miércoles, 6 de mayo de 2015

Oráculos

1 m. Respuesta que da Dios, o por sí o por sus ministros.
2 Respuesta que daban los dioses paganos, a través de las pitonisas o los sacerdotes. *Adivinar.
3 Estatua o cualquier cosa que representaba a la divinidad a quien se interrogaba,
 o lugar dedicado a ella: "El oráculo de Delfos".
4 (n. calif.) Persona a quien se atribuye tanta *sabiduría y autoridad
que todos aceptan como indiscutible lo que dice. Se usa frecuentemente con ironía.

Diccionario del uso del español, María Moliner

 La Asociación de profesoras católicas carismáticas de Puerto Rico me invitó a su trigésima tercera convención anual para que dictara una conferencia magistral que titulé: La superchería y el significado de la fe cristiana en mi vida. No sé por qué me seleccionaron. A lo mejor fue porque era egresado del mismo colegio católico que la presidenta y ella conocía cuán estudioso era yo de la lectura religiosa y todas sus vertientes. Luego de la presentación de todo el pedigrí —que tenía estudios en filosofía, en divinidad y demás—, me acerqué al micrófono y comencé mi disertación:
«Buenos días a todas. Siempre me ha gustado el mundo de lo desconocido. Para mí, la palabra “desconocido” tiene matices de algo misterioso, peligroso; a veces, dañino y hasta mortal. Mi contacto con la religión y la superchería se remonta a cuando vivía en El Falansterio. Para quien no sepa, El Falansterio es lo que denomino como el primer caserío federal. Hoy lo llamarían el walk-up más antiguo de San Juan. (Hubo risas).
»Frente a casa, vivía una familia muy particular, compuesta de dos ancianos y el nieto. El viejo era un cero a la izquierda, pero la vieja llamada Dominga tenía unas costumbres muy particulares. Llevaba siempre un moño de donde irradiaban todas las canas que le abrazaban la cabeza. Más que pitonisa, era yerbera. Para todo mal, tenía un remedio con plantas. Preparaba sus emplastes y mejunjes en un mortero de madera de ausubo que heredó de su abuela. Era exclusivo para sus brebajes. Detrás de la puerta conservaba siempre un vaso de agua con una barra de alcanfor para que recogiera las vibraciones negativas.
»Su particularidad y lo más que me impresionaba era su enorme paño enredado en la cabeza para fijar todas las hojas que se colocaba y así aliviar la jaqueca. Era una vieja voluntariosa. Debajo del brazo, cargaba siempre una varita de cualquier planta medicinal con la que acababa con el desorden de los muchachos. En varias ocasiones sentí el ardor del foetazo en mis piernitas. Para lo vieja tenía una fuerza sorprendente.
»El fuego era su único punto débil. No podía verlo. Ante él, se descomponía y lloraba sin consuelo. Luego me enteré que fue que lo perdió todo en uno que consumió casi todas las casas de la barriada en que se crió. Como era tan vieja, ya los estragos de aquel fuego se confundían entre las arrugas.
»Dominga era una médium o lo que, para aquel entonces, llamaban “medio-unidad”. Todos los martes, ella realizaba una sesión para despojar la casa de malas influencias y espíritus. Disfrutaba ver cómo se retorcía cuando sentía un espíritu o algún fluido cerca de ella.
»Con frecuencia, la vieja Dominga, llamaba a mi mamá para hacer las sesiones espiritistas y prepararle amuletos de resguardo. Ella fue la primera que notó que mi papá era víctima de un trabajo que ella no podía resolver. Alertó a mi madre que fue que la primera mujer de papi quien le hizo un trabajo para que volviera con ella y hacerme a mí su hijo. Dominga recomendó que fuéramos todos a ver a don Félix en Cataño, al bravo de aquellos tiempos. A regañadientes, fuimos. Los remedios que recomendaron aquella tarde, recetas para baños y velas, lograron exorcizar el maleficio espiritual. Después de tal evento, a mi papá no hubo quien lo hiciera participar de tales reuniones. Se volvió incrédulo. Fue como si le hubieran echado otra maldición para que no creyera en nada. Lo único que no pudieron quitarle fue la afición al juego y a la bebida. Murió con ambas. (Que el señor lo haya acogido en su seno, escuché decir).
»A nosotros, al nieto y a mí, nos metían en el dormitorio por el tiempo que durara la sesión. Ambos, nos desternillábamos de la risa cuando doña Dominga comenzaba a dar con las manos sobre la pecera llena de agua y a hablar en jeringonza. La imitábamos en el cuarto y nos azotábamos con las sábanas y con las almohadas para sacarnos lo malo. Cercano al final de la sesión, nos llamaban uno a uno y, con las yerbas, nos azotaban para resguardarnos de “el Enemigo”. Qué ridiculez, ¿verdad?».
La audiencia reaccionó empática y se escucharon frases como: «Es verdad; que el Señor la haya perdonado, aleluya». Hubo personas que se persignaron. Sentí que había atinado; me había echado a mi público en el bolsillo. Así que seguí:
