Ocurrió en 1971, una noche de luna llena al comienzo de
la crisis energética en la isla. En los balcones del caserío, los resignados
esperaban a que terminara el apagón habitual. El batir de los abanicos de mano aplacaba el
fogaje del tórrido verano. El abrir y cerrar de la madera formaba una onda
sonora similar a un repique tenue de castañuelas por todo el complejo de
viviendas.
Desde su balcón, Flor reconoció la cojera lenta del aparecido
en medio de la penumbra. Agarró el quinqué, entró aterrada al apartamento y fue
directo al cuarto. Rebuscó en la segunda gaveta de la coqueta y echó mano a la
pistola que compró como resguardo desde que se quedó sola. Volvió a la sala. Pasó
el cerrojo y pegó la oreja a la puerta. Oyó el pesado raspar de los zapatos de quien
subía las escaleras. Flor se apartó. El hombre golpeó tres veces, pero ella no
abrió. Él sacudió la puerta. Ella, temblorosa, apuntó con el revólver. Él tiró
su cuerpo contra la madera con insistencia. Ella apretó el gatillo hasta vaciar
el barril del arma, simultáneo con la algarabía provocada por la iluminación de
los edificios. Flor abrió la puerta llena de agujeros todavía con la pistola en
la mano, pero no pasó del umbral. Miró el cadáver en el suelo y cómo el charco
purpúreo huía escaleras abajo. La vecina de enfrente salió sobresaltada.
—Dios mío, Flor, ¿qué pasó?
—Ese maldito abusó de mí. Me violó muchas veces. Me
golpeó. Saqueó mi casa para enloquecerse con la basura que se metía por las
venas. Viví un infierno con él. Le advertí que, si regresaba, lo llenaría de
plomo y no me creyó.
—¿Y quién era, tu marido?
—No, mi hijo.
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