martes, 13 de enero de 2015

El regreso de Chucho Matercante

Ocurrió en 1971, una noche de luna llena al comienzo de la crisis energética en la isla. En los balcones del caserío, los resignados esperaban a que terminara el apagón habitual. El batir de los abanicos de mano aplacaba el fogaje del tórrido verano. El abrir y cerrar de la madera formaba una onda sonora similar a un repique tenue de castañuelas por todo el complejo de viviendas.
Desde su balcón, Flor reconoció la cojera lenta del aparecido en medio de la penumbra. Agarró el quinqué, entró aterrada al apartamento y fue directo al cuarto. Rebuscó en la segunda gaveta de la coqueta y echó mano a la pistola que compró como resguardo desde que se quedó sola. Volvió a la sala. Pasó el cerrojo y pegó la oreja a la puerta. Oyó el pesado raspar de los zapatos de quien subía las escaleras. Flor se apartó. El hombre golpeó tres veces, pero ella no abrió. Él sacudió la puerta. Ella, temblorosa, apuntó con el revólver. Él tiró su cuerpo contra la madera con insistencia. Ella apretó el gatillo hasta vaciar el barril del arma, simultáneo con la algarabía provocada por la iluminación de los edificios. Flor abrió la puerta llena de agujeros todavía con la pistola en la mano, pero no pasó del umbral. Miró el cadáver en el suelo y cómo el charco purpúreo huía escaleras abajo. La vecina de enfrente salió sobresaltada.
—Dios mío, Flor, ¿qué pasó?
—Ese maldito abusó de mí. Me violó muchas veces. Me golpeó. Saqueó mi casa para enloquecerse con la basura que se metía por las venas. Viví un infierno con él. Le advertí que, si regresaba, lo llenaría de plomo y no me creyó.
—¿Y quién era, tu marido?

—No, mi hijo. 

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