lunes, 16 de marzo de 2015

Las malditas puertas

How now, my lord, why do you keep alone,
Of sorriest fancies your companions making,
Using those thoughts which should indeed have died
With them they think on? Things without all remedy
Should be
without regard: what's done, is done.

La señora Maclila pasó por frente al cuarto de su marido y volvió a exasperarse al encontrar las puertas del clóset de par en par y la bombilla encendida. La presión sanguínea le calentó la cara. Cada año que pasaba, empeoraba la inconsciencia de su marido. A la señora Maclila le martillaba en la mente regresar a vivir sola. Volver a ser la reina de la casa, de su casa, sin que se moviera nada sin su consentimiento. Entró al cuarto balbuceando una maldición. Antes de cerrar las puertas, volvió a organizar la ropa que colgaba en la percha. Esta vez acomodó todas las camisas blancas a la derecha, la vez pasada las sorteó por colores y de acuerdo con el largo de las mangas. Los zapatos los viró con las puntas hacia la pared. Se puso de pie, cerró con fuerza las puertas y salió presurosa. Se detuvo y entró de nuevo a revisar el orden de las camisas. Las volvió a acomodar, pero esta vez puso las blancas al lado izquierdo porque su marido era zurdo. Estaba harta del cambia cambia constante. A diario sufría lo mismo. Siempre que le reprochaba a su marido tales descuidos, la risa de él le provocaba una punzada en el tímpano del oído. ¿Por qué tenía que mortificarla de tal manera? ¿Acaso no fue buena ella con él? ¿No le cumplió como esposa y amante? Le lavaba su ropa tres veces, una a mano y dos a máquina, para que quedara limpia y sin rastros de bacterias. Fregaba los pisos dos veces al día los siete días de la semana, a media mañana y a media tarde, para que no quedase polvo y evitar las alergias. Siempre le picaban las filosas manos por lo que se las frotaba constantemente con humectantes para que se mantuvieran tersas y lozanas. Se lo había advertido a él innumerables ocasiones y ya le dolía la garganta de tanto repetirle: No, quiero que me dejes las bombillas encendidas ni las puertas del clóset abiertas.
¿Por qué la hacía sufrir y por qué a ella no podía dejar de molestarle las malditas puertas abiertas? Tal evento la empujaba a actuar de manera irracional. Evitaba que pudiera dedicarse a otras cosas; pero era una conducta instintiva. Algo dentro de ella la hacía hacer cosas que los demás las catalogaban de extrañas, de loca. Pasaba lo mismo con los zapatos. Tenía que acomodarlos que parearan con las losas del piso. A veces, buscaba la regla para asegurarse de que estaban equidistantes de la pared del clóset. A la hora de acostarse, las pantuflas debían sobresalir solo la mitad de debajo del colchón. Se angustiaba más cuando encontraba las plumas gotereando y el lavabo con rastros de las espuma de afeitar. Luego de que él se marchaba a trabajar, ella fregaba el lavabo constantemente y, al terminar descartaba la toalla con los residuos de detergente. Compraba jabones antibacteriales para evitar las infecciones. No salía mucho y así evitaba que cualquiera la contagiara con alguna enfermedad viral.
La señora Maclila tampoco soportaba que su esposo le hablara con la boca llena. Decía que era un cochino que le llenaba de gérmenes la comida. Tan pronto terminaban de cenar, ella echaba al cesto de la basura lo que sobraba y tiraba el mantel en la lavadora para las dos lavadas a máquina. Le disgustaba que él la interrumpiera cuando releía su novela favorita. ¿Por qué no se va a su cuarto a ver la televisión en el programa que quiera y me deja tranquila?, repetía en su mente; que no me mortifique más. Le hablaba de cosas que a ella no le interesaba escuchar. Se burlaba de ella llamándola Juana. «No me llames Juana porque no estoy loca. Eres tú quien me saca de quicio con tus malos hábitos y costumbres. Ya es hora de que pueda descansar tranquila, sin mortificaciones, sin tener que cerrarte las malditas puertas del clóset a toda hora ni apagarte la bombilla que dejas encendida por pura maldad.
Fue la última vez que él le gritó “Juana”. Esa noche ella esperó a que él se durmiera. Esa noche, se regodeó más de lo acostumbrado a la hora de dormirse, como siempre se retardaba cada vez que tenía que llevarla a algún compromiso. Parecía que el somnífero que le echó en la comida no tendría efecto en él. Ella esperó. Esperó. Luego esperó fuera del cuarto con la almohada en la mano. Al primer ronquido, se acercó a la cama. La respiración de ella hacía dúo con los ronquidos de él. La claridad de las demás luces encendidas le daba un aspecto translúcido y burlón a la cara de aquel hombre. Sin ningún cargo de conciencia, ella levantó el almohadón y lo presionó contra la cara de su marido. Estaba tan profundamente dormido que no hubo resistencia de parte de él. Era como si ya estuviera muerto.
Al otro día, el médico de cabecera certificó el deceso. Escribió en los documentos oficiales que había sido muerte natural. Durante aquel primer día de viudez y antes de partir para la funeraria, la señora Maclila reorganizó las piezas de ropa en el clóset como acostumbró hacerlo durante su vida de casada. Reacomodó los zapatos y dejó fuera de su clóset solo los zapatos de luto. Revisó que en la ropa que llevaría puesta no hubiera nada que la hiciera ver de otra manera que no fuese como la viuda compungida y amorosa.
La noche del entierro, la señora Maclila fue feliz al ver las puertas del clóset cerradas, las bombillas apagadas y ningún gotereo en los grifos. Esa noche, se tomó un somnífero y durmió como no lo hacía desde no recordaba cuándo. Al despertar, de camino a la cocina, se detuvo espantada. La puerta del cuarto de su marido estaba abierta, la bombilla estaba encendida y las puertas del clóset abiertas de par en par. Sin dilación, corrió a cerrarlas y haló presurosa la puerta de la habitación. Se dejó caer sobre la madera. Desde adentro escuchó el ruido una vez más. Giró la perilla y abrió la puerta. La bombilla estaba encendida y las puertas del clóset abiertas una vez más. Malditas puertas, se dijo. Cansada de escucharlas abrirse cada vez que salía de la habitación, decidió buscar una silla y quedarse en el cuarto. Se sentó a esperar a que volvieran a abrirse. Nada ocurrió. Mientras ella estuvo en aquel pequeño recinto nada hizo que puertas se abrieran y las luces se encendieran. La señora Maclila no salió más del cuarto.

A los pocos días, su notada ausencia provocó que los vecinos llamaran a las autoridades. Cuando lograron ganar acceso a la casa y entraron a la habitación, se encontraron con un cadáver sentado una silla de madera, forrado de larvas y vestido con una bata de flores lilas. Tenía la quijada desencajada y sobre el vientre había un almohadón con manchas de sangre. La bombilla de la habitación estaba encendida y las puertas de los clósets de par en par. 

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