lunes, 14 de diciembre de 2020

Yo soy viuda

Me asomo por la puerta de su habitación y la encuentro sentada sobre la cama y en las manos tiene el retrato de la boda de ella que le mandé a ampliar y le coloqué en un marco tallado en madera. Esta vestida de blanco junto a un hombre trigueño delgado vestido de negro con quien compartió cuarenta y cuatro años de su vida. Ambos están frente a un edificio en San Juan. Ambos se ven muy felices. Yo no tengo marido.

 

I.             El deceso

Era la una de la madrugada cuando el estruendo del teléfono me despertó. La voz al otro lado me dice, tu papá se ha puesto malo. Colgué y mi mente sentencia: se murió y ella no quiso decírmelo. Como siempre.

Acto seguido, me vestí y partí para la casa de tres cuartos dormitorios en la segunda planta. Al entrar, vi a mi prima y a su marido junto a ella.  La solemnidad en los rostros y los ojos enrojecidos de ella me confirmaron lo que ya sabía. Subí las escaleras hasta el cuarto donde encontré el cadáver trigueño delgado de mi papá sobre la cama de caoba, con los cuatro pilares sirviéndole de escolta de honor. Estaba tieso en el medio de la cama con un paño apretado alrededor de la cabeza para que la quijada no se le saliera de lugar y también los pies amarrados para que perdieran la forma. Bajé y me senté en el sofá, de frente a mis primos y al lado de ella.

Lo vamos a velar en la funeraria de Puerta de Tierra.  Papi nunca quiso que lo velaran en funeraria, dije. Ella no contestó nada. Al cabo de un rato, mis primos se fueron dejándome solo con ella.

¿Y cuándo murió? Pues estuvo todo el día en la cama. Antes de irse me dijo, ya son las seis y no han venido. Yo le llamé a su sobrina para que se despidieran. ¿Despidieran ellos? ¿No yo? ¡Era a mí a quien quería ver! Para despedirse, fueron las palabras agrias que salieron de mi boca. Bueno, ya es tarde, me contestó para no seguir con el tema.

Nos quedamos callados durante las horas que esperamos a que llegara el empleado funerario. Desde el sofá vimos cómo amaneció. A las siete de la mañana, llegó el coche que se llevaría a mi papá de la casa donde vivió por los últimos catorce años. El hombre sacó una camilla, la abrió y entró. ¿Dónde está el…? Arriba, suba, dijo ella. Necesito ayuda, dijo él. Subí con él a la segunda planta. El funerario y yo cargamos la camilla. Ella se quedó y luego escuché el pasador del portón. Entre el hombre y yo acomodamos el cadáver encima la camilla. Lo cubrimos con una manta roja según mi recuerdo. Ella estaba al frente con la vecina. Se viró cuando nos vio salir. Ayudé a montar la camilla con el cuerpo inerte de mi padre en el coche y entré a la casa. Ella volvió a la casa cuando el vehículo fúnebre se perdió por la esquina de la cuadra.

Volvimos a sentarnos en el sofá sin decir nada por largo rato. Necesito que me lleves a alguna tienda a comprarle un traje a tu papá. ¿Un qué?, fue lo que se me escapó por la boca. ¿Pero tú estás loca? Un hombre que solo usó un gabán nada más que para casarse, ¿y tú le quieres vestirlo de gaban y corbata? Pero hay comprarle ropa nueva para llevarla a la funeraria. Pues si quieres comprar algo, cómprale una guayabera, que es lo que siempre ha vestido. Me imagino que también te comprarás algo. No, ya yo compré lo que me voy a poner hace tiempo. Vamos.

Partimos para la calle Loíza y entramos no sé en qué tienda de ropa de hombres. Allí la viuda compró una guayabera azul cielo También un pantalón negro. Cuando iba a comprarle zapatos, le dije. No. No hacen falta. Me miró extrañada y dejó los zapatos en el estante.

Luego de llevarla a su casa, le dije que regresaría a la mía a descansar. Volvería por ella alrededor de las seis de la tarde.

II.            El velatorio

La puerta estaba abierta cuando regresé a buscarla y entré. Me esperaba sentada en el sofá donde estuvimos varias horas antes. Vestía una chaqueta de seda blanca de mangas tres cuartos y dos tiras que formaban un lazo en el cuello. La falda era completamente negra y calzaba zapatos cerrados que le hacían juego con el medio luto. Tenía la cara lavada sin nada de maquillaje. Cerramos la casa y partimos para la funeraria.

