miércoles, 7 de enero de 2015

Entre azúcares y melaza

Era mi tercer día en la isla luego de décadas de ausencia. Me despertaron las campanas de la catedral. Eran las siete de una mañana caribeña. El cuarto del hotel se había vuelto caluroso porque afuera era la temperatura era más baja que en el interior. La ciudad todavía dormía. Los destellos solares resaltaban el deterioro de los adornos navideños.
Bajé a pie hasta la Plaza de Colón. Tomé un taxi para que me llevara a la plaza del mercado en Santurce. Por el camino, recordé los tiempos que pasé ayudando a mi tío en su puesto de venta de legumbres y hortalizas cuando apenas tenía doce años.
Mi tío, cuñado de mami, me hizo su asistente a insistencias de ella en su desespero de que “sentara cabeza”. A los doce años ni se es niño ni se es adulto, pero uno se cree que se las sabe todas. Había sido un pequeñín tranquilo y estudioso hasta que, de buenas a primera, me rebelé contra todo y contra todos. Me volví respondón y desobediente. Para aquellos tiempos, los pobres no tenían ni la noción ni el dinero para pagar por profesionales de la salud, como les llamaban ahora. Antes les llamaban loqueros.  Así que mi madre habló con su cuñado y me mandaron para la plaza todas las tardes y los sábados.
Era muy a fin con mi tío porque siempre estaba de buen humor y se interesaba en mí y en cuanto cuento le contara. Le gustaba la pelota y me llevaba a veces a ver los juegos de los cangrejeros en el Hiram Bithorn. A él le confié la persecución que había conmigo en la escuela como consecuencia de mi peso. Le conté de mi deseo de dejarla e irme a trabajar con él a tiempo completo. Él se opuso a que hiciera como él, que dejó la escuela; que si abandonaba los estudios me iba a arrepentir más adelante;  ni siquiera por los atropellos de los demás, que eso pasaba; que no desobedeciera a las monjas, que me quedara callado. Que estudiara matemáticas para que me hiciera contable y le llevara las finanzas del puesto. Con él aprendí el valor del dinero, a identificar las buenas viandas. Me dijo siempre que no tratara de engañar al cliente porque, un cliente descontento era la ruina del negocio. 
Recuerdo que, en la plaza, la algarabía era contagiosa. Siempre había alguien a carcajadas. Hasta la luz que se colaba por las puertas era más centelleante. Cada viernes mi tío me pagaba en efectivo y añadía una propina para que me comprara frutas en el puesto de Marina, una viuda que siempre estaba acompañada de su pícara hija de mi misma edad. Su espacio era el último donde acaba la plaza y ella se ocupaba de mantenerlo muy limpio. Marina, para mí, era la mejor vendedora de frutas porque las pregonaba con una hermosa tonadilla, con voz de soprano, seguida de una sonrisa que le cubría casi toda la cara. Vestía, como uniforme, una chaqueta sin mangas marrón rojizo sobre una blusa verde aceituna, de mangas largas enrolladas hasta los codos.
Madre e hija parecían sacadas de una pintura de Botero. Tenían hermosos ojos redondos, color azabache, protegidos por párpados caídos. La niña había heredado la dulzura de la madre. Y, según su progenitora, terminaría como la artesana de la familia. A su corta edad, ya preparaba deliciosos confites a base de ralladura de coco y avellana. Nada las preocupaba.
Sabía que le gustaba a la hija de Marina porque siempre me cobraba de menos. Pero yo tenía la cabeza en otros menesteres que no eran enamoramientos.  La nena era bonita y simpática, pero había decidido que el matrimonio era para pendejos. Quería ser libre y hacer lo que me viniera en gana sin tener a nadie que me supervisara o me restringiera.
Al terminar el año escolar, como me botaron del colegio y mi padre murió de un infarto, mi madre su mudó a los Estados Unidos. Volvió al Bronx de donde había salido, donde recibiría el respaldo de su familia. La única razón de venir a Puerto Rico fue estar con su marido porque, para aquellos tiempos, la mujer seguía al marido adonde fuese que él fuera.
Allá en el barrio, luego de pasar una estadía en una correccional por problemas de drogadicción, me espigué. Con la ayuda del consejero, me examiné y obtuve mi cuarto año por estudios libres. Entré un una escuela vocacional, asistido de rehabilitación vocacional, y me hice de un grado asociado en contabilidad como quería mi tío. No me casé porque todavía pensaba que el matrimonio era para pendejos; además, nadie me soportaba mucho. Un loquero me dijo que tenía un vacío en el corazón que no parecía llenarse con nadie. Mi madre lo supo siempre y me lo dijo de otra manera: “Lo que pasa contigo es que tú no quieres a nadie”. Esa fue la sentencia y siempre me la creí.
