Con disgusto, Ángela se mira en el espejo porque no le gusta lo que ve reflejado en el espejo; le muestra que está gorda. “Bojota” como le ha dicho su madre desde que tiene uso de razón, pero con cara linda, pensó levantando el mechón de pelo que le cubría la marca en el lado derecho de la frente. Le hiere que la madre le estruje tanto su sobrepeso. Tiene treinta años ya y no ha podido salir del yugo de su progenitora. Las demás hermanas se le adelantaron y, según ella, salieron de la casa a tiempo. Manuela, la mayor, se fue a estudiar a los Estado Unidos y por allá se quedó después de terminar sus estudios. Con esa no se puede contar para nada, se dice. Gloria prefirió que su madre la llamara puta por haberse ido con hombre sin haberse casado y que su madre no la quiera ver más. Sin embargo, Gloria era su confidente, la escuchaba sin juzgarla.
Gloria, es que se pone peor cada vez, más
hostil conmigo. Me saca el monstruo. Cada vez me acusa como si fuera
responsable de lo que ustedes hicieron. Me condena como si resintiera haberme
parido tan vieja y que papi la abandonara porque creyó que yo soy un cuerno que
ella le pegó a él. Nunca me ha querido.
No digas eso. Ella ha sido igual con las
tres.
No, pero ella nunca me ha querido. Siempre he
sido yo la que paga todas las travesuras y errores de ustedes. Manuela siempre
se salió con la suya y se fue. Ella sabía cómo manipular a mami. O ya se te
olvidó la paliza que me dio con la correa de cuero que papi dejó detrás de la
puerta. Mira la evidencia. Mírala. Me mutiló la cara para toda la vida con la
maldita correa. La maldigo cada vez que me acuerdo. Hay veces que la odio a
muerte.
No digas eso. Tú no eres capaz de hacerle
daño. Tú también eras terrible.
Yo era la mejor de las tres. Pero si atacas
al perro a diario, llegará un momento en que te tirará a morder. Y eso está
pasando. Me he hartado de ella y no veo salida. Estoy loca por largarme, pero
el dinero no me alcanza. Hasta que no termine de estudiar la maestría, no puedo.
No puedo.
Su reflejo en el espejo le resaltó las
lágrimas que bajaban por los cachetes rosados. La vida le había jugado una
treta, según ella.
Maldita sea, se dijo. Si me hubiese ido
antes. Si no hubiese estado en la calle, tal vez ella no hubiese salido a casa
de la vecina y el carro no la hubiera atropellado. ¿Pero qué carajo hacía ella
en casa de Justa a esa hora?
Se estrujó la cara para secarse las
lágrimas. Abrió la puerta de su cuarto y pasó a la habitación de su madre. La
cama de posiciones estaba pegada a la ventana para que la encamada pudiese ver
para afuera. La vieja sintió la presencia de su hija, pero no se movió. La cama
apestaba a orín. Ángela fue hasta el mueble de caoba al lado de la cama y abrió
una de las gavetas. Sacó un panti desechable y lo colocó sobre la cama.
Déjame dormir, carajo, la anciana le
estrujó con mirada agria.
Te voy a cambiar el pañal.
Déjame morir ya. Vete.
Ángela hizo caso omiso al comentario. Aseguró
su agarre por el muñón y la cintura y volteó de lado a la señora para revisar
que no hubiese úlceras en la espalda.
Me haces daño, bruta.
Ángela pensaba pasarle crema en la espalda,
pero, ante la actitud en la que amaneció la señora, no lo hizo .Tampoco dijo
nada. La devolvió a la posición original y haló hasta arrancarle el panti.
Morona, me lastimas la pierna.
No te duele nada. Ya esa herida está sana. Ya
es hora de que uses la prótesis y camines por el cuarto.
No puedo. Estúpida, no puedo.
No seas manipuladora. Y no me maltrates porque
soy lo único que te queda. No tienes a nadie más.
Me tienes harta.
Tú a mí también.
Angela regresó furiosa a su habitación y se
sentó en la cama otra vez. Abrió la gaveta de la mesita de noche. Sacó su agenda
y anotó como tarea para el día: cita bariátrica, cita Celestium.
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