Orquídea es una mujer voluntariosa y obstinada; toda la vida lo ha
sido. Su sentido del humor es nulo y yo disfruto sacarla de quicio. Nos
peleamos y luego, lo mejor de todo, nos contentamos. Así llevamos cuarenta años
de matrimonio.
El verano pasado decidimos celebrar nuestro aniversario de bodas
escapándonos en una excursión en la que visitamos Portugal, el sur de España y
Marruecos. Conociendo bien cómo Orquídea se enreda con cualquier tipo de planificación,
y para evitar contratiempos, le dije que yo me encargaría de todos los
preparativos del viaje.
Luego de una investigación exhaustiva por Internet, llegué a la
agencia de pasajes y coordiné con mi agente exactamente lo que me interesaba
visitar durante el viaje que duraría diez días. Orquídea me suplicó que
estuviésemos más tiempo, pero me negué porque, durante la última semana del mes,
firmaría varios contratos de asesoría con tres corporaciones gubernamentales
que me producirían ganancias sustanciales para remodelar la casa y comprarme un
bote nuevo.
Dos días antes de partir, mi esposa salió de tiendas y compró tres
maletas que parecían sarcófagos con ruedas. La más pequeña era la mía y las restantes
eran de ella. En una empacaría la ropa, y en la segunda acomodaría todo lo que pudiese
traerse de Europa. Contemplé las maletas y la miré a ella con cara de que me
explicara. Tal expresión creó una acalorada discusión. Para mí eran ridículos
todos sus alegatos y ella decía exactamente lo mismo de los míos. Cansado de
argumentar, me limité a decir:
—Si mudarte te hace feliz, pues hazlo. Llévate todo lo que
quieras, mi reina. Ahora, ten bien claro que nos van a cobrar un huevo por esas
maletas tan grandes, ¿me entiendes?
—Ay, mi amorcito, por eso te quiero tanto —fue su respuesta.
El día que partimos de Miami a Nueva York, me sentía como pájaro
raro porque, de camino al mostrador de la línea aérea, la gente nos miraba burlonamente
al ver los tres monstruosos sarcófagos arrastrados por dos personas casi del
mismo tamaño. Lo bueno es que el viaje fluyó sin contratiempos ni garatas.
Esa noche, a las mismas doce, abordamos el avión que nos llevaría a Europa.
Aterrizamos en Madrid a las seis de la madrugada del día
siguiente. Un autobús nos recogió para llevarnos al hotel. Luego, en la habitación,
nos duchamos. Antes de recostarnos varias horas, Orquídea se empaquetó el pelo
en papel de inodoro para que no se le dañara el peinado. Por la tarde, bajamos
a la consabida reunión en la que todos los excursionistas se presentan y
comparten un rato. El grupo era mayormente de estadounidenses. En una esquina
del salón Orquídea divisó a una señora pequeña como ella. La acompañaban dos
hombres fornidos. Uno de ellos le traducía al español la información que
ofrecía la guía turística. Orquídea me miró y descifré sus intenciones tan
pronto comenzó a alejarse.
—Orquídea —le dije—, ¿para dónde vas? Ven acá. No sabes si se
molestan con tu imprudencia.
—Jorge, olvídate. Son latinos, viejo. Yo no voy a estar masticando
el inglés durante todo el viaje si puedo evitarlo.
Me dejó con la palabra en la boca y se les acercó. La cara de la
señora se iluminó. Ella sí que no sabía nada de inglés. Al acercarme, logré
escuchar que se llamaba Margarita. Ambas se abrazaron y permanecieron juntas
durante toda la charla. Yo, muy correctamente, me presenté. Los señores se
identificaron como Agustín, el hijo de la señora, y Pedro, un amigo de la
familia. Durante el viaje me dio la impresión de que eran más que amigos,
pero, como esos menesteres no me quitan el sueño, formamos un gran quinteto durante
toda la excursión.
