La
primera noche buscó a Nora y la encontró en el callejón de los Méndez; la
segunda, la invitó y ella le dijo que no; la tercera, ella habló con Ricardo a
solas frente a las puertas del altar mayor de la Iglesia San Agustín cuando salía
de la novena del Perpetuo Soccorro; la cuarta, le aceptó tomar un café en La
Bombonera; la quinta, entre manoseos desenfrenados y como prueba de su amor por
él, accedió a ser su mujer en la parte trasera del Chevrolet Bel Air; la sexta,
Ricardo ya no la conocía. Tan pronto se enteró de que ella pariría un hijo suyo,
se escondió; empacó sus motetes, renunció a la Policía, y se mudó con la mujer
y los hijos a Nueva York.
***
Han pasado cinco años desde que comenzó todo en el suburbio
de San Juan llamado La Puerta de Tierra. Cinco años desde que Nora Villegas Quirindongo parió a Ricardito en
aquel predio
de barro salitrado de cerveza, ron, lascivia condonada con agua bendita porque
lo protege el manto de la Virgen Santa de la Providencia, madre de clemencia y
honor del Caribe. Barrio carnavalizado de religión cuaresmal, amalgamada con
superchería y espiritismo del de Allan Cardec. En el barrio en que se propagó
la pobreza, la peonada, la ralea vis a vis la realeza española escondida tras
las murallas de San Juan, tras las puertas que daban a la tierra. Allí quedó sentenciada a vivir toda
su vida.
Ahora, robótizada, corta y condimenta la carne para la cena. Con frecuencia, la
tristeza le transfigura el rostro al acordarse de Ricardo. Suspira ante el
recuerdo del policía dotado y musculoso que trabajó en el cuartel de la
Fernández Juncos esquina con la calle Matías Ledesma. Ricardo, quien la engañó
y le dejó como recuerdo a Ricardito.
Nora levanta la mirada y nota su
reflejo transparente en el vidrio de la pequeña alacena de madera pintada de
blanco; se remonta a su adolescencia feliz en que el arrabal la bautizaba como
la reina de la belleza negra, a la época en que vivía en El callejón de los cuernos; a cuando era ella: Nora Villegas
Quirindongo, La Nora. (Nora, cuyo nombre
según el almanaque Bristol significa «en mala hora», y así fue su vida, una
mala hora desde que nació en el año 1950 a las doce de la medianoche hasta que
murió).
Con nostalgia, recuerda la voluptuosidad que ya no tenía. A los
hombres del barrio que salivaron por ella y la desearon, y cuánto se deleitó
ella. Recuerda a las mujeres que
la envidiaron. Se imagina otra vez con la falda en forma de tubo pintada sobre la
piel y volvió a en frente a los que la apetecían cuando bajaba por la calle a
esperar la pisicorre que la llevaría a San Juan, a su trabajo como practicante
de secretaria en la oficina de un médico muy afamado.
Recuerda también cómo, según se
acercaba al cuartel de la Policía, se alborotaba el coro uniformado que la
esperaba todas las mañanas para vitorearla e imaginarla desnuda. Los que
adularon los glúteos de la Ninón Sevilla puertorriqueña, como la habían
bautizado; a los que se imaginaron mamar los pechos sinuosos y hambrientos de
caricias. Otra vez le viene a la mente el que le piropeaba el lunar parecido al
mapa de Estados Unidos que le marcaba la pantorrilla derecha como consecuencia
de un vitíligo incipiente: su preferido, su Ricardo. No los miraba; solamente
se reía para sus adentros y se remeneaba más. El mundo era de ella.
Los golpes del cuchillo contra el
tablón de madera se intensifican al revivir la vergüenza como consecuencia de
la infamia; la vuelve a invadir el desprecio hacia el Ricardo canalla que la
dejó estigmatizada como mujer licenciosa. El arrabal la llamó La negra que se revolcó con Satanás; la
ingenua, la tonta, la bruta y otros halagos más burdos que se negaba a evocar.
Después de la graduación de
escuela superior seguida del nacimiento de Ricardito, su mundo se trastocó. El
médico la cesanteó porque no quería secretarias con hijos. Se le hizo imposible
conseguir otro trabajo por haber aumentado de peso y no tenía dinero para ropa
nueva. Tuvo que conformarse con la que se le quedó o le regalaron. La ayuda del
Bienestar Público fue insuficiente para mantenerla a ella y a su crío. Lloró en
las noches al verse arrinconada y con un futuro desesperanzador. Se sintió
insuficiente, que sola no podría subsistir. Era infeliz, pero tenía un hijo y
tenía que seguir viviendo.
Como escape, se amancebó con un
matón a sueldo maltratante, despiadado y acomplejado, al que apodaban Veneno.
El convenio implícito fue sexo por manutención. La urgencia de mantener
alimentado a su hijo y la ilusión de poseer un mínimo de comodidades la
llevaron a no anticipar lo que era evidente. Un año más tarde, vivía hastiada
del misógino que la quebraba emocionalmente y la hartaba a palizas continuas.
Lo despreciaba todavía más por los epítetos diarios relacionados con su
gordura. Vivía presa del desamor. Ansiaba el momento en que un batallón de
policías irrumpiera en la vivienda y se lo llevara acusado de cualquier
asesinato fabricado o real. Acostumbrada al maltrato se hizo inmune al dolor.
Se transformó en lo que la acusaron e hizo lo que juró no hacer jamás.
La bofetada de Veneno la devuelve
a la realidad cuando le reclama: ¿qué pasa con la comida? Nora abre los ojos,
de los que escapa todo el odio en ella. Tal gesto lo exacerba más. La agarra
por el cuello y lo aprieta. Los gritos del pequeño hacen que Veneno afloje el agarre.
—Quiero escuchar las carreras de
caballos en paz y no quiero al incordio jodiendo en la sala. Vete a El
Trampolín, me compras una caneca de ron y que te la apunten. ¡Ah! y un paquete
de Chesterfield —da la espalda y sale de la cocina. Ella endurece más la mirada
y termina espetando el cuchillo en el picador a centímetros de cercenarse el
dedo índice de la mano contraria.
Días más tarde de ella enviar a Ricardito a vivir con su abuela para librarlo de los abusos, Nora está sentada
en la mesa del comedor con china congelada en la mano. (Alguien le comentó que
ingerir frutas congeladas provoca que se coma menos y sirve para rebajar). Presta
a partirla en cuñas para devorarla, se le resbala de las manos. Al caer al piso hace un ruido plomizo. Ella la
agarra y palpa su dureza. Su cara resplandece y se llena de ilusión: «Esta
china podría ser un arma perfecta para… ¡Bah!, con esta china yo me atrevería
a… El doctor decía que un golpetazo en la sien…». Enseguida se le escapa una
carcajada, suelta la china y se tapa la boca como cuando era niña.
***
A la semana siguiente, dos policías del mismo cuartel donde La Nora fue diosa llaman a la
puerta de un apartamento en el caserío San Agustín luego de haber recibido una
llamada anónima. La voz informó de una peste a carne podrida que
emanaba de dentro de una de las viviendas. Como nadie contesta tras llamar
varias veces, los agentes de orden público patean la puerta y entran con armas
en mano. Al llegar a la cocina, se topan con un cuerpo tirado en el piso sobre
un baño de sangre seca y a punto de reventar. La cara está desfigurada. La
pantorrilla derecha muestra un lunar parecido al mapa de Estados Unidos, y sobre
la garra izquierda hay una china en estado de descomposición.
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