lunes, 6 de abril de 2015

Madrigueras

El hombrecillo gacho de ojos verdes reptó tras el que llevaba en alto la antorcha. La túnica marrón que le llegaba hasta los tobillos le enaltecía la joroba. Según descendían, las sandalias chapoteaban la inmundicia. Se apretó los huecos de la nariz para no intoxicarse con el orín putrefacto impregnado en el laberinto carcelario. A veces perdía el balance, pero hacía lo imposible por no caer sobre las paredes veteadas de excremento. El de la antorcha se detuvo frente a la celda inundada de negrura. Un par de estrellas centellearon ante la llama danzante. «Esa es», dijo mientras buscaba la llave de la celda y abría. El jorobado se acercó a la mujer echa un nudo en una esquina de aquella madriguera. El guarda los dejó solos y a oscuras. El aroma a hembra en celo lo envolvió. «¿Es verdad de lo que te acusan? —inquirió—. Dime la verdad; puedo ayudarte. Confiesa». «No», respondió la voz áspera. «¿Segura de que nada es cierto?» «Segura. Jamás le he faltado a Dios, mi señor». «Mi palabra decidirá tu destino —seseó, acuclillándose frente al lugar de donde provenía la voz para buscar a tientas la entrepierna de la mujer— Háblame, vamos». «No, mi señor. No me falte. Tengo marido. Sería faltarle al honor», respondió ella. «Pero, ven, vamos—volvió a sesear—. Será nuestro secreto si no lo cuentas». «Yo lo sabré. ¡Suélteme o grito!» protestó empujándolo con brusquedad. El hombre enardecido gruñó y se levantó disgustado. «Muy bien, maldita. Así lo quieres, así será», vomitó. «Sacadme de aquí» gritó al carcelero.

Al día siguiente, en un atestado tribunal eclesiástico, el hombrecillo gacho, en un límpido hábito monacal, certificaba en nombre de Dios: «La acusación es cierta. Lo ha negado, pero me tentó el demonismo en ella: es bruja». En medio de gritos de sentencia de muerte de la audiencia y golpetazos del mallete, una lanza de fuego celestial resquebrajó el techo de aquella madriguera y perforó la cabeza del monje. La mujer, vestida de mariposas azules, ascendía a los cielos. 

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