1 m. Respuesta que da Dios, o por sí o
por sus ministros.
2 Respuesta que daban los dioses
paganos, a través de las pitonisas o los sacerdotes. *Adivinar.
3 Estatua o cualquier cosa que
representaba a la divinidad a quien se interrogaba,
o
lugar dedicado a ella: "El oráculo de Delfos".
4 (n. calif.) Persona a quien se
atribuye tanta *sabiduría y autoridad
que todos aceptan como indiscutible lo
que dice. Se usa frecuentemente con ironía.
Diccionario
del uso del español, María Moliner
La Asociación de profesoras católicas carismáticas
de Puerto Rico me invitó a su trigésima tercera convención anual para que dictara
una conferencia magistral que titulé: La
superchería y el significado de la fe cristiana en mi vida. No sé por qué
me seleccionaron. A lo mejor fue porque era egresado del mismo colegio católico
que la presidenta y ella conocía cuán estudioso era yo de la lectura religiosa
y todas sus vertientes. Luego de la presentación de todo el pedigrí —que tenía
estudios en filosofía, en divinidad y demás—, me acerqué al micrófono y comencé
mi disertación:
«Buenos
días a todas. Siempre me ha gustado el mundo de lo desconocido. Para mí, la
palabra “desconocido” tiene matices de algo misterioso, peligroso; a veces,
dañino y hasta mortal. Mi contacto con la religión y la superchería se remonta
a cuando vivía en El Falansterio. Para quien no sepa, El Falansterio es lo que
denomino como el primer caserío federal. Hoy lo llamarían el walk-up más antiguo de San Juan. (Hubo
risas).
»Frente
a casa, vivía una familia muy particular, compuesta de dos ancianos y el nieto.
El viejo era un cero a la izquierda, pero la vieja llamada Dominga tenía unas
costumbres muy particulares. Llevaba siempre un moño de donde irradiaban todas
las canas que le abrazaban la cabeza. Más que pitonisa, era yerbera. Para todo
mal, tenía un remedio con plantas. Preparaba sus emplastes y mejunjes en un
mortero de madera de ausubo que heredó de su abuela. Era exclusivo para sus
brebajes. Detrás de la puerta conservaba siempre un vaso de agua con una barra
de alcanfor para que recogiera las vibraciones negativas.
»Su
particularidad y lo más que me impresionaba era su enorme paño enredado en la
cabeza para fijar todas las hojas que se colocaba y así aliviar la jaqueca. Era
una vieja voluntariosa. Debajo del brazo, cargaba siempre una varita de
cualquier planta medicinal con la que acababa con el desorden de los muchachos.
En varias ocasiones sentí el ardor del foetazo en mis piernitas. Para lo vieja
tenía una fuerza sorprendente.
»El
fuego era su único punto débil. No podía verlo. Ante él, se descomponía y
lloraba sin consuelo. Luego me enteré que fue que lo perdió todo en uno que
consumió casi todas las casas de la barriada en que se crió. Como era tan
vieja, ya los estragos de aquel fuego se confundían entre las arrugas.
»Dominga era una médium
o lo que, para aquel entonces, llamaban “medio-unidad”. Todos los martes, ella
realizaba una sesión para despojar la casa de malas influencias y espíritus. Disfrutaba
ver cómo se retorcía cuando sentía un espíritu o algún fluido cerca de ella.
»Con frecuencia, la
vieja Dominga, llamaba a mi mamá para hacer las sesiones espiritistas y prepararle
amuletos de resguardo. Ella fue la primera que notó que mi papá era víctima de
un trabajo que ella no podía resolver. Alertó a mi madre que fue que la primera
mujer de papi quien le hizo un trabajo para que volviera con ella y hacerme a
mí su hijo. Dominga recomendó que fuéramos todos a ver a don Félix en Cataño,
al bravo de aquellos tiempos. A regañadientes, fuimos. Los remedios que
recomendaron aquella tarde, recetas para baños y velas, lograron exorcizar el maleficio
espiritual. Después de tal evento, a mi papá no hubo quien lo hiciera
participar de tales reuniones. Se volvió incrédulo. Fue como si le hubieran
echado otra maldición para que no creyera en nada. Lo único que no pudieron
quitarle fue la afición al juego y a la bebida. Murió con ambas. (Que el señor
lo haya acogido en su seno, escuché decir).
»A
nosotros, al nieto y a mí, nos metían en el dormitorio por el tiempo que durara
la sesión. Ambos, nos desternillábamos de la risa cuando doña Dominga comenzaba
a dar con las manos sobre la pecera llena de agua y a hablar en jeringonza. La
imitábamos en el cuarto y nos azotábamos con las sábanas y con las almohadas
para sacarnos lo malo. Cercano al final de la sesión, nos llamaban uno a uno y,
con las yerbas, nos azotaban para resguardarnos de “el Enemigo”. Qué ridiculez,
¿verdad?».
