colectomía. Ella entró con su mente mucho más clara que la mía, y salió muy diferente la noche del domingo cuando el médico a que estaba de guardia la dio de alta a las 8:00 pm. (El médico que la operó apenas la vio luego de la operación). Las enfermeras me dijeron que era muy posible que se hubiese desorientado por estar en el hospital, pero que pasaría al regresar a su cotidianidad. Pero no fue así. Su condición degeneró. La gente se dio cuenta. Me llamaron para decirme que se estaban aprovechando de ella en la venta de billetes.  Sin embargo, ella siguió los consejos que le dieron y dejó la agencia de billetes. Alegó y alega que ya la cosa en la calle se estaba poniendo difícil (cosa que es verdad) y temía que le dieran un tumbe, la golpearan y le llevaran los billetes. También de la noche a la mañana me dijo que ya no estaba apta para guiar. (Eso no lo reconoce ahora). A veces, le dice a la gente: este es mi carro, pero yo no lo guío ya. Es mi hijo el que me lo guía. Otras veces, cuando se levanta del otro lado de cama: me pelea de que ESE es su carro.

Ella siempre ha sido muy independiente y mi papá siempre sostuvo que ella: fue la única mujer que lo sentó en el baúl. Porque ella manda y va.  Pero según pasaron los días, comenzaron a suceder ciertos accidentes y caídas que hizo que desmontar mi oficina en casa para hacerla un dormitorio y llevármela para casa.  El día que la saqué de la casa lloró como hace tiempo que no la veía llorar.  Supongo que pensó que internaría en algún lugar de envejecientes.

Lo consideré. Visité varios hogares. El primero tenía cuartos comunales para sus viejos y había, para mí, poca privacidad entre los viejos y las viejas. También sentí un tufito a orín que no me gustó.  Siempre tuve en mente que ella tuviese un espacio privado para ella, pero lo que encontré no me satisfizo.  En el último me informaron que, si ella no estaba de acuerdo, no la aceptarían. Ahí desistí porque yo no la iba a forzar a nada.

Desde principio de año, estamos juntos, pero desde marzo, como consecuencia de la pandemia, estamos viviendo en Morovis.

Al principio, ella evitó a toda costa que le sacara la ropa del clóset.  Luchó, me agredió, me insultó. Y luego se reía por la ridiculez de lo que estaba pasando.  Me cago en tu madre, me decía. Y yo: pues te cagas en ti porque tú eres mi madre.  Era raro escucharla maldecir y decir palabras soeces. Obviamente, me impuse yo. Eso sí, no le miento.

Poco a poco, establecimos una rutina.  Ella es la primera que se desayuna en la casa.  Se toma las pastillas y se va a ver televisión. Tan pronto le digo que se vaya a bañar, se va convencida que viene la calle.  Luego de regreso, algunas veces se desorienta. Me discute que dejó las cosas en la otra casa donde se quedó.  La llevo al cuarto y le muestro la ropa en el clóset. Ay, virgen. 

No le doy importancia a sus despistes, pero sí estoy muy alerta y pendiente a todo.  Descanso cuando veo que va a su cuarto y cierra la puerta para acostarse a dormir.  Si me saca de tiempo, sé que en varios minutos volveremos a la rutina como si nada hubiese pasado.

Hoy la dejé sola en lo que lavaba la ropa. Ella llegó a donde estaba vestida y lista para la calle. Hubo discusión, Hubo maldición. Me subió el tono y le contesté enérgico. Luego la dejé que hiciera lo que quisiera, pero el candado estaba pasado en el portón. 

Ella abrió la guagua para montarse. Otro altercado más.  Me di cuenta de que, tal vez, estoy en el comienzo de todo esto.  Me sentí culpable por haberla dejado y no haberla mandado a bañar antes de bajar.  En un momento me sentí impotente. ¿A quién llamo para que le den un sedante? Y si no la puedo controlar más. Por un momento le temí a su mirada.

Me retiré emocionalmente de todo. Me alejé físicamente.  La observé a distancia peleando con el candado.  Recordé que es una niña vieja o menor una vieja niña. Y como una niña volví a tratarla. La dejé que manifestara su coraje y sus rabietas. Estaba en su derecho. Cuando se cansó, entró. Escondió la cartera otra vez en el clóset y se sentó a ver televisión. Estoy seguro de que ya se le había olvidado todo.  Era volver a empezar.  Me levanté. Fui a la nevera y le busqué su juguito como si nada hubiera pasado. Busqué una película que le había grabado y se la puse.  Al poco rato, ya todo estaba normal. Y así ha seguido. 

Sé que mañana será otro día y otro reto. Pero hay que vivirlo día a día, sin complicar nada ni que se lo compliquen a uno.