El taxi me dejó en la avenida Ponce de León y camine por la calle que da frente de la plaza. Lo primero que noté fueron las tres enormes potalas, aquellos tres aguacates de metal veteados de limo férreo. Me pareció totalmente desacertada la colocación de aguacates metálicos. Peor aún, eran unos adefesios tan fríos como la mañana y con un color que evocaba podredumbre o cuando el aguacate está pasado que solo sirve para que las mujeres se aceiten el pelo. ¿Por qué no un árbol? ¿Quién sería el de la idea brillante?
Al entrar por la puerta principal, noté desde la entrada la escasez de gente en el lugar, contrario a tiempos pasados. Los placeros estaban con la desesperanza pintada en la cara. Se escuchaba otro acento, otro cantar melancólico. El piso seguía percudido como en los viejos tiempos. Al puesto que era de mi tío le habían enmarcado en tres paredes amarillentas y sobre un mostrador colocaron las lechugas y las berenjenas lilas. A un costado estaban los tubérculos. Al fondo, de tres cordeles de cabuya colgaban los billetes de la lotería. Noté las cucarachas muertas en alguno de los puestos. Un olor distante a frutas me recordó a Marina. Hasta salivé. Seguí el rastro del aroma.
Llegué al puesto de frutas y allí estaba una mujer delgada de espaldas a mí. La llamé por “Marina”. Se viró lentamente y me miró con tristeza. Vi los redondos ojos, color azabache, protegidos por párpados caídos, pero en la cara de una mujer cuarentona como yo. 
—Mi madre murió hace dos años. ¿Qué le puedo vender? —dijo en el mismo tono operístico que una vez escuché.
La reconocí. Me sentí atraído a abrazarla y protegerla, pero me contuve. No sabía nada de ella.
—Veo que tienes una variedad de dulces. ¿De qué son? —me limité a decir para cambiar el tema.
—Los tengo de coco, de almendras. Estos de acá están confeccionados con anís y algo de brandi. Todos son artesanales. Hechos por mí —dijo orgullosa.
La miré con dulzura y sentí una emoción novedosa en mí. Algo así como lo que le llaman ternura. Todavía ella no había caído en cuenta de quién yo era. Yo no hice nada por dejárselo saber. Quise mantenerme en el anonimato. Le compre un surtido, pero no me fui. El flechazo me obligaba a quedarme un rato más.
—Yo le compraba muchas frutas a tu mamá —añadí—. Recuerdo que siempre estabas junto a ella. Tu mamá era una trabajadora genuina y, de lo que recuerdo, parecía quererte mucho. Recuerdo que tu nombre es Palmira.
Palmira me escuché decir. Su nombre se cinceló en mí y me revolcó los adentros. Palmira.
—La extraño tanto —interrumpió ella—. Así que venías por aquí ¿y te acuerdas de mí?
—Sí. Mi tío tenía una puesto aquí mismo y yo le ayudaba por las tardes. Soy Raúl.
—¿Raúl?
Me apenó que no me recordara. Pude haberle dicho: “Sí, el muchacho que te gustaba. El "gordito”, pero no lo hice para no entrar en un pasado que quizá ninguno de los dos quería evocar. Hablé de otras cosas y hablé de más cosas. Hablamos y hablamos. Recordamos. No sabía cómo abandonar aquel lugar mágico y repleto de afectos intensos. Luego de un rato, me escurrí como para no romper el misticismo de aquel puesto azucarado y oloroso a melcocha. 
Al otro día regresé como hormiga; al otro, también. Compré más dulces, más frutas. Hablé con la hija de Marina hasta atreverme a invitarla a tomar un café, pero, temeroso al rechazo, me contuve.
Volví a Nueva York, pero ya en la ciudad regresó a agobiarme la vivencia unitaria. Palmira. Me siento solo, Palmira. Me atormenta tu recuerdo. Palmira...

Un año más tarde, regresé decidido a buscarla. Sin perder tiempo, llegué hasta la plaza del mercado. Todavía estaban los tres adefesios frente a la plaza. Entré corriendo. La encontré tras al mostrador azucarado como esperándome. Me envalentoné. Le tomé las manos y la invité a comernos un helado; prefirió un batido de piña natural. Lo sorbió de la misma manera que me atrapó su ternura: despacio. Nunca fui diestro en asuntos amorosos; tampoco, ella. Aquel sentimiento que me atormentó desde el inicio, pudo más que yo. No fue nada fugaz. Nació del día a día, de la costumbre. Llego el momento en que me atreví a besarla y ella correspondió. Nos perdimos entre azúcares y melaza. Celebramos una boda modesta en la misma plaza con todos los placeros de testigo. Transformamos nuestra infelicidad hasta que un resfrío pudo más que ella. Como planta delicada, la vida se le fue secando hasta que la consumieron las hormigas.

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