La mujer observó su figura
obesa en el espejo a la vez que lloraba de rabia. Era el tercer pantalón que se
probaba y tampoco le cerraba. Trató de encoger la barriga, pero aún así la
cremallera no llegó donde tenía que llegar. Pataleó para quitarse el pantalón.
Regresó al clóset y sacó un blusón azul plisado. Se lo midió por encima, y notó
que le quedaría holgado y que era lo suficientemente largo como para tapar la
abertura del pantalón. Volvió a ponérselo y lo aseguró con un cinturón que
encontró. Enseguida se tiró el blusón por encima y notó que le llegaba hasta la
rodilla. Se dio una vuelta frente al espejo e hizo una mueca de desagrado.
—Hoy no pruebo bocado hasta
llegar a casa en la tarde.
Estaba cansada de vivir
dentro un cuerpo voluminoso y en aquel lugar llamado San José. La casa le
recordaba toda la amargura por haber sido el punto de mofa de la muchachería
cuando era niña y adolescente.
—Mira, salte del medio
que te aplasta la gorda.
—Gordinflona y pamplona
ya parece una lechona.
—Gorda, rueda pa’que
avances; la cuesta es bajando.
En aquel arrabal nació y,
si no se espabilaba, sabía que terminaría allí sola y frustrada. Le molestaba la
pestilencia de la laguna. Siempre le había parecido irónico que la gente de
dinero y los turistas que se quedan en los hoteles de lujo en Isla Verde pagasen
cantidades astronómicas para ver el panorama que ella había tenido gratis y
detestaba.
Su madre era el único
apoyo con que contaba, pero también la hería en innumerables ocasiones. El
fanatismo religioso y el enganche psicológico con ella la asfixiaban. Quería
salir de aquella esclavitud mental; sentirse libre del encadenamiento puritano
que sentenciaba como pecado todo lo que ella hacía. A sus veinticuatro años, su
cuerpo deseaba lo que no tenía, esbeltez, independencia y ser madre. Salió del
cuarto sin maquillarse para no escuchar más regaños. Su madre la llamó para que
desayunara, pero no le hizo caso.
Al poner el pie fuera de
la casa el taco del zapato se hundió en el fango que había bajado por la cuneta
la noche anterior como consecuencia del aguacero intenso.
—Maldita sea.
Caminó como pudo hasta
la guagua. Luego de tres intentos, el motor encendió y puso el pie en el pedal
de la gasolina. El chirrido de las gomas hizo que la madre saliera a ver qué sucedía.
—¡Ay, Señor mío!
Acompáñame a la loca de mi hija. Me va a matar de un susto un día.
Ya en el estacionamiento
de la compañía, aparcó la guagua en el primer lugar que encontró. Iba tarde.
Subió las escaleras corriendo hasta llegar al tercer piso. Entró sofocada a la
oficina. Sin querer se viró un tobillo, tropezó con una de las sillas, y sintió
que la costura del pantalón cedió por la parte trasera.
—Me cago en...
Llegó hasta el
escritorio y tiró la cartera. Abrió la gaveta y sacó un costurero que guardó en
el bolsillo del blusón.
—Si alguien pregunta,
estoy en el baño.
—¿Qué, se te rajaron los
pantalones otra vez? —escuchó a alguien decirle a carcajadas.
—Vete a la mierda.
Entró al baño y se metió
en un cubículo. Se quitó el pantalón, y vio la rajadura. Se dio cuenta de que no
había manera de remendarlo. Le quitó la correa. Se puso de pie y se acomodó el
cinturón por encima del blusón. Salió del cubículo y se repasó frente al
espejo. Le quedaba algo corto para su gusto, pero no le importó. No se veía tan
corto como una minifalda. Tiró el pantalón en la basura, y salió.
Regresó a su escritorio
y agarró el celular. Texteó la palabra "bariátrica" y un número
telefónico apareció en la pantalla. Llamó:
—Buenos días. Habla
Arminda Forastieri. Indíquele al doctor Cardona que he decidido hacerme la
operación. Que me consiga la fecha más pronta que tenga disponible —pausó—.
Bueno, lo que sea. Si tengo que bajar las cincuenta libras para operarme, las
bajo —pausó—. No me importa. Dígale que estoy dispuesta a hacer lo que sea para
que me opere. Garantizado —pausó—. Sí, el pago será en efectivo —pausó—. Llamé,
pero el plan no me cubre la operación —pausó—. No se apure que me encargaré de llevar
los dieciséis mil dólares en efectivo. ¿Eso es todo? Gracias.
Guardo el celular y
lloró.