Opúsculo para lidiar con la demencia

 Hace unos meses, caminaba por el segundo piso de Plaza Las Histéricas y muy cerca de la tienda Bose (es la única razón para meterme en tal antro de perdición), se encontraba un señor engabanado al lado de una cabina o, como dicen en la madre patria, un booth, auspiciado por uno de los planes médicos Advantage muy conocido. Curiosamente, lo acompañaban varias ancianas que repartían un folletín, supongo que recién salido de la imprenta, de una hoja doblada en tres que leía: Opúsculo para lidiar con la demencia. Iban a comenzar la charla justo cuando estaba en el punto más cercano de los ancianos. Según me acerco más, una anciana se percata de mi presencia y camina hacia mí. Llevaba sombra oscura en los párpados que le hacía juego con los ojos, las cejas estaban tatuadas de algo que pareciera rubio y los labios encendidos de un rojo vampírico. El peinado era de salón de belleza, y vestía un conjunto de pantalón y chaqueta en estopilla. Las muñecas las llevaba encadenadas con montones de pulseras de distintos grosores. Encima del seno izquierdo tenía un pegadizo que leía Leonor. Me extiende la mano para que tome asiento y escuche la charla. Ante mi negativa, me entrega uno de los opúsculos y me dice:

Lléveselo. Nunca sabe cuándo le pueda ser útil.

Le di las gracias. Guardé el folleto en el bolsillo del pantalón, pero seguí a la cura en la perdición del sonido musical de Bose. Llegué a casa y tiré el folleto por algún lugar, interesante que no lo botara, y me olvidé.

Hace poco, me topo con la hoja. Manual para lidiar con la demencia. Justo lo que necesito en estos momentos. Abro el documento y comienzo a leer:

La demencia es algo que tenemos todos muy cerca de la oreja. Nos puede dar a nosotros en forma de Alzheimer, o como le llaman el alemán, o nos puede dar a nuestros viejos. ¿qué hacer cuando nos enfrentamos a ella? Y detalla una serie de pasos que me recordaron un artículo que escribí que enumeraba unos pasos para la crianza infantil tomando como base las sugerencias de un libro para el entrenamiento animal.

Abrí la computadora y busqué mi artículo, pero no lo encontré. De lo que recuerdo, escribo lo que sigue. Me parece que el título era Cómo criar niños usando un adiestramiento animal. El título era algo preliminar porque no hubiese escrito algo con un título tan feo. Pero a lo que voy. La intención de mi escrito era que se utilizara un libro de entrenamiento de perros en niños. Y encaja. Lo mismo que con personas con demencia.

1. La primera regla era: sea constante. Lo que es “no” hoy, será “no” mañana y siempre. De no hacerlo, confundirá al animal. Aquí lo sustituía con niño y ahora con anciano.

2. Refuerce lo positivo: Cuando el (animal, niño, anciano) haga lo que usted espera, gratifíquelo. Dele las gracias y prémielo con una galleta. En el caso humano, concédale lo que quiere y ofrézcale un juguito de los que le gusta. Felicítelo. Muy bien. Qué bueno.

3. Háblele en monosílabos porque, de utilizar oraciones compuestas o complejas confunde al (animal, niño, anciano). Sí. No. Deja. Ven.

4. Vele el comportamiento del (animal, niño, anciano) para anticipar lo que va a hacer. [En mi caso, la perra me avisa cuando tiene ganas de hacer sus necesidades]. En el caso de mi anciana, estoy pendiente cuando se para de la silla y se para frente a la puerta cerrada del baño. Tal movimiento es indicativo de que hay que ajorar al que habita en el baño.

5. Hay momentos en que pueden ocurrir accidentes. No regañe al (animal, niño, anciano). Recoja el reguero o limpie lo que se ensució y ya. Si han pasado varias horas del accidente, ni se ocupe de hacer nada. Ya se le olvidó.

6. Establezca rutinas para que el (animal, niño, anciano) no se pierda. A todos se nos hace más fácil tener un lugar para tomar los alimentos, para sentarnos, un lugar que sintamos nuestro. Haga las cosas a la misma hora. En el caso de mi mamá, de tanto escuchar las canciones de salsa, ya sonea con Mark Anthony. Todavía les funciona el cerebro o vienen aletazos de cordura. Disfrútelos.

7. Sea enfático y no tema al (animal, niño, anciano). Sabe cuándo se puede salir con la suya. Muestre carácter con cariño. En el caso de los adultos, desquítese diciéndole como nos decían a nosotros cuando chicos, lo hago por tu bien.