Desde que nos subimos al ómnibus el día siguiente, Orquídea y Margarita
se mantuvieron hablando todo el tiempo. Ella compartió que venía de Puerto Rico
y era la primera vez que visitaba Europa. Orquídea le comunicó que éramos
cubanos exiliados y residíamos en Miami. Sin que Margarita pudiera reaccionar,
le habló de nuestros hijos y del motivo del viaje. Me daba gracia porque una
hablaba tan pronto la otra se oxigenaba.
La razón principal para incluir Marruecos en la excursión era la
ilusión de conocer Ceuta. Quería averiguar por qué mi padre, un maravilloso cascarrabias
español que emigró a Cuba, se repetía constantemente: «Me cago en Ceuta. Me
cago en Ceuta».
Después de varios días de recorrer iglesias y monumentos, llegamos
al sur de España, lugar donde nos montamos en el transbordador que nos llevaría
a Ceuta. El autobús en el que viajamos navegaba con nosotros en la parte baja
de la embarcación. Atracamos y nos montamos en el autobús nuevamente para el
recorrido por tierra. Al fin estaba en Ceuta. Al ver lo feo que era aquel
territorio español y que no había mucho que hacer, solo me restó decir:
—¿Y esto es Ceuta? ¡Me cago en Ceuta!
La vigilancia en estos lugares es extrema para impedir el trasiego
de ilegales. La guía turística nos advirtió que aseguráramos bien los
pasaportes porque tendríamos muchos problemas si los perdíamos o nos los
robaban. Como llevaba una carterita de tela debajo del pantalón, antes de salir
del hotel acomodaba en ella los pasaportes junto con el dinero y las tarjetas
de crédito.
Por otro lado, la experiencia en los demás lugares de Marruecos
fue memorable, aunque Orquídea y yo tuvimos nuestras acostumbradas desavenencias.
Tan pronto se presentó la oportunidad, nos encaramamos en unos camellos famélicos.
Ella se montó primero. Le tomé infinidad de fotos, pero ella me recriminó que casi
todas resaltaban más sus inmensas caderas que las del camello.
En otro momento que caminábamos por la Medina entre burros y
podredumbre, me metí en una tienda a ver no recuerdo bien qué cosas. Casi al
instante, escuché que algo caía y detrás el ay de Orquídea. Al salir, la vi de
bruces sobre el piso lleno de excremento de burros, tratando de ponerse de pie.
No pude contener la risa. Parecía una morsita tratando de nadar. Unos extraños
la ayudaron a levantarse. El abrigo estaba todo manchado de caca de burro y no
sé de qué más. Su mirada asesina hizo que se esfumara mi risa. Traté de
agarrarla por el brazo, pero me rechazó. Ese día fue uno de varios en que no me
dirigió la palabra.
Marruecos, en términos generales, me encantaba. La temperatura era
muy fresca y, además, en todos los restaurantes, los mozos servían a los
varones primero y dejaban a las mujeres para lo último. ¡Ay, señor! Era preciso
ver la cara de disgusto de Orquídea y de las estadounidenses. Acostumbradas a
la corrección política gringa, ninguna entendía la mala costumbre de los marroquíes trogloditas.
Una de las noches, esto fue ya en Casablanca, nos engalanamos
porque era la cena formal que se acostumbra en este tipo de excursiones. Antes
de entrar al restaurante, delante de todo el mundo y para rescatar algunos
puntos de los que había perdido, halé a Orquídea por el brazo y la abracé. Con
la voz engolada y tratando de imitar a Humphrey Bogart, le dije una de las
famosas frases que dijo Rick en la película «Casablanca».
—El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.
Sin darle oportunidad a reaccionar, le planté un beso como solo yo
sé darlos, y Orquídea se quedó muda y perpleja. Raro en ella. (Lo de muda,
quise decir.) Margarita y sus acompañantes se desternillaban de la risa. Mi
debut como galán de cine y el beso fueron los temas de conversación durante
toda la cena. Esa noche la pasamos estupendamente bien. Ayudó mucho que nos
tomáramos varias botellas de Federico Paternina. Pero había que hacerlo porque
sí y ¡olé!