La
audiencia reaccionó empática y se escucharon frases como: «Es verdad; que el Señor
la haya perdonado, aleluya». Hubo personas que se
persignaron. Sentí que había atinado; me había echado a mi público en el
bolsillo. Así que seguí:
«En la universidad,
coincidí con amistades que simpatizaban con lo que estaba de moda luego de la llegada
de los cubanos a Puerto Rico: la santería. La santería, como había leído, es un
mundo tan fantástico como el mundo de las religiones cristianas. De lo que pude
guardar en mi archivo mental, los nombres pareados con deidades católicas
surgen como recurso para que los negros pudieran hacer alabanzas a sus dioses y
recibir respuestas sin que los amitos blancos se enterrasen de a quién le
rendían culto. Luego de las guerras tribales, la vencida incorporaba los dioses
de la tribu vencedora a los suyos, porque entendían que tales deidades eran más
poderosas que las que, hasta ese momento, habían tenido.
»Es aquí que conozco a
una mulata que se había hecho el santo. Tuvo que raparse la cabeza, llevar un
turbante, y vestir siempre de blanco —ropa interior y todo— por un año. Con
ella, visité tambores, bacanales que se le hacían al santo. Me harté de licor y
de comida porque se servía de ambas en demasía. Sus danzantes aletargados y
algunos revolviéndose por el piso no dejaban de impresionarme. Otra particularidad
de estas fiestas era el cuarto destinado a las soperas. Allí ofrecían toda la comida
a lo que moraba en ellas. Mi curiosidad siempre intentaba averiguar lo que
había dentro, pero la respuesta era la misma: “Eres demasiado curioso. Cuando
te hagas el santo, hablamos”.
»En otra ocasión,
acompañé a una amiga para que “el padrino” le preparara los collares de Yemayá
(entiéndase, La caridad del cobre) y de Changó (Santa Bárbara). Después de
haber terminado con ella, el padrino me invitó a que me echara los caracoles.
Yo, como curioso al fin, accedí. En resumen, los caracoles indicaban que San
Lázaro o Babaluayé pedía mi cabeza y que tenía que vestir un collar púrpura como
amuleto protector. La misma semana, mientras trabajaba como sociopenal del
Tribunal, traspasé una puerta de cristal en uno de los Hogares CREA; quedé como
lechón de mechar, tuve que caminar con bastón por más de un mes, y hasta ahí
llegó mi interés en la santería».
Me
distrajeron las carcajadas y «los gloria a Dios». Hasta este momento,
la gente asentía y se notaba que la audiencia estaba cautiva. Proseguí:
«Todas las iglesias,
todas, han condenado las prácticas anteriores y hasta, incluso, se han mofado
de ellas. Sin embargo, desde que tengo uso de razón, las iglesias han sido guarida
de pitonisas que vaticinan la venida del Mesías desde el siglo I. Las iglesias sentencian
que los que no cumplan con sus dogmas, se achicharrarán en las pailas del
infierno. La clarividencia fanática les permite saber quiénes son los elegidos
que verán a Dios; y quiénes, no. Su mayor arrogancia es autodenominarse como la
iglesia ¡escogida por el Señor! Lo interesante es que hay tantas que uno no
sabe cuál de todas tiene la razón o, mejor dicho, “la verdad”.
»No sé si es causalidad
o casualidad que mi vida haya estado vinculada a tantos adivinadores y
adivinadoras, para ser políticamente correcto. Ciertas veces me predijeron
cosas que resultaron falsas y otras que resultaron obvias.
»Vivir esclavo de la
superchería santera, espiritista o cristiana le roba la paz mental a
cualquiera. Yo no quiero ser esclavo de nada. No me interesa conocer el futuro
porque me desespero esperando que venga o no venga lo que tiene y va a venir. Subrayo
“va”.
»No creo en pronósticos,
ni en horóscopos ni en vaticinios. Considero que los dogmas religiosos de las
iglesias son tan fantásticos como la creencia de nuestros indígenas en sus
dioses; o mejor aún, tan fantásticos como la virginidad de María o el carruaje de
fuego de Elías, que muchos dicen que fue un extraterrestre. Sólo me dedico a
vivir de acuerdo con lo que el universo me dicta como bueno. Lo que puedo
predecir es que lo bueno es como la verdad: es única y significa algo
totalmente distinto para cada cual. Me dejo llevar por mi instinto sin
imponerle nada a nadie. Gracias por su atención».
Al terminar, hubo un silencio
sepulcral. Observé la audiencia y la mayoría estaba boquiabierta y atónita ante
lo que acababa de escuchar. Mi excondiscípula se tapaba la boca y me miraba con
ojos de desquiciada, como si recordara en ese momento la disidencia y los
debates acalorados entre la hermana Juliana y yo, las suspensiones constantes
de la clase de religión y las inquisiciones por retar la fe.
Cuando iba a añadir: «Alguna
pregunta», sentí unas manos que me halaban para sacarme del salón; otras que,
del otro lado, me empujaron. En ese momento, vi cómo todas las carismáticas se pusieron
de pie, aplaudieron efusivas y vociferaron: “Fuera, sacrílego, fuera”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario