viernes, 17 de abril de 2015

La venganza de la Nora

La primera noche buscó a Nora y la encontró en el callejón de los Méndez; la segunda, la invitó y ella le dijo que no; la tercera, ella habló con Ricardo a solas frente a las puertas del altar mayor de la Iglesia San Agustín cuando salía de la novena del Perpetuo Soccorro; la cuarta, le aceptó tomar un café en La Bombonera; la quinta, entre manoseos desenfrenados y como prueba de su amor por él, accedió a ser su mujer en la parte trasera del Chevrolet Bel Air; la sexta, Ricardo ya no la conocía. Tan pronto se enteró de que ella pariría un hijo suyo, se escondió; empacó sus motetes, renunció a la Policía, y se mudó con la mujer y los hijos a Nueva York.
***
Han pasado cinco años desde que comenzó todo en el suburbio de San Juan llamado La Puerta de Tierra. Cinco años desde que Nora Villegas Quirindongo parió a Ricardito en aquel predio de barro salitrado de cerveza, ron, lascivia condonada con agua bendita porque lo protege el manto de la Virgen Santa de la Providencia, madre de clemencia y honor del Caribe. Barrio carnavalizado de religión cuaresmal, amalgamada con superchería y espiritismo del de Allan Cardec. En el barrio en que se propagó la pobreza, la peonada, la ralea vis a vis la realeza española escondida tras las murallas de San Juan, tras las puertas que daban a la tierra. Allí quedó sentenciada a vivir toda su vida.
Ahora, robótizada, corta y condimenta la carne para la cena. Con frecuencia, la tristeza le transfigura el rostro al acordarse de Ricardo. Suspira ante el recuerdo del policía dotado y musculoso que trabajó en el cuartel de la Fernández Juncos esquina con la calle Matías Ledesma. Ricardo, quien la engañó y le dejó como recuerdo a Ricardito.
Nora levanta la mirada y nota su reflejo transparente en el vidrio de la pequeña alacena de madera pintada de blanco; se remonta a su adolescencia feliz en que el arrabal la bautizaba como la reina de la belleza negra, a la época en que vivía en El callejón de los cuernos; a cuando era ella: Nora Villegas Quirindongo, La Nora. (Nora, cuyo nombre según el almanaque Bristol significa «en mala hora», y así fue su vida, una mala hora desde que nació en el año 1950 a las doce de la medianoche hasta que murió).
Con nostalgia, recuerda la voluptuosidad que ya no tenía. A los hombres del barrio que salivaron por ella y la desearon, y cuánto se deleitó ella. Recuerda a las mujeres que la envidiaron. Se imagina otra vez con la falda en forma de tubo pintada sobre la piel y volvió a en frente a los que la apetecían cuando bajaba por la calle a esperar la pisicorre que la llevaría a San Juan, a su trabajo como practicante de secretaria en la oficina de un médico muy afamado.
Recuerda también cómo, según se acercaba al cuartel de la Policía, se alborotaba el coro uniformado que la esperaba todas las mañanas para vitorearla e imaginarla desnuda. Los que adularon los glúteos de la Ninón Sevilla puertorriqueña, como la habían bautizado; a los que se imaginaron mamar los pechos sinuosos y hambrientos de caricias. Otra vez le viene a la mente el que le piropeaba el lunar parecido al mapa de Estados Unidos que le marcaba la pantorrilla derecha como consecuencia de un vitíligo incipiente: su preferido, su Ricardo. No los miraba; solamente se reía para sus adentros y se remeneaba más. El mundo era de ella.
Los golpes del cuchillo contra el tablón de madera se intensifican al revivir la vergüenza como consecuencia de la infamia; la vuelve a invadir el desprecio hacia el Ricardo canalla que la dejó estigmatizada como mujer licenciosa. El arrabal la llamó La negra que se revolcó con Satanás; la ingenua, la tonta, la bruta y otros halagos más burdos que se negaba a evocar.
Después de la graduación de escuela superior seguida del nacimiento de Ricardito, su mundo se trastocó. El médico la cesanteó porque no quería secretarias con hijos. Se le hizo imposible conseguir otro trabajo por haber aumentado de peso y no tenía dinero para ropa nueva. Tuvo que conformarse con la que se le quedó o le regalaron. La ayuda del Bienestar Público fue insuficiente para mantenerla a ella y a su crío. Lloró en las noches al verse arrinconada y con un futuro desesperanzador. Se sintió insuficiente, que sola no podría subsistir. Era infeliz, pero tenía un hijo y tenía que seguir viviendo.
Como escape, se amancebó con un matón a sueldo maltratante, despiadado y acomplejado, al que apodaban Veneno. El convenio implícito fue sexo por manutención. La urgencia de mantener alimentado a su hijo y la ilusión de poseer un mínimo de comodidades la llevaron a no anticipar lo que era evidente. Un año más tarde, vivía hastiada del misógino que la quebraba emocionalmente y la hartaba a palizas continuas. Lo despreciaba todavía más por los epítetos diarios relacionados con su gordura. Vivía presa del desamor. Ansiaba el momento en que un batallón de policías irrumpiera en la vivienda y se lo llevara acusado de cualquier asesinato fabricado o real. Acostumbrada al maltrato se hizo inmune al dolor. Se transformó en lo que la acusaron e hizo lo que juró no hacer jamás.
La bofetada de Veneno la devuelve a la realidad cuando le reclama: ¿qué pasa con la comida? Nora abre los ojos, de los que escapa todo el odio en ella. Tal gesto lo exacerba más. La agarra por el cuello y lo aprieta. Los gritos del pequeño hacen que Veneno afloje el agarre. 
—Quiero escuchar las carreras de caballos en paz y no quiero al incordio jodiendo en la sala. Vete a El Trampolín, me compras una caneca de ron y que te la apunten. ¡Ah! y un paquete de Chesterfield —da la espalda y sale de la cocina. Ella endurece más la mirada y termina espetando el cuchillo en el picador a centímetros de cercenarse el dedo índice de la mano contraria.
Días más tarde de ella enviar a Ricardito a vivir con su abuela para librarlo de los abusos, Nora está sentada en la mesa del comedor con china congelada en la mano. (Alguien le comentó que ingerir frutas congeladas provoca que se coma menos y sirve para rebajar). Presta a partirla en cuñas para devorarla, se le resbala de las manos.  Al caer al piso hace un ruido plomizo. Ella la agarra y palpa su dureza. Su cara resplandece y se llena de ilusión: «Esta china podría ser un arma perfecta para… ¡Bah!, con esta china yo me atrevería a… El doctor decía que un golpetazo en la sien…». Enseguida se le escapa una carcajada, suelta la china y se tapa la boca como cuando era niña.
***
A la semana siguiente, dos policías del mismo cuartel donde La Nora fue diosa llaman a la puerta de un apartamento en el caserío San Agustín luego de haber recibido una llamada anónima. La voz informó de una peste a carne podrida que emanaba de dentro de una de las viviendas. Como nadie contesta tras llamar varias veces, los agentes de orden público patean la puerta y entran con armas en mano. Al llegar a la cocina, se topan con un cuerpo tirado en el piso sobre un baño de sangre seca y a punto de reventar. La cara está desfigurada. La pantorrilla derecha muestra un lunar parecido al mapa de Estados Unidos, y sobre la garra izquierda hay una china en estado de descomposición. 


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