Terminamos el recorrido por Marruecos en el puerto de Rabat para
volver a tomar el transbordador de regreso a España. Llegamos como a las nueve
de la mañana. Orquídea seguía molesta conmigo porque me había pasado en las
copas por tercera ocasión y me había puesto —según ella— imprudente al revivir
la caída de ella en la Medina y por chistar sobre su madre, mi queridísima suegra (lo de
queridísima es obvio). Antes de salir de la habitación, me leyó la cartilla y
me exigió el pasaporte. Como todavía me duraba la borrachera, abrí la
carterita, lo saqué y se lo di sin pensarlo dos veces. Por molestarla se me
ocurrió decir:
—Toma y cuidado con botarlo.
Lo que interpreté de su mirada fue escalofriante. Por todo el
camino se mantuvo sin hablarme y hasta se lo agradecí. Había momentos que trataba
de descansar la cabeza sobre su hombro para aliviar el martilleo continuo, pero
su venganza era agitar los hombros para que mi cabeza rebotara sobre ellos.
Tan pronto llegamos al muelle, ella salió con Margarita detrás de
la guía turística. Yo me retraje en lo que me bebía una de las botellas de agua
filtrada tamaño heroico que cargaba en el bulto de mano. Orquídea notó que
tardaba y se detuvo a esperarme. Tal vez pensó que me podía caer al agua y
dejarla viuda en su viaje de aniversario. Para demostrar mi agradecimiento, le
dije:
—Gracias, mi capullito de alelí. Te adoro por ser tan buena
conmigo.
—Óyeme lo que te voy a decir. Suspéndeme las bromitas porque me
tienes calientita.
Me le arrimé para darle un beso y se alejó. Puse cara de niño
abandonado, y me le pegué de nuevo. Esta vez tuvo que echarse a reír y me
abrazó. Como la conozco, dije para
mis adentros.
Fuimos los últimos en subir por las empinadas escaleras. Margarita
y los muchachos ya se encontraban dentro del barco y nos observaban desde
cubierta. Orquídea se me adelantó, sacó el pasaporte de la cartera para
entregárselo al militar que estaba en la entrada del barco. No sé qué pasó. Lo
único que vi fue el pasaporte volar hasta caer en el agua. Los ojos de Orquídea
parecían llenarle la cara. Se había quedado con la boca abierta.
—¿Qué pasó con el pasaporte? —le pregunté.
Después de que le volviera el espíritu al cuerpo, me dijo
aterrada:
—El descarado este lo dejó caer. Se lo fui a dar y encogió el
brazo.
Sentí cómo la sangre latina me subía ante lo que consideré una afrenta
y un desprecio hacía mi mujer.
—Esto lo vamos a arreglar ahora.
—No, Jorge, vas a empeorar las cosas. Tú tienes malos cascos y
aquí no es como para sacar pecho ni ponerte guapo. Esta gente tiene otras
costumbres y es de armas tomadas.
La guía turística nos sugirió que bajáramos hasta calmarnos.
Nadie sabía qué hacer. No comenté nada más porque sabía que Orquídea estaba
poseída de un desespero total, aunque mantuviera la compostura. La guía regresó
a discutir con el oficial. La controversia seguía en aumento hasta el punto que
no se sabía quién gesticulaba más. El conductor de nuestro autobús subió y haló
a la guía porque notó que el militar había echado mano a su arma. El chofer la
regresó al muelle donde esperábamos nosotros. La mujer no paraba de pasarse las
manos por la cabeza.
—No se preocupen. Vamos a lidiar con la situación, pero estos
parroquianos son muy tercos y machistas. Si por alguna razón no pudieran zarpar
con el resto de los viajeros, yo me quedo con ustedes y le digo al conductor
del autobús que continúe con la excursión. No me voy hasta que resolvamos esta
incómoda situación. Solamente hay un pequeño problema.
—¿Cuál? —pregunté.
—Hoy es sábado y tendremos que esperar hasta el lunes. Las
oficinas gubernamentales están cerradas durante el fin de semana.