Es lo que recuerdo, Pero a estas sugerencias, le añado:

·         Déjele que haga tareas, que se sienta útil. Déjele que lleve los trastes al fregadero, aunque no los friegue. Que recoja la cama. En mi caso, cuando ella agarra la escoba, velo que la perra no esté ladrando. Aun así, le pregunto, qué va a hacer. Voy a barrer una basurita. Cuando la perra ladra, me levanto de donde sea y me le voy detrás porque sé que va derechito a darle un escobazo a la otra reina del hogar.

·         Espere a que no pueda, para ofrecerle la suya. Pregunte primero. Deje que la solicitud salga de su ser querido. No lo invisibilice. tómelo en consideración a siempre que sea posible.

·         Si su anciano es paciente, séalo usted con él.

Este escrito intenta demostrar que no es una sentencia a muerte tener a un familiar con demencia. Hay manera de hacer que todo sea más fácil. Lo más importante para mí: no pierda el sentido del humor. Cuando mi mamá se me pone flamenca. La miro, aparentemente con cara jocosa, y le digo en broma: qué mucho tú jodes. Ella me mira, cierra los ojitos y se muere de la risa. Y seguimos viviendo la vida como si nada.

 

 


Los sonogramas, la doña y la manicura

 

Ayer estuvimos todo el día en la calle. Tenía que hacerme un sonograma y el Jimmy tenía otras pruebas radiológicas.  Luego del desayuno y los duchazos, salimos alrededor de las 9:30 de Morovis porque el viaje toma alrededor de cuarenticinco minutos, si no hay tapón. 

El plan había sido sacar las citas para ambos y, mientras uno suba a la oficina, el otro se queda en la guagua con la doña. Yo dejo mi celular para que ella escuche música. Y ya, ustedes saben, no ”problemo”. Luego de que termináramos con las radiografías, buscamos donde almorzar, porque hay que comer.

Lo próximo en agenda era la cita al salón de uñas para que la doña le arreglaran las uñas de las manos y de los pies. Llegamos justo a la hora pautada. Antes de bajarnos de la guagua, ella se alegró de que le arreglarían las uñas de las manos.

Las de los pies, no. Mira, están bien. 

Mami, pero yo voy a pagarte el arreglo.

Ah, pues que me las hagan también.

Al entrar, a mi madre se la llevaron para un puesto al fondo del salón y le preguntaron de qué tono del esmalte de uñas quería ella. Me miraron y le dije: No, eso es asunto de ella El color que ella quiera.  Pues eligió un tono rojo hemorrágico. Para mí, un poco más recatado que el tono rojo escandaloso de la vez anterior.

Me senté a la entrada en la esquina del local y me entretuve con mi Kindle en lo que a ella le trabajaban las manos. Esta vez, para evitar que se descascararan tan pronto saliéramos del local, las muchachas utilizaron una técnica en que le aplicaban algún tipo de acrílico a los toconcitos que le dejaron por uñas. Pero estaban parejas. Ella muy coqueta repetía su letanía.

Ese es mi hijo, el único que tengo. El se porta bien conmigo.

Por alguna extraña razón salió a relucir la canción de El cantante. . Allá ella cantó parte del estribillo según su capacidad auditiva le permite. La canción dice:

 Hoy te dedico
Mis mejores pregones.

Ella entiende: Hoy te lo digo, si me jodes te jodes.

El establecimiento se estremecía de la risa de todas las empleadas y algunas clientas. La doña estaba feliz. No paraba de hablar y de repetir cada vez que se le presentaba la oportunidad:

Ese es mi hijo, el único que tengo. Él se porta bien conmigo.

Pasada una hora en el local, terminaron la obra estética en la doñita. Pagamos y le digo a ella en broma:

Y por supuesto, ahora te tengo que llevar la cartera para que no se te dañen las uñas.

Y las empleadas gritaron a coro: no, el esmalte está seco ya. No se le va a dañar.

Me callé. Le entregué la cartera y salimos del lugar. Me enseñó las uñas, cada rato que se acordó que le habían hecho un gran trabajo. Para mí, el costo es excesivo y un acto superfluo. Pero ella trabajó para ahorrar su dinero. Lo almacenó para dejármelo en herencia en contra de mi voluntad. Mientras le repetí por años que se lo gastara en ella, más dinero almacenó para mí. Pues, bien, ella no decide ahora. Yo decido que el dinero ahorrado se lo disfrute en vida. Que coma lo que no ha comido, que vea lo que no ha visto y que viva lo que le falta por vivir. Por eso salimos a comer fuera,  visitamos diferentes pueblos por la isla. Por eso la vienen a recortar a la casa. Y por ello, la manicura de la doña. Ella se lo ha ganado. Ella se lo merece. Y como diría mi papá: punto y se acabó.