Después de
un año, regreso a la oficina. El sillón de ruedas apenas entra por la puerta. Todo
está según lo dejé aquel viernes. Es como si nadie quisiera ensuciarse con todo
lo negativo que inundó mi oficina el día que me balearon.
Sobre el
escritorio de madera construido por reos de la institución penal está todavía
el expediente de Miguel Montalvo. Detenido en el tiempo luego de que
clausuraran la oficina que tanto me gustara porque es la de la esquina que mira
a la avenida Ponce de León. La de más luz. Hoy empolvada de lamentos. Acerco la
silla al escritorio y veo la nota grapada sobre la hoja de seguimiento manuscrita
que lee: Preparar moción de revocación de probatoria si liberado a prueba se
niega a volver a tratamiento contra la adicción.
Levanto la
hoja de progreso y repaso los datos generales de Miguel: varón de 40 años. Vive
en el residencial ***, divorciado. Adicto a drogas y posible distribuidor. Padre
de tres hijos. Tres hijos, recuerdo y la fotografía de aquel día se develan
claros a mi mente.
Cité a Miguel
y lo confronté. Me negó que estuviese usando heroína. Le advertí que, de no
regresar a un tratamiento, se exponía a que se le revocara la sentencia
suspendida. La pequeña que le acompañaba me asentía como diciendo que sí, que
yo tenía razón, pero la cara de Miguel mostraba lo contrario. Su mirada
desorbitada delataba el desespero del adicto, el temor al encierro. Discutimos las
opciones posibles. Luego de un momento me dijo desafiante: «Yo no vuelvo preso,
mister. Primero me mato y mato a mis
hijos». Enseguida estiró el brazo y pegó la niña contra su costado. Tan pronto
logré tranquilizarlo, salí de la oficina con la excusa de buscar un bolígrafo.
Llamé al Juez para que emitiera una orden de arresto contra Miguel. A la
supervisora le solicité que se comunicara con los alguaciles para que, tan
pronto recibiera la orden del tribunal, arrestaran a Miguel allí mismo en la
oficina. A otra compañera se pedí que se encargara de separar a la niña de su
papá para evitar que la convirtiera en rehén.
Intenté
razonar con Miguel por cerca de diez minutos. Ponderamos las opciones para que
él regresara a algún tratamiento. No quiso. Yo era consciente de que no era
tratamiento contra las drogas lo que necesitaba, era tratamiento psiquiátrico. Miguel
quedó muy mal luego de que su mujer muriera como consecuencia de una bala mal que
estaba dirigida a él cuando era el segundo en el punto de drogas. «¿Y mis
hijos, qué pasaría con ellos?», me preguntó. «Se pueden quedar con tu hermano
allí mismo», le dije. «Jamás», fue su respuesta. Su pequeña, a quien no dejaba
sola desde el incidente fatal y quien siempre lo acompañaba a todas las citas, frunció
el ceño y me negó con la cabeza.
La
presencia de mi compañera fue la certeza de que todo estaba listo para el
arresto. Le hice seña con la cabeza y ella entró y le pidió a la niña que la
acompañara para darle un dulce. Miguel trató de sujetarla, pero la pequeña se
pegó a la pared contraria a él. Tanto ella como su padre comprendieron lo que
acontecería. Miguel se puso de pie, agarró a la niña por el cuello y me gritó:
«No voy preso, mister. Me voy al
infierno y me la llevo a ella». Los alguaciles irrumpieron en la oficina. Mi
compañera logró arrebatarle a la niña de las manos del padre. Miguel forcejeó. Entre
tanto, uno de los alguaciles buscó la manera de someterlo a obediencia sin
ningún resultado. El otro desenfundó el revólver y, con la culata, golpeó a
Miguel por la cabeza. La niña gritó. Pensé que su desconsuelo era por el
encarcelamiento de su papa, pero no. Entendí cuando gritó: «No, mis hermanitos,
mis hermanitos. Están solos. Encerrados».
Luego de
que se llevaran a Miguel, la niña me contó de sus dos hermanos. Que estaban
solos en la casa. El mayor de doce años era quien se hacía cargo de ellos cuando
el padre los dejaba solos para «capear». El del medio tenía seis años y no
hablaba. «Hay que buscarlos, mister.
Si no van se van a morir de hambre si no los buscamos. No pueden salir».