Fue en la Funeraria San Agustín, la funeraria de Puerta de Tierra. Al llegar, nos recibió la dueña. Nos llevó a la capilla donde estaba el féretro con mi padre embalsamado. Un poco más oscuro, mostraba aún los rastros del cáncer que le comió la cara. Un ojo más caído que el otro aún cerrados. El pelo con toda la brillantina, tal vez la misma que él se puso poco antes de morir.

Las luces frías de los tubos fluorescentes alumbraban la capilla con el cuerpo a la entrada, contrario a las luces tenues de la funeraria de mayor costo en sitios exclusivos y foráneos para la gente pobre de Puerta de Tierra. Un reclinatorio lo acompañada por si alguien quisiese rezarle un rosario. Salí de la capilla tan pronto vi a mi madre darle un beso aquello que estaba en aquel cuadrado de madera. La funeraria se llenó porque el esposo de la billetera de Puerta de Tierra se había muerto. Ella lo veló allí por la misma razón. Los conocidos y desconocidos se acercaron y me acompañaron en la pena. Era un buen hombre, pobre Toñita.

Me mantuve en el recibidor lo más que pude porque no quería ser partícipe del montaje de mi madre. Era como si hubiese tenido un manual de cómo se entierra al marido y ella lo había seguido al pie de la letra. Apanas podía hablar porque la afonía me acompaño desde la madrugada fría. Solo pensaba en el espíritu de mi padre, en lo que estuviese diciendo en ese preciso momento en que su cuerpo estaba expuesto en la capilla de una funeraria que nunca quiso.

Luego de un rato, regresé a la capilla. Estaba ella sentada en medio del salón contando con lujo de detalles cómo le cerró los ojos al difunto, que ella le rezó sola, que ella estuvo con él hasta que se fue, todo lo que hizo para que nada se le saliera de sitio. Volví a salir hasta que nos tocó irnos porque cerraban la funeraria a las once de la noche.

III.          El entierro

Al otro día, llegamos como a las diez de la mañana. En la funeraria estaba el cuerpo de mi padre. Solo. No había nadie más. Ya ella había hablado en el cementerio para que nos esperaran alrededor de las once. Pero antes había que trasladarle a la iglesia para la misa de cuerpo presente. Me sorprendió la presencia de un capitán de la policía del cuartel de Puerta de Tierra. Tal vez, algún cliente de la billetera.

Pero no, luego de la misa y de que entraran la caja en el coche fúnebre, ella se sentó al lado del chófer del coche y lo dirigió en la ruta que se tomaría hasta llegar al cementerio. Yo me monté en mi carro con mi tía. Al frente de la comitiva, iban dos motoras policiacas que escoltaban la comitiva. Juntos salimos de la Iglesia San Agustín y bajamos por la calle Matías Ledesma. Tal vez sería para que el espíritu se despidiera de los lugares donde vivió alrededor de veintisiete años, incluidos los lugares donde mi padre se metía a darse su cerveza: el negocio de Pepín, el Romance y el bar Falansterio. Al llegar a la Fernández Juncos, doblamos a la izquierda y volvimos a subir para llegar a la calle San Agustín. De ahí la comitiva partió por la Baldorioty de Castro hasta llegar a la calle Del Valle, el último sitio donde vivió mi padre. El fúnebre viró a la derecha y subimos por toda la calle Del Valle. En la Eduardo Conde, viramos en dirección del Cementerio de Villa Palmeras. Las puertas estaba ya abiertas en espera del difunto y su séquito.

La tumba a la que mi madre tenía derecho estaba al fondo del cementerio. Todos los carros se aparcaron en el estrecho espacio no dispuesto para ello. Todos caminamos hasta el final donde estaba la tumba abierta. Un primo de mi padre me pide, Despide el duelo. No tengo voz, le indiqué. La afonía no me permita hacerlo. De haberlo hecho, se corrían el riesgo de que hiciera un retrato de un hombre rudo, terco (algo que no hubiese sentado bien), pero hubiese continuado diciendo que era un ser de principio y de honor. Un hombre trabajador que hizo lo mejor que pudo con lo que tuvo. Falto de amor en su infancia, pero que dio del poco que logró obtener. Pero no me salió sonido alguno. El primo despidió el duelo.

 

Levantó la vista al escucharme. Mira, esta soy yo. Y este es mi marido, dijo pasándole la mano al cristal del marco para sacarle el poco polvo que tenía. Luego se levantó y la colocó en el mismo lugar que ha estado durante estos nueve meses que ella no recuerda llevamos viviendo juntos. Yo soy viuda, terminó diciendo.

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