¡Cómo
ha quedado sola la ciudad populosa!
La
grande entre las naciones se ha vuelto como viuda,
La
señora de provincias ha sido tributaria.
Lamentaciones
1:1
La todoterreno subió forzada la empinada cuesta hacia el derrumbado
vecindario que acaparó todos los titulares de los periódicos locales aquel
octubre de 1985. La barriada hacinó la pobreza injustificada mezclada con mezquindad
y codicia; ahora, una babel de barro. Hacía dos semanas desde que Isabel —no la
negra; la tormenta— arrasó con el arrabal. Después no volvió a llover, ni una
gota. Frente a los residuos siniestros, Tomasa notó los canales que dejaron el agua
que vomitaron los escombros. La fetidez mortuoria arropaba aquel monte
calvárico. Las antenas de los televisores formaron una muralla de cruces
apiñadas al pie del promontorio. Un viento endemoniado sopló por momentos y
alborotó el vuelo molestoso de las moscas sobre el enorme sepulcro de ánimas que
se marcharon a destiempo; ignorantes de que ya no eran.
Tomasa se estremeció con el fluido fantasmagórico que sintió tan pronto
Noel estacionó el vehículo. Le erizó la piel. Se persignó y se bajó. Frunció el
ceño, para controlar las lágrimas ante aquel panorama yermo. Se pasó los dedos
por los ojos y se secó las lágrimas. Miró a Noel, quien apretaba el volante con
ambas manos en su disimulo de que aquello no lo atemorizaba. Ella acercó más al
colosal ataúd de barro y recordó a su tía y la paloma.
La tía Irma vecina póstuma de aquel arrabal. La que se jactó siempre de
ser la más querida en donde ahora yace. Vivió sola, excepto las veces que
Tomasa pasó parte de algún verano con ella. Mi niña, la llamó siempre. La
mascota de Irma fue una paloma que perfumó con talco Johnson y le puso anillas
de oropel en las patas. Siempre la cargó en una jaula blanca para todos lados hasta
el día que se las llevó Isabel. La paloma blanca de Irma. La mujer de la blanca
paloma a la que el barrio apodó Irma la Paloma.
Todos los domingos por la mañana, Irma se vestía de blanco y calzaba
taconcillos del mismo color. Recorría la barriada sonando la enorme campana con
la que avisaba a los vecinos de Mameyes que prepararan a sus hijos para
llevarlos a la catequesis. Era el único día que la paloma no la acompañaba
porque el monseñor no permitía animales ni en la iglesia ni en la catequesis.
Irma dejaba la jaula con la paloma en casa de su amiga Lolita, quien, siguiendo
las instrucciones especificas de su vecina, la velaba hasta que la vieja
regresara con los muchachos a las once de la mañana. Por las tardes, Irma agarraba
la jaula con su paloma en una mano y en la otra cargaba la cartera en la que
llevaba las varillas de incienso y las briscas. Entonces visitaba las casas de
sus clientas, en especial la de Lolita, para barajar la suerte de cada quien.
Lolita e Irma vivieron más de quince años en Mameyes entre rencillas y
hermandad; una al lado de la otra. Eran polos opuestos —Lolita delgada, la otra
entrada en carnes; una, blanca de ojos azules y pelo ensortijado; Irma,
trigueña, con dos azabaches por ojos y moño blanco idéntico a las plumas de la
paloma. Discutían en su intento de que una obedeciera lo que decía la otra. Sin
embargo, la amistad duró hasta que partieron juntas. Ninguna conoció varón.
Lolita vivió recordando todos los pretendientes que tuvo. Los amores de Irma
fueron su paloma, su religión y las briscas; en ese orden.
Irma era discreta a pesar de que la cartomancia le permitía conocer el
destino de cada una de sus clientas: los amores no correspondidos, las
infidelidades, las malas nuevas, los hechizos, los embrujos. En las consultas
más recientes que le hizo a Lolita y a gran parte de las vecinas el as de copas,
la carta del agua, se repitió todas las veces. Lo mismo ocurrió con el caballo
de copas invertido y la sota de oros invertida, cartas proféticas de peligros y
situaciones nefastas. Durante las consultas, el incienso se negó a quemar. Irma
comprendió, pero mantuvo silencio. Una tragedia mayor se acercaba, pero ella no
sabía cuál ni cuándo.
Al mes siguiente, el viento se agitó aquella noche. Irma comprendió
enseguida. Agarró la jaula con la paloma y partió a casa de Lolita porque pensó
estar más segura. Al entrar, Irma abrazó a su amiga con fuerza y le manifestó
cuánto la amaba. Lolita se extrañó y respondió sin pensar: yo también.
Enseguida abrió un camastro en la salita para que Irma durmiera esa noche cargada
de llanto. Pero Irma no pudo.
Pasada la medianoche, incrementó la lluvia que acompañó a Isabel. Los
goterones disonantes golpearon las planchas de cinc de la casita de Lolita. Sin
embargo, ella durmió como consecuencia del somnífero que el médico le recetó y
que Irma obligó a que ella tomara en dosis mayor. «Para que duermas tranquila,
querida; para que duermas y no sientas nada», le mintió.
El clima se
violentó más. El agua recia que trajo Isabel comenzó a colarse. De debajo del
piso de madera emanó más agua, agua sucia, agua apocalíptica. Irma se arrodilló
y oró. Pidió perdón por sus pecados. Tenme piedad, oh Dios. Por tu inmensa
ternura borra mi delito, lávame a fondo la culpa, imploró. Pero Dios no
la escuchó. El aguacero fue magno. Más agua, más lluvia; a mayor tormenta,
mayor rezo. Irma clamó a las benditas ánimas del purgatorio; prometió misas,
velas, rezos. Todavía no, mi Señor, permite que podamos salir airosas para servirte
de instrumento, suplicó. Pero fue la montaña la que respondió con la explosión.
El piso se movió y todo comenzó a resbalar. De la tierra emanó un fuego que la
lluvia no pudo apagar. Fuego arcilloso. Humo denso. Humo mojado de lluvia y de dolor.
Se escuchó un eco de gritos, de quejidos, de ayes. Lolita jamás se enteró
cuando el almendro desplomó el techo de cinc; tampoco del momento en que el agua
enlodada arrastró todo el vecindario corriente abajo. Ninguna de las mujeres
apareció. En la parte baja, entre el edén de rescatistas enlodados encontraron
una jaula que una vez fue blanca, abierta. Vacía.
Tomasa juntó las manos y oró por su tía. Que Dios la haya acogido en su
seno, repitió tres veces como kirie eleison. Un viento álgido azotó y susurró
al oído de Tomasa: «Estoy aquí, mi niña». Ella se sobresaltó. Miró hacia todos
lados y no vio a nadie. Volteó hacía atrás y notó la expresión de Noel,
ensimismado en un punto más arriba de la carretera. Tomasa buscó en la dirección
que miraba Noel. Sobre los escombros de lodo estaba un promontorio en forma de
paloma con las alas abiertas, una paloma de barro reluciente. El sol se escondió
tras una densa nube gris. Comenzó a lloviznar. La voz provino de entre los
escombros. Tomasa se frotó los brazos como si se despojara. Entró en la
todoterreno y apretó la mano de Noel todavía asida al timón y le dijo:
—Vámonos.
Según bajaban, un espectro translúcido ascendió y se
mantuvo debajo de un arcoíris tenue: «Estoy aquí —gritó—. Ven… No te vayas. No
me dejes. Vuelve, mi niña, vuelve…».
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