Magdalena frotaba la manita de azabache que colgaba
de la pulsera. Aquel viernes, se acaloraba esperando a Abraham en un banco del
parque Muñoz Rivera. El sol infernal enmudecía los pajarillos y dibujaba
espejismos vaporosos sobre la losa candente. Al lado de ella, yacía un ejemplar
de El Imparcial que alguien descartó y cuyo titular leía en letras sangrientas:
trágica caída de avión en la boca de El Morro. Al ver al hombre aparecer por el
lateral del museo, los nervios le estrujaron el vientre. Desde antes de
sentarse, Abraham comenzó a decir:
—Por tu expresión facial, entiendo que no es lo
que acordamos.
—Lo repensé.
—¿No hay nada que pueda decirte que te haga
cambiar de opinión?
—Nada.
El hombre intentó abrazarla.
—Déjame —dijo apartándolo de sí.
—Magda, no; por favor. Convencí a mi mujer. Está
dispuesta hasta a…
—Se acabó.
Antes de marcharse, Magdalena arrancó la manita de la pulsera y se la regresó a Abraham. El hombre la arropó en un puño apretado. Perplejo aún, vio achicarse a
Magdalena según se alejaba, llevándose con ella su semilla. Inclinó la cabeza y
lloro como quien no le queda más.
El lunes siguiente, Magdalena saldría de la
farmacia apretando, contra su vientre, la bolsa de estraza que escondía la ducha
de Lysol.
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