Volví a
llamar a la oficina de los alguaciles para que dos más me acompañaran al residencial.
Nadie me preparó para lo que vivimos aquel día.
Llegamos. La
niña nos dirigió a un apartamento en un segundo piso. Como no había llave,
tumbamos la puerta a patadas. Nos quedamos sin aliento ante el bofetón
putrefacto. El piso estaba sucio, apestoso a orín. Al lado de la nevera había
una montaña de desperdicios podridos. Frente a ella, había tres perros sarnosos
buscando qué comer. Ninguno se interesó en nosotros. Ninguno ladró. El alguacil
abrió las ventanas para que entrara la luz a la habitación y que escapara un
poco la peste porqueriza. La niña me haló por la mano y me llevó hasta el
cuarto cerrado con un candado. Con la culata del revólver logramos arrancar el
metal del que colgaba el candado. De dentro escuchamos gritos de infantiles. Afuera,
la niña ahora volvía a llorar. El estruendo de la puerta al abrirse dejó
escapar otro vaho putrefacto. Las ventanas de aquella habitación estaban selladas
de hollín; lo que concentraba más el hedor a excremento. Por poco vomito ante
aquel cuadro. Dos sacos de huesos se abrazaban. Uno de ellos estaba sujeto con
una cadena por el tobillo. Estaban desnudos. La niña corrió y los abrazó. Quedé
estupefacto. Era inconcebible que en el siglo veinte viviera gente como
aquellos cuatro. El encadenado emitió unos sonidos guturales. La chiquita le
decía: «No, Carlitos. Estos señores nos van a tratar bien. No llores». ¿Aquel
sonido era un llanto? No pude contener el mío. Le pedí un cigarrillo a uno de
los curiosos porque el deseo intenso de fumar me regresó luego de quince años
de abstinencia. Tenía una hija y jamás la hubiera tratado como este hombre trató
a estos niños. Por iniciativa propia, el alguacil llamó por el radio teléfono a
la oficina para que nos enviaran a alguien del Departamento de servicios
sociales.
A las siete
de la noche, con la ayuda de varios vecinos, logramos que los niños estuvieran
aseados. El mayor se ocupó de su hermano que apenas podía caminar. Mandé a
buscar comida del Burger King más cercano. Se sentaron los tres en un sofá desvencijado
y devoraron los alimentos. Los niños parecían otros. No, no parecían; eran
otros. Los curiosos indignados se agruparon frente a la entrada del
apartamiento. Juraron que si se encontraban con Miguel lo lincharían. Ninguno
sabía nada.
Llegaron
los empleados del Departamento de servicios sociales. Le supliqué a la
trabajadora social que los mantuviera juntos, que entre ellos había una
relación muy especial, la que se da entre hijos del maltrato. Ella me garantizó
que no los separarían. De camino hacia el carro del alguacil, de entre la
oscuridad escuché a alguien que gritaba: «¿Dónde está el desgraciado de mi
hermano? Por encima de mi cadáver se llevan a mis sobrinos. Son mis sobrinos». El
alguacil gritó: «Trae un arma». Por encontrarme de espaldas, no me dio tiempo a
ver quién gritaba ni lo que acontecería después. Lo único que sentí fue el
calentón en la espalda baja, la ropa mojada y no supe más.
Durante mi
etapa de recuperación, me comuniqué con el alguacil. Miguel no aguantó el
castigo en el penal. La voz del maltrato se propagó y el reo terminó colgado.
Suicidio fue la conclusión. A los pequeños, por instrucciones de la supervisora
de área, los separaron. La nena la adoptó una familia adinerada porque era la
más clara de piel y de ojos verdes. El pequeño lo recluyeron en una instalación
psiquiátrica. El mayor escapó del hogar de menores. Intentó buscar a su
hermana, pero la policía lo confundió con un ladrón. Tres meses más tarde, descansaba
sobre una plancha de metal.
Recogí todo
lo que era mío. En la carátula del expediente de Miguel Montalvo, escribí: cerrar
y archivar. La secretaria me trajo la carta de renuncia y el informe final para
el tribunal. Luego de leer ambos documentos, los firmé y los dejé sobre el
escritorio. Lo único que me llevé conmigo fue paraplejia y el recuerdo de
Miguel.
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