El hombrecillo gacho de ojos verdes reptó tras
el que llevaba en alto la antorcha. La túnica marrón que le llegaba hasta los
tobillos le enaltecía la joroba. Según descendían, las sandalias chapoteaban la
inmundicia. Se apretó los huecos de la nariz para no intoxicarse con el orín
putrefacto impregnado en el laberinto carcelario. A veces perdía el balance,
pero hacía lo imposible por no caer sobre las paredes veteadas de excremento. El
de la antorcha se detuvo frente a la celda inundada de negrura. Un par de estrellas
centellearon ante la llama danzante. «Esa es», dijo mientras buscaba la llave
de la celda y abría. El jorobado se acercó a la mujer echa un nudo en una
esquina de aquella madriguera. El guarda los dejó solos y a oscuras. El aroma a
hembra en celo lo envolvió. «¿Es verdad de lo que te acusan? —inquirió—. Dime
la verdad; puedo ayudarte. Confiesa». «No», respondió la voz áspera. «¿Segura
de que nada es cierto?» «Segura. Jamás le he faltado a Dios, mi señor». «Mi
palabra decidirá tu destino —seseó, acuclillándose frente al lugar de donde provenía
la voz para buscar a tientas la entrepierna de la mujer— Háblame, vamos». «No,
mi señor. No me falte. Tengo marido. Sería faltarle al honor», respondió ella.
«Pero, ven, vamos—volvió a sesear—. Será nuestro secreto si no lo cuentas». «Yo
lo sabré. ¡Suélteme o grito!» protestó empujándolo con brusquedad. El hombre enardecido
gruñó y se levantó disgustado. «Muy bien, maldita. Así lo quieres, así será», vomitó.
«Sacadme de aquí» gritó al carcelero.
Al día siguiente, en un atestado tribunal eclesiástico,
el hombrecillo gacho, en un límpido hábito monacal, certificaba en nombre de
Dios: «La acusación es cierta. Lo ha negado, pero me tentó el demonismo en
ella: es bruja». En medio de gritos de sentencia de muerte de la audiencia y golpetazos
del mallete, una lanza de fuego celestial resquebrajó el techo de aquella
madriguera y perforó la cabeza del monje. La mujer, vestida de mariposas azules,
ascendía a los cielos.
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