* * *
La voz de su madre la
despertó. Sentía como si un camión le hubiera pasado por encima, pero no le
importaba porque había hecho lo que entendía correcto y necesario.
—Pues, sí, doctor. Ella
ha sido gorda toda la vida. Le viene de familia; de la parte del padre que todos
son unos bojotes. En mi familia no hay nadie que peque de gula. Pero por la
parte de mi marido —que Dios lo tenga en la gloria y donde no se moje—, no. Esa
gente come como si la comida fuese a pasar de moda. ¡Dios mío!
—No se preocupe, doña
Eduviges, porque, si Arminda sigue las indicaciones al pie de la letra, no va a
tener problemas. Ahora, eso sí, tiene que tomarse todas las vitaminas
religiosamente. Tiene que preparar las porciones como se han planificado y en
las cantidades que se recomiendan. De lo contrario…
—Yo no sé, doctor, pero
yo se lo dije a ella que la operación es una botadera de dinero. Como ella es
con la comida, va a aumentar de peso en un santiamén. Ya usted lo verá. Ella se
jarta todo lo que le pongan al frente.
Y si se le entra la ansiedad, peor. Por eso trato de que esté tranquila.
—Mami, te escucho —dijo
Arminda —; cállate la boca por el amor de Dios. Deja que por lo menos salga del
hospital para que comiences a criticarme.
—Pero si yo no he dicho
ninguna mentira, Arminda. Le estoy diciendo al doctor que la operación no te va
a funcionar. Tú no tienes fuerza de voluntad. La voluntad la da el Señor y tú
le has fallado al Señor.
—MAMI, YA.
***
Han pasado siete meses
desde el procedimiento bariátrico. Arminda observa su cuerpo desnudo en el
espejo, y disfruta su nueva figura. Saca del clóset un vestido blanco en
algodón y lee el tamaño en voz alta:
—Talla 5. Jamás pensé
que llegaría a vestir un modelito tan pequeño. Si le coloco esta estola por el
cuello. Échale, Arminda. Te vas a ver fabulosa.
Enseguida se mete en el
baño, se ducha y se viste. El traje le ajusta la cintura, pero el ancho de la
falda evita que se note el poco de barriga que le queda todavía. Se pone los
tacones de plataforma para verse más alta. Tan pronto sale del cuarto, escucha
a su madre:
—Ven, nena, que te
preparé el desayuno.
Ya en la cocina, Arminda
vio el mismo desayuno que su madre le había preparado desde siempre. En la mesa
había un plato con dos huevos fritos rodeados de dos lascas de pan, una lasca
de jamón otra de queso, papas fritas y mermelada de frambuesa. Al lado había un
tazón de café, una manzana y un tazón con avena.
—Mami, yo no puedo
comerme todo eso. Tú lo sabes.
—Pero si es lo que te
gusta. Es solo por un día. No te va a pasar nada. Es tu cumpleaños. Disfrútalo.
Ven y siéntate. A ver si, ahora que pareces una mujer, te consigues un marido
que te mantenga.
—Mami, no me voy a comer
nada de eso. Me tomo el café y ya. Si me como toda esa comida, sabes que tengo
que salir corriendo para el baño. Mi estómago ya no aguanta tanta comida. Tú lo
sabes. ¿Por qué me haces esto?
—¿Ni la lasca de queso?
Tan temprano que me levanté para…
—La lasca, sí. Mira.
¿Ya?
—Pero siéntate,
muchacha.
—Me voy, mami, se me
hace tarde. ¡Ah! y no me esperes que llego tarde. Me invitaron a salir esta
tarde.
—¿Quién, dónde? ¿Con qué
hombre te estás acostando, ramera? Aquí no llegues con una barriga…
Ya en la calle Armida le
contestó:
—No, no es con uno que
me acuesto. Son cientos de hombres porque soy una ninfómana y que se joda; no
la tengo de adorno como tú.
El día en la oficina
fluyó sin contratiempos. Los compañeros fueron muy considerados con ella. Le
regalaron libros y le respetaron su deseo de no obsequiarle nada de comer.
Llegada las siete de la tarde, recogió el escritorio, se retocó el maquillaje y
se marchó deprisa para su cita.
A su llegada al
restaurante, el mozo la recibió con un ramo de rosas blancas. Ya la estaban
esperando en la mesa. La luz de la vela iluminaba el rostro de su enamorado. Cuando
se allegó, él se levantó y le sacó la silla para que se sentara. Luego de
varios tragos, él le dijo:
—Arminda, llevo pensando
en algo hace días y quiero proponértelo.
—¿Qué? ¿Que te quieres
casar conmigo?
—¿Cómo lo adivinaste?
—¿Eso es lo que quieres
proponerme?
