martes, 5 de mayo de 2015

Irma la paloma

¡Cómo ha quedado sola la ciudad populosa!
La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda,
La señora de provincias ha sido tributaria.
Lamentaciones 1:1

La todoterreno subió forzada la empinada cuesta hacia el derrumbado vecindario que acaparó todos los titulares de los periódicos locales aquel octubre de 1985. La barriada hacinó la pobreza injustificada mezclada con mezquindad y codicia; ahora, una babel de barro. Hacía dos semanas desde que Isabel —no la negra; la tormenta— arrasó con el arrabal. Después no volvió a llover, ni una gota. Frente a los residuos siniestros, Tomasa notó los canales que dejaron el agua que vomitaron los escombros. La fetidez mortuoria arropaba aquel monte calvárico. Las antenas de los televisores formaron una muralla de cruces apiñadas al pie del promontorio. Un viento endemoniado sopló por momentos y alborotó el vuelo molestoso de las moscas sobre el enorme sepulcro de ánimas que se marcharon a destiempo; ignorantes de que ya no eran.
Tomasa se estremeció con el fluido fantasmagórico que sintió tan pronto Noel estacionó el vehículo. Le erizó la piel. Se persignó y se bajó. Frunció el ceño, para controlar las lágrimas ante aquel panorama yermo. Se pasó los dedos por los ojos y se secó las lágrimas. Miró a Noel, quien apretaba el volante con ambas manos en su disimulo de que aquello no lo atemorizaba. Ella acercó más al colosal ataúd de barro y recordó a su tía y la paloma.
La tía Irma vecina póstuma de aquel arrabal. La que se jactó siempre de ser la más querida en donde ahora yace. Vivió sola, excepto las veces que Tomasa pasó parte de algún verano con ella. Mi niña, la llamó siempre. La mascota de Irma fue una paloma que perfumó con talco Johnson y le puso anillas de oropel en las patas. Siempre la cargó en una jaula blanca para todos lados hasta el día que se las llevó Isabel. La paloma blanca de Irma. La mujer de la blanca paloma a la que el barrio apodó Irma la Paloma. 
Todos los domingos por la mañana, Irma se vestía de blanco y calzaba taconcillos del mismo color. Recorría la barriada sonando la enorme campana con la que avisaba a los vecinos de Mameyes que prepararan a sus hijos para llevarlos a la catequesis. Era el único día que la paloma no la acompañaba porque el monseñor no permitía animales ni en la iglesia ni en la catequesis. Irma dejaba la jaula con la paloma en casa de su amiga Lolita, quien, siguiendo las instrucciones especificas de su vecina, la velaba hasta que la vieja regresara con los muchachos a las once de la mañana. Por las tardes, Irma agarraba la jaula con su paloma en una mano y en la otra cargaba la cartera en la que llevaba las varillas de incienso y las briscas. Entonces visitaba las casas de sus clientas, en especial la de Lolita, para barajar la suerte de cada quien.
Lolita e Irma vivieron más de quince años en Mameyes entre rencillas y hermandad; una al lado de la otra. Eran polos opuestos —Lolita delgada, la otra entrada en carnes; una, blanca de ojos azules y pelo ensortijado; Irma, trigueña, con dos azabaches por ojos y moño blanco idéntico a las plumas de la paloma. Discutían en su intento de que una obedeciera lo que decía la otra. Sin embargo, la amistad duró hasta que partieron juntas. Ninguna conoció varón. Lolita vivió recordando todos los pretendientes que tuvo. Los amores de Irma fueron su paloma, su religión y las briscas; en ese orden.
Irma era discreta a pesar de que la cartomancia le permitía conocer el destino de cada una de sus clientas: los amores no correspondidos, las infidelidades, las malas nuevas, los hechizos, los embrujos. En las consultas más recientes que le hizo a Lolita y a gran parte de las vecinas el as de copas, la carta del agua, se repitió todas las veces. Lo mismo ocurrió con el caballo de copas invertido y la sota de oros invertida, cartas proféticas de peligros y situaciones nefastas. Durante las consultas, el incienso se negó a quemar. Irma comprendió, pero mantuvo silencio. Una tragedia mayor se acercaba, pero ella no sabía cuál ni cuándo.
Al mes siguiente, el viento se agitó aquella noche. Irma comprendió enseguida. Agarró la jaula con la paloma y partió a casa de Lolita porque pensó estar más segura. Al entrar, Irma abrazó a su amiga con fuerza y le manifestó cuánto la amaba. Lolita se extrañó y respondió sin pensar: yo también. Enseguida abrió un camastro en la salita para que Irma durmiera esa noche cargada de llanto.  Pero Irma no pudo.
Pasada la medianoche, incrementó la lluvia que acompañó a Isabel. Los goterones disonantes golpearon las planchas de cinc de la casita de Lolita. Sin embargo, ella durmió como consecuencia del somnífero que el médico le recetó y que Irma obligó a que ella tomara en dosis mayor. «Para que duermas tranquila, querida; para que duermas y no sientas nada», le mintió.
El clima se violentó más. El agua recia que trajo Isabel comenzó a colarse. De debajo del piso de madera emanó más agua, agua sucia, agua apocalíptica. Irma se arrodilló y oró. Pidió perdón por sus pecados. Tenme piedad, oh Dios. Por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo la culpa, imploró. Pero Dios no la escuchó. El aguacero fue magno. Más agua, más lluvia; a mayor tormenta, mayor rezo. Irma clamó a las benditas ánimas del purgatorio; prometió misas, velas, rezos. Todavía no, mi Señor, permite que podamos salir airosas para servirte de instrumento, suplicó. Pero fue la montaña la que respondió con la explosión. El piso se movió y todo comenzó a resbalar. De la tierra emanó un fuego que la lluvia no pudo apagar. Fuego arcilloso. Humo denso. Humo mojado de lluvia y de dolor. Se escuchó un eco de gritos, de quejidos, de ayes. Lolita jamás se enteró cuando el almendro desplomó el techo de cinc; tampoco del momento en que el agua enlodada arrastró todo el vecindario corriente abajo. Ninguna de las mujeres apareció. En la parte baja, entre el edén de rescatistas enlodados encontraron una jaula que una vez fue blanca, abierta. Vacía. 
Tomasa juntó las manos y oró por su tía. Que Dios la haya acogido en su seno, repitió tres veces como kirie eleison. Un viento álgido azotó y susurró al oído de Tomasa: «Estoy aquí, mi niña». Ella se sobresaltó. Miró hacia todos lados y no vio a nadie. Volteó hacía atrás y notó la expresión de Noel, ensimismado en un punto más arriba de la carretera. Tomasa buscó en la dirección que miraba Noel. Sobre los escombros de lodo estaba un promontorio en forma de paloma con las alas abiertas, una paloma de barro reluciente. El sol se escondió tras una densa nube gris. Comenzó a lloviznar. La voz provino de entre los escombros. Tomasa se frotó los brazos como si se despojara. Entró en la todoterreno y apretó la mano de Noel todavía asida al timón y le dijo:
—Vámonos.

Según bajaban, un espectro translúcido ascendió y se mantuvo debajo de un arcoíris tenue: «Estoy aquí —gritó—. Ven… No te vayas. No me dejes. Vuelve, mi niña, vuelve…».

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