«En la universidad, coincidí con amistades que simpatizaban con lo que estaba de moda luego de la llegada de los cubanos a Puerto Rico: la santería. La santería, como había leído, es un mundo tan fantástico como el mundo de las religiones cristianas. De lo que pude guardar en mi archivo mental, los nombres pareados con deidades católicas surgen como recurso para que los negros pudieran hacer alabanzas a sus dioses y recibir respuestas sin que los amitos blancos se enterrasen de a quién le rendían culto. Luego de las guerras tribales, la vencida incorporaba los dioses de la tribu vencedora a los suyos, porque entendían que tales deidades eran más poderosas que las que, hasta ese momento, habían tenido.
»Es aquí que conozco a una mulata que se había hecho el santo. Tuvo que raparse la cabeza, llevar un turbante, y vestir siempre de blanco —ropa interior y todo— por un año. Con ella, visité tambores, bacanales que se le hacían al santo. Me harté de licor y de comida porque se servía de ambas en demasía. Sus danzantes aletargados y algunos revolviéndose por el piso no dejaban de impresionarme. Otra particularidad de estas fiestas era el cuarto destinado a las soperas. Allí ofrecían toda la comida a lo que moraba en ellas. Mi curiosidad siempre intentaba averiguar lo que había dentro, pero la respuesta era la misma: “Eres demasiado curioso. Cuando te hagas el santo, hablamos”.
»En otra ocasión, acompañé a una amiga para que “el padrino” le preparara los collares de Yemayá (entiéndase, La caridad del cobre) y de Changó (Santa Bárbara). Después de haber terminado con ella, el padrino me invitó a que me echara los caracoles. Yo, como curioso al fin, accedí. En resumen, los caracoles indicaban que San Lázaro o Babaluayé pedía mi cabeza y que tenía que vestir un collar púrpura como amuleto protector. La misma semana, mientras trabajaba como sociopenal del Tribunal, traspasé una puerta de cristal en uno de los Hogares CREA; quedé como lechón de mechar, tuve que caminar con bastón por más de un mes, y hasta ahí llegó mi interés en la santería».
Me distrajeron las carcajadas y «los gloria a Dios­». Hasta este momento, la gente asentía y se notaba que la audiencia estaba cautiva. Proseguí:
«Todas las iglesias, todas, han condenado las prácticas anteriores y hasta, incluso, se han mofado de ellas. Sin embargo, desde que tengo uso de razón, las iglesias han sido guarida de pitonisas que vaticinan la venida del Mesías desde el siglo I. Las iglesias sentencian que los que no cumplan con sus dogmas, se achicharrarán en las pailas del infierno. La clarividencia fanática les permite saber quiénes son los elegidos que verán a Dios; y quiénes, no. Su mayor arrogancia es autodenominarse como la iglesia ¡escogida por el Señor! Lo interesante es que hay tantas que uno no sabe cuál de todas tiene la razón o, mejor dicho, “la verdad”.
»No sé si es causalidad o casualidad que mi vida haya estado vinculada a tantos adivinadores y adivinadoras, para ser políticamente correcto. Ciertas veces me predijeron cosas que resultaron falsas y otras que resultaron obvias.
»Vivir esclavo de la superchería santera, espiritista o cristiana le roba la paz mental a cualquiera. Yo no quiero ser esclavo de nada. No me interesa conocer el futuro porque me desespero esperando que venga o no venga lo que tiene y va a venir. Subrayo “va”.
»No creo en pronósticos, ni en horóscopos ni en vaticinios. Considero que los dogmas religiosos de las iglesias son tan fantásticos como la creencia de nuestros indígenas en sus dioses; o mejor aún, tan fantásticos como la virginidad de María o el carruaje de fuego de Elías, que muchos dicen que fue un extraterrestre. Sólo me dedico a vivir de acuerdo con lo que el universo me dicta como bueno. Lo que puedo predecir es que lo bueno es como la verdad: es única y significa algo totalmente distinto para cada cual. Me dejo llevar por mi instinto sin imponerle nada a nadie. Gracias por su atención»
Al terminar, hubo un silencio sepulcral. Observé la audiencia y la mayoría estaba boquiabierta y atónita ante lo que acababa de escuchar. Mi excondiscípula se tapaba la boca y me miraba con ojos de desquiciada, como si recordara en ese momento la disidencia y los debates acalorados entre la hermana Juliana y yo, las suspensiones constantes de la clase de religión y las inquisiciones por retar la fe.

Cuando iba a añadir: «Alguna pregunta», sentí unas manos que me halaban para sacarme del salón; otras que, del otro lado, me empujaron. En ese momento, vi cómo todas las carismáticas se pusieron de pie, aplaudieron efusivas y vociferaron: “Fuera, sacrílego, fuera”. 

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