Estacionamos el Corolla un poco más arriba de la casa en un espacio que milagrosamente encontramos porque es una rareza encontrar un lugar para estacionarse en Villa Palmeras los fines de semana. Abrí la puerta para que ella saliera. Al girar el cuerpo vio la casa de los tres cuartos dormitorios en la segunda planta: Qué bonita esa casa. Es la tuya. No. Sí, esa es tu casa que la mandamos a pintar. Na.
No comentó nada cuando vio que saqué las
llaves y abrí el portón y la puerta de entrada. Llevábamos comida para almorzar
allí, mientras ella se tomaba su tiempo en la casa con tres cuartos
dormitorios. Entramos y permaneció callada. Observó primero y luego se movió
lentamente por entre los muebles y se sentó en el sofá. Yo llegué hasta la cocina
para enjuagar algunos trastes en los que serviría el almuerzo. Desde la cocina
la vi encorvada como se sentaba cuando contestaba el teléfono que estaba en el
anaquel en la sala que trajo de Puerta de Tierra hace más de treinta años.
Luego la veo doblarse a recoger algo del piso y me le acerco. Era una retahíla
de fotos que estaban entre dos marcos de fotos en forma de libro. Fotos viejas
de ella, de nosotros. Me las muestra. Mira. Me las voy a llevar para casa. Para
casa, dijo. Pero esta es tu casa. Sí, pero para la casa que vivo ahora.
Almorzamos y, entre bocado y bocado, se levantaba
de la mesa, caminaba por la sala e iba hasta donde tenía la cartera. De camino
a sentarse decía, Esto me lo voy a llevar para casa. Para casa, dijo otra vez. Solo
dije, Sí, seguro. Enseguida agarró un marco con una foto de ella que le tomamos
en su pueblo Jayuya en la hacienda de los Atienza, la Hacienda don Pedro. (Ese
día almorzamos en el restaurante del bombero jubilado, papá de los niños que
todos los años tocaban en la conmemoración del asesinato allá en el Cerro
Maravilla). Divago. Acomodó la foto al lado de la cartera.
Luego la veo sacar de un florero las flores
que yo le comprara para la navidad pasada en Jayuya también. Mira, que lindas.
Me las voy a llevar para casa también. Para casa, volvió y dijo.
Luego del almuerzo, quiso subir a la
segunda planta. Entró en el cuarto que separó para mí desde que construyó la
casa. Allí me mostró el gavetero más viejo que yo, que le compró mi papá al que
lo construyo para una clase de carpintería, hijo de un barbero de San Juan muy
amigo de él y que ahora se me escapa el nombre. También estaba mi antiguo escritorio,
apolillado. Me enseñó el baño y pasamos al cuarto que fue de mi papá. Allí abrió
una de las puertas del clóset y me mostro su ropa. Mas ropa porque los tres
clósets tienen ropa de ella. Aproveché y le saqué algunas piezas para que las
use en Morovis. Noté que no entró a su dormitorio. Bajó las escaleras y
entonces vio la muñeca. La muñeca vestida en un traje rosa viejo, con una pamela
del mismo color mareado que cubre parte de largos rizos negros. Me la voy a
llevar.
El Jimmy me miró como queriendo preguntarme
dónde ella acomodaría esas cosas. Le hice otra seña, que entendió, como que todo
iría para su habitación en Morovis. Para que la haga sentir más en casa. Para que
no extrañe gallera como se decía “enantes”.
Partimos antes de que nos llenara el baúl
con más pertenecías viejas. Sin apagar el carro al llegar, me dijo que no me
olvidara de lo que había traído de la otra casa y que estaba guardado en el
baúl.
Le acomodé lo que me convino sobre la cama.
Le busqué un frasco para las flores plásticas, pero era demasiado liviano y se
ropería con cualquier ráfaga de aire que entrara por la ventana. Entonces le destapé
la urna que tiene en la coqueta y se las acomodé. Ella agarró la muñeca que pensé
que iría sobre la cama como hizo con un bebé que le llevó el Huracán María,
pero no. Con un cariño infantil, le acomodó la faldita del traje para que no se
notara que había perdido un zapato y que ahora la pobre muñeca no se acuerda
donde lo dejó. Con mucho fervor, le hizo un espacio en el borde de la coqueta y
allí la acomodó. Después, ella se sentó encorvada en la cama y, luego de observar
la muñeca, abrió la cartera. De ella extrajo todos los recuerdos gráficos que
pudo acomodar dentro del poco espacio que le queda y se sentó a recordar.
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