martes, 28 de abril de 2015

Redención

A quien todos los profetas anunciaron,
la Virgen esperó con inefable amor de madre,
 Juan lo proclamó ya próximo
 y señaló después entre los hombre.
Prefacio de Adviento, II
Hasta aquel día, Juan soportó el abuso sin queja, pero todos sabían. Rogó a Dios y, por años, pareció que Él no lo escuchó. Señor, suban a tu presencia nuestras súplicas… Se rebeló. Salió del pupitre y, en cuclillas, escogió el mamotreto más pesado: la biblia que le regaló su madre el día de la confirmación. …y colma en tus siervos los deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio admirable… La revelación apabullaba su mente. Lo comandaba.
El viento ascendente ululaba el presagio según entraba por los ventanales que enmarcaban el horizonte distante del Bajamar. Era la brisa cortante del período de Adviento. El cielo vespertino se tornó gris. No temais. Los adornos navideños pegados con cinta adhesiva sobre las pizarras bailaban como si aplaudieran las intenciones de Juan. Algunos huyeron por la puerta para no ser testigos, para no tener que negar. Señor, que fructifique en nosotros la celebración de estos sacramentos con los que tú nos enseñas, ya en nuestra vida mortal.
Estuvo decidido y así sería. En el primer pupitre estaba Fer; de espaldas a él. Con aquel libro sagrado administraría la extremaunción a quien lo flageló por años. La redención de Juan llegaría cuando aplastara la cabeza a Fer como hizo María con la serpiente. El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa.
Los compañeros de clase notaron las intenciones de Juan y, como Pedro apóstol, tres veces se negaron a denunciar lo que vieron. Justificaron su silencio. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. La estridencia del raspado de la tiza de la hermana Caridad al escribir en la pizarra fue contrapunto de aquella expectativa siniestra.
El joven caminó autómata hasta el principio de la fila. El tramo corto por aquel pasillo se hizo infinito, como los cuarenta días en el desierto. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Juan alimentó su ira con el recuerdo: los golpes constantes que recibió desde el quinto grado con cualquier objeto que Fer pudiera agredirle; cuando intentó desnudarlo en la cancha de baloncesto delante de las compañeras de clase; los años en que lo pegó a la pared contraria a los urinales y rozó el sexo contra su cuerpo; la risa burlona al dejarlo abatido en el piso con los ojos hinchados de rojo vivo, rojo sangre.
 La cara se le calentó. La vista se le nubló, el enojo le provocó llanto, llanto purulento. Aguantó la respiración. No respiraría hasta terminar. Por años los demás lo vieron tirado en el piso y lo dejaron sufriendo los golpes. Ninguno hizo nada, nadie. A todos debería sacarlos de su recuerdo, de su presencia. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvarás.
Ni siquiera su madre estuvo de su parte cuando le suplicó que lo cambiara de escuela. Para ella estaba por encima que él se graduara de aquel colegio privado y de principios religiosos. De amor, de fe, de esperanza y caridad. Hijo de Dios, padre que vive y reina por los siglos de los siglos. Sería el primero en terminar la secundaria, gloria a Dios. Su padre hacía un gran sacrificio para que él obtuviera la instrucción que ellos no tuvieron porque trabajaron desde niños para echar la familia adelante. Por qué no podía esperar un poco más, insistió su madre. Ya no faltaba nada para graduarse, un año más y entraría a la universidad, con beca, con honores. Sería más que ellos. Sería un profesional y tendría un trabajo prestigioso. Saldría de pobre, bienaventurado. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará.
Juan se estrujó la mano zurda por la cara para secarse las lágrimas. Porque han brotado las aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque; lo reseco, un manantial. Era imperativo. Hoy era el día supremo. Después, la paz inundaría su espíritu. Todos lo respetarían, bienaventurado. Nadie se burlaría más de él. No habrá allí leones, ni se acercarán las bestias feroces.
Juan levantó el libro sacrosanto lo más que pudo y lo dejó caer con fuerza sobre la cabeza de Fer. El golpe fue contundente, un sonido plomizo estremeció el recinto. El cuello se contrajo como el de una jicotea. Dios anuncia la paz. El corpulento estudiante se desplomó sobre el pupitre. La justicia y la paz se besan. La compañera sentada al lado de Fer gritó sin parar. La monja dejó de garabatear en la pizarra. Increpó a Juan, pero él estaba sordo. La justicia mira desde el cielo. La justicia marchará ante él. Era otro. Vivía al otro al lado del espectro, a oscuras, a ciegas. Por primera vez rio con fuerza. Hombre, tus pecados están perdonados. Según profetizado, un humo negro emergió de la nada y lo vistió de rey con un lienzo en tonos de gris responsorial. Del bolsillo del pantalón de Juan emergió una serpiente de ojos centelleantes que ascendió y se encorvó sobre su coronilla cual adorno de faraón. Todos quedaron asombrados y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: hoy hemos visto cosas admirables.
Los gritos mudos de la monja no evitaron que Juan se marchara absorto, en trance. Gritadle: que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen. Corrió escaleras abajo. Grita. La risa se encogía según descendía del tercer nivel. Haló los portones y salió a la calle. Libre, liberto, liberado. La euforia del momento emancipador evitó que viera el coche fúnebre desnudo de flores que se acercaba a toda prisa. Mirad, Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina. El frenazo proclamó que el ángel de la muerte ganaba la batalla a María. Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuando lo llena. En la cara de Juan quedó retratada la hermosura de la redención.

Desde Bajamar, el viento ascendente ululó. Fue la brisa cortante del período de Adviento. Gritadle: que se ha cumplido su servicio, que está pagado su crimen. El cielo vespertino oscureció. Eran las tres.

No hay comentarios:

Publicar un comentario