Comencé a dar vueltas en el muelle sin saber qué pensar, decir ni
hacer. Me atormentaba la idea de que tampoco se pudiera resolver el problema el
lunes siguiente y tuviéramos que quedarnos no sabía cuánto tiempo o hasta que
nos llegara otro pasaporte desde los Estados Unidos. De ahí en adelante, la
cadena de temores se desató: y si se nos
acaba el dinero, y en qué lugar nos vamos a quedar, y si no aceptan tarjetas de
crédito, y qué de mis negocios, los contratos, el bote. Enseguida vi una inmensa
nube negra sobre mí que trataba de tragarme.
En una de las múltiples vueltas que di de lado a lado en aquel
muelle, noté a un hombre que pintaba la parte mohosa del barco. Al acercarme a
él, observé que el pasaporte todavía flotaba sobre el agua: las olas lo
acercaban y alejaban del borde del muelle. El individuo jugaba con el pie
dentro del agua. Llevaba una gorra para protegerse del sol. Al notar mi
presencia, me miró de reojo y con desconfianza. Tenía que inventarme algo. Así
que le dije:
—Salam aleikum.
—Aleikum salam.
—Amigo, si te pago veinte dólares americanos, ¿crees que podrías
estirar el pie y rescatar el pasaporte?
—Por veinte dólares, no.
—Treinta.
—No.
—Cuarenta. Cincuenta. Cien.
—Ni por cien. Ahora, por doscientos cincuenta dólares, lo hago
mejor —me dijo con acento bereber—, se lo entrego en la gorra.
Todos miraban atentos a la conversación transportada por el
viento. Me quedé pensando si pagaba. Miré a Orquídea y su desespero me
convenció de que no debía regatear en ese momento.
—Trato hecho.
—Dame el dinero primero.
—No, señor. Primero el pasaporte y luego el dinero.
Orquídea se mantenía pegada a la guía, quien seguía llamando por
celular a no sé cuántas personas. El desinteresado hombre
—lo de «desinteresado» lo digo con toda la ironía posible— se acostó
bocabajo en el borde del muelle. Se quitó la gorra con toda su parsimonia, la
amarró al palo donde tuvo enroscada la brocha, y la sumergió con la lentitud
característica de quien le saca úlceras al resto de la humanidad y se queda con
cara de lechuga. Entonces el pasaporte se hundió. Un asombro comunal se escuchó
desde la cubierta del barco y yo me aterré. Lo único que me vino a la mente
fue: Ahora sí que se jodió la cosa.
Pero no. El pasaporte volvió a salir a la superficie. El hombre
sumergió la gorra con más cuidado. El agua se tragó el pasaporte por segunda
ocasión. Otra vez se escuchó el asombro desde la cubierta. El paisano jamás
perdió la calma. Siguió maniobrando el palo con la gorra. Esta vez, al sacarla
del agua, el pasaporte estaba dentro. Rápido se puso de pie, me hizo una
reverencia y me entregó el pasaporte con una mano; con la otra hizo un gesto de
que le pagara. Cumplí con el trato.
La algarabía fue excepcional. Todos los que estuvieron pendientes
de la maniobra vitoreaban y aplaudían. Orquídea corrió y se me enganchó del
cuello y, raro en ella porque no es muy expresiva en público, me dio el beso
más efusivo que he recibido de ella en mi vida.
—Te adoro, Rick.
—¿Rick?
—El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.
—¡Ah! —fue lo único que le dije alternado con una risa nerviosa.
La abracé transmitiéndole todo el amor que siento por ella. Todos
en el barco seguían con los vítores y los aplausos. Margarita lloraba de
alegría. La guía se acercó y nos dijo:
—Vamos, tortolillos, que ya estamos bastante retrasados.
Esa noche, para celebrar nuestro aniversario, cenamos a la luz de
las velas en la habitación del hotel. De más estar decir que fue extremadamente
apasionada y como el primer día. Estoy seguro de que, de haber tenido unos
cuantos años menos, hubiésemos engendrado nuestro cuarto hijo durante aquel
momento de pasión superlativa.
Genial!!!
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