miércoles, 10 de junio de 2015

Juracanay


En el segundo viaje de Cristóbal Colón a Borikén, llegó entre su séquito un fraile llamado José; un religioso en carnes y de mucho comer. No bien llegó, hizo suya la misión de cristianizar a los indígenas de la isla; en especial a los bohíques por la influencia de estos sobre el resto de los taínos. Fray José era enemigo férreo de todo lo relacionado con Yocajú y Atabey. Se burlaba de tales creencias por considerarlas supercheras y demoníacas. En la mano derecha, empuñaba siempre la enorme madera tallada con Jesús crucificado. Era tosco y por la boca salivaba espuma cuando tronaba. Los taínos lo apodaron Juracanay, como si fuese otro dios de tormenta. Azotaba a quien se le enfrentara y lo forzaba a trabajar, por días bajo sol, sin alimento ni agua. Todo era válido en nombre de Dios.

Cierto día a orillas de un caudaloso río, José se topó con uno de los bohíques. Comenzó a predicarle, pero el temeroso indígena cruzó los brazos ante el religioso, convencido de que lo golpearía. José interpretó tal acto como un rechazo a Dios. Enseguida ascendió el crucifijo y arremetió contra el hombrecillo como si lo asperjara con agua bendita. El taíno negó con la cabeza al mismo tiempo que lo llamó Juracanay. El poseso fraile se abalanzó sobre el bohíque, cayendo encima del infiel. Lo abofeteó. «Vamos, maldito, acepta a Dios de una vez —vociferó estrujándole el crucifijo sobre la nuez de Adán—. Di que sí». El agredido no pudo arrancarse la cruz de la garganta. El cuerpo del taíno languideció. Expiró un sonido parecido a un «sí». Al salir de la exacerbación teísta, José se puso de pie y se arregló el hábito. Enseguida levantó la mirada al cielo. «Loores a Jesús y María. Benditos los ángeles y arcángeles», clamó al mismo tiempo que el intestino del converso expelía porquería santificada.

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