—Sí.
—Claro que sí, que
acepto. Te lo iba a proponer, pero te me adelantaste. ¿Cuándo, Vincenzzo?
—Cuando quieras, amore. Pero lo antes mejor.
—¿Estás seguro de que es
porque me amas o es porque estás buscando conseguir la residencia por medio
mío?
—Cara, no. Me ofendes. Ti
amo.
—Pues nos casamos el mes
entrante.
—No tiene que ser nada
pomposo.
—Claro que no. Esta boda
será la mía y no la de mi madre. Es más, fuguémonos.
—No, no, bella; quiero casarme legalmente
contigo.
* * *
A los siete meses, el
parto tuvo que ser por cesárea. Estaba adolorida, pero el dolor era diferente
al de la operación anterior. La voz de la madre la despertó.
—Yo sabía que esto iba a
pasar. Cuando yo vi al italianito aquel, yo me dije: «Este está detrás de la
ciudadanía». Cuando ella encontró la nota amorosa dirigida a una tal Carlota en
el delantal de él, debió haberlo puesto de patitas en la calle. Pero no,
doctor, lo perdonó y encima dejó que le hiciera una muchacha. Aquel hombre era
un mujeriego y ella se dedicó a lo que sabe: a comer. Mire como está de gorda.
Me la tiene que poner a dieta.
Arminda, cerró los ojos.
Para evitar que la vieran llorando, escondió su cara detrás de la almohada.
—Usted sabe que se las
vio mala, doctor. Esa preclampsia fue terrible. A mí el marido mío —que Dios lo
tenga en la gloria y donde no se moje— me trató como si fuera una reina.
Siempre. Nunca me vio desnuda. Y crié mis seis hijas en el temor del Señor. Pero
la juventud de hoy día es muy promiscua. Viven en el pecado. Figúrese que esta
muchachita, que es la más pequeña y la que más dolores de cabeza me ha dado, ni
siquiera me invitó a la boda. Todo esto es castigo del Señor por hacer sufrir a
una madre abnegada y buena como he sido yo. Por eso el marido se le fue con la
otra. La dejó por una flaca esquelética. Yo nunca le he fallado. Siempre le he
provisto todo, pero ella es una malagradecida. Encima con una hija sin padre.
Que vergüenza. Señor, apiádate de ella.
—No pudo aguantar tu
crítica, mami. Vincenzzo no tuvo el aguante que tengo yo.
—¡Ah!, ¿ahora la culpa
de que se fuera es mía?, si yo apenas le hablaba a ese bueno para nada.
—Bueno, doña Eduviges,
Arminda tiene que descansar. Le sugiero que se vaya y regrese en la tarde.
—Gracias, doctor. Vete
mami. Hazle caso. Déjame sola; déjame en paz.
* * *
Habían pasado dos años
desde que le practicaron la cesárea. Arminda miró el reloj y se apresuró. Quería
pasar por el hospital para ver a su madre antes de llegar al trabajo. El tratamiento
contra el cáncer había sido un éxito, pero un presentimiento la sobresaltaba aún.
—¿Cómo estás hoy, mami?
—Nena, que bueno que
viniste. Me queda poco tiempo ya y lo sé. Dios me lo ha revelado. Me preocupa
dejarte sola a merced del italiano. ¿Tú no te das cuenta de que regresó contigo
por interés? ¿Es tan difícil verlo?
—Mami, hay algo que tú
no sabes. Vincenzzo fue quien pagó la bariátrica; no fui yo. Siempre supe que
se casaba conmigo por conseguir la ciudadanía. Lo discutimos y estuve de
acuerdo. Lo hice a cambio de que me sirviera de padrote para tener mi hija, tu
nieta querida. Él estuvo de acuerdo y, cuando la nena nació, quedó prendado con
la chiquita. Es muy buen padre. El me ama; a su manera es, pero me ama. Si se
queda conmigo, bien, mami; y si no, también. No me preocupa nada. Sé lo que
quiero y tengo lo que quiero. Yo no soy ninguna loca.
—Me alegra saberlo. Ya
puedo irme a reunir con el Seño y…
Eduviges la miró con
ternura y cerró los ojos. Segundos después expiraba dejando en su cara una
sonrisa. Arminda comprendió y sonrió también.
—Fuiste una buena madre;
no me puedo quejar. Que Dios te acoja en su seno, mami. Con todo y lo que hemos
batallado, me vas a hacer falta; me harás mucha falta.
Cuando salía por la
puerta, se detuvo y miró el cuerpo inerte a la vez que se tocaba el vientre:
—¡Ay, bendito! Se me olvidó
decirte que ibas a ser abue
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