jueves, 16 de abril de 2015

El recuerdo de Miguel


Después de un año, regreso a la oficina. El sillón de ruedas apenas entra por la puerta. Todo está según lo dejé aquel viernes. Es como si nadie quisiera ensuciarse con todo lo negativo que inundó mi oficina el día que me balearon.

Sobre el escritorio de madera construido por reos de la institución penal está todavía el expediente de Miguel Montalvo. Detenido en el tiempo luego de que clausuraran la oficina que tanto me gustara porque es la de la esquina que mira a la avenida Ponce de León. La de más luz. Hoy empolvada de lamentos. Acerco la silla al escritorio y veo la nota grapada sobre la hoja de seguimiento manuscrita que lee: Preparar moción de revocación de probatoria si liberado a prueba se niega a volver a tratamiento contra la adicción.

Levanto la hoja de progreso y repaso los datos generales de Miguel: varón de 40 años. Vive en el residencial ***, divorciado. Adicto a drogas y posible distribuidor. Padre de tres hijos. Tres hijos, recuerdo y la fotografía de aquel día se develan claros a mi mente.


Cité a Miguel y lo confronté. Me negó que estuviese usando heroína. Le advertí que, de no regresar a un tratamiento, se exponía a que se le revocara la sentencia suspendida. La pequeña que le acompañaba me asentía como diciendo que sí, que yo tenía razón, pero la cara de Miguel mostraba lo contrario. Su mirada desorbitada delataba el desespero del adicto, el temor al encierro. Discutimos las opciones posibles. Luego de un momento me dijo desafiante: «Yo no vuelvo preso, mister. Primero me mato y mato a mis hijos». Enseguida estiró el brazo y pegó la niña contra su costado. Tan pronto logré tranquilizarlo, salí de la oficina con la excusa de buscar un bolígrafo. Llamé al Juez para que emitiera una orden de arresto contra Miguel. A la supervisora le solicité que se comunicara con los alguaciles para que, tan pronto recibiera la orden del tribunal, arrestaran a Miguel allí mismo en la oficina. A otra compañera se pedí que se encargara de separar a la niña de su papá para evitar que la convirtiera en rehén.

Intenté razonar con Miguel por cerca de diez minutos. Ponderamos las opciones para que él regresara a algún tratamiento. No quiso. Yo era consciente de que no era tratamiento contra las drogas lo que necesitaba, era tratamiento psiquiátrico. Miguel quedó muy mal luego de que su mujer muriera como consecuencia de una bala mal que estaba dirigida a él cuando era el segundo en el punto de drogas. «¿Y mis hijos, qué pasaría con ellos?», me preguntó. «Se pueden quedar con tu hermano allí mismo», le dije. «Jamás», fue su respuesta. Su pequeña, a quien no dejaba sola desde el incidente fatal y quien siempre lo acompañaba a todas las citas, frunció el ceño y me negó con la cabeza.

La presencia de mi compañera fue la certeza de que todo estaba listo para el arresto. Le hice seña con la cabeza y ella entró y le pidió a la niña que la acompañara para darle un dulce. Miguel trató de sujetarla, pero la pequeña se pegó a la pared contraria a él. Tanto ella como su padre comprendieron lo que acontecería. Miguel se puso de pie, agarró a la niña por el cuello y me gritó: «No voy preso, mister. Me voy al infierno y me la llevo a ella». Los alguaciles irrumpieron en la oficina. Mi compañera logró arrebatarle a la niña de las manos del padre. Miguel forcejeó. Entre tanto, uno de los alguaciles buscó la manera de someterlo a obediencia sin ningún resultado. El otro desenfundó el revólver y, con la culata, golpeó a Miguel por la cabeza. La niña gritó. Pensé que su desconsuelo era por el encarcelamiento de su papa, pero no. Entendí cuando gritó: «No, mis hermanitos, mis hermanitos. Están solos. Encerrados».

Luego de que se llevaran a Miguel, la niña me contó de sus dos hermanos. Que estaban solos en la casa. El mayor de doce años era quien se hacía cargo de ellos cuando el padre los dejaba solos para «capear». El del medio tenía seis años y no hablaba. «Hay que buscarlos, mister. Si no van se van a morir de hambre si no los buscamos. No pueden salir».

Volví a llamar a la oficina de los alguaciles para que dos más me acompañaran al residencial. Nadie me preparó para lo que vivimos aquel día.

Llegamos. La niña nos dirigió a un apartamento en un segundo piso. Como no había llave, tumbamos la puerta a patadas. Nos quedamos sin aliento ante el bofetón putrefacto. El piso estaba sucio, apestoso a orín. Al lado de la nevera había una montaña de desperdicios podridos. Frente a ella, había tres perros sarnosos buscando qué comer. Ninguno se interesó en nosotros. Ninguno ladró. El alguacil abrió las ventanas para que entrara la luz a la habitación y que escapara un poco la peste porqueriza. La niña me haló por la mano y me llevó hasta el cuarto cerrado con un candado. Con la culata del revólver logramos arrancar el metal del que colgaba el candado. De dentro escuchamos gritos de infantiles. Afuera, la niña ahora volvía a llorar. El estruendo de la puerta al abrirse dejó escapar otro vaho putrefacto. Las ventanas de aquella habitación estaban selladas de hollín; lo que concentraba más el hedor a excremento. Por poco vomito ante aquel cuadro. Dos sacos de huesos se abrazaban. Uno de ellos estaba sujeto con una cadena por el tobillo. Estaban desnudos. La niña corrió y los abrazó. Quedé estupefacto. Era inconcebible que en el siglo veinte viviera gente como aquellos cuatro. El encadenado emitió unos sonidos guturales. La chiquita le decía: «No, Carlitos. Estos señores nos van a tratar bien. No llores». ¿Aquel sonido era un llanto? No pude contener el mío. Le pedí un cigarrillo a uno de los curiosos porque el deseo intenso de fumar me regresó luego de quince años de abstinencia. Tenía una hija y jamás la hubiera tratado como este hombre trató a estos niños. Por iniciativa propia, el alguacil llamó por el radio teléfono a la oficina para que nos enviaran a alguien del Departamento de servicios sociales.

A las siete de la noche, con la ayuda de varios vecinos, logramos que los niños estuvieran aseados. El mayor se ocupó de su hermano que apenas podía caminar. Mandé a buscar comida del Burger King más cercano. Se sentaron los tres en un sofá desvencijado y devoraron los alimentos. Los niños parecían otros. No, no parecían; eran otros. Los curiosos indignados se agruparon frente a la entrada del apartamiento. Juraron que si se encontraban con Miguel lo lincharían. Ninguno sabía nada.

Llegaron los empleados del Departamento de servicios sociales. Le supliqué a la trabajadora social que los mantuviera juntos, que entre ellos había una relación muy especial, la que se da entre hijos del maltrato. Ella me garantizó que no los separarían. De camino hacia el carro del alguacil, de entre la oscuridad escuché a alguien que gritaba: «¿Dónde está el desgraciado de mi hermano? Por encima de mi cadáver se llevan a mis sobrinos. Son mis sobrinos». El alguacil gritó: «Trae un arma». Por encontrarme de espaldas, no me dio tiempo a ver quién gritaba ni lo que acontecería después. Lo único que sentí fue el calentón en la espalda baja, la ropa mojada y no supe más.

Durante mi etapa de recuperación, me comuniqué con el alguacil. Miguel no aguantó el castigo en el penal. La voz del maltrato se propagó y el reo terminó colgado. Suicidio fue la conclusión. A los pequeños, por instrucciones de la supervisora de área, los separaron. La nena la adoptó una familia adinerada porque era la más clara de piel y de ojos verdes. El pequeño lo recluyeron en una instalación psiquiátrica. El mayor escapó del hogar de menores. Intentó buscar a su hermana, pero la policía lo confundió con un ladrón. Tres meses más tarde, descansaba sobre una plancha de metal.



Recogí todo lo que era mío. En la carátula del expediente de Miguel Montalvo, escribí: cerrar y archivar. La secretaria me trajo la carta de renuncia y el informe final para el tribunal. Luego de leer ambos documentos, los firmé y los dejé sobre el escritorio. Lo único que me llevé conmigo fue paraplejia y el recuerdo de Miguel. 

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