domingo, 25 de diciembre de 2011

La incontenible



La mujer observó su figura obesa en el espejo a la vez que lloraba de rabia. Era el tercer pantalón que se probaba y tampoco le cerraba. Trató de encoger la barriga, pero aún así la cremallera no llegó donde tenía que llegar. Pataleó para quitarse el pantalón. Regresó al clóset y sacó un blusón azul plisado. Se lo midió por encima, y notó que le quedaría holgado y que era lo suficientemente largo como para tapar la abertura del pantalón. Volvió a ponérselo y lo aseguró con un cinturón que encontró. Enseguida se tiró el blusón por encima y notó que le llegaba hasta la rodilla. Se dio una vuelta frente al espejo e hizo una mueca de desagrado.
—Hoy no pruebo bocado hasta llegar a casa en la tarde.
Estaba cansada de vivir dentro un cuerpo voluminoso y en aquel lugar llamado San José. La casa le recordaba toda la amargura por haber sido el punto de mofa de la muchachería cuando era niña y adolescente.
—Mira, salte del medio que te aplasta la gorda.
—Gordinflona y pamplona ya parece una lechona.
—Gorda, rueda pa’que avances; la cuesta es bajando.
En aquel arrabal nació y, si no se espabilaba, sabía que terminaría allí sola y frustrada. Le molestaba la pestilencia de la laguna. Siempre le había parecido irónico que la gente de dinero y los turistas que se quedan en los hoteles de lujo en Isla Verde pagasen cantidades astronómicas para ver el panorama que ella había tenido gratis y detestaba.
Su madre era el único apoyo con que contaba, pero también la hería en innumerables ocasiones. El fanatismo religioso y el enganche psicológico con ella la asfixiaban. Quería salir de aquella esclavitud mental; sentirse libre del encadenamiento puritano que sentenciaba como pecado todo lo que ella hacía. A sus veinticuatro años, su cuerpo deseaba lo que no tenía, esbeltez, independencia y ser madre. Salió del cuarto sin maquillarse para no escuchar más regaños. Su madre la llamó para que desayunara, pero no le hizo caso.
Al poner el pie fuera de la casa el taco del zapato se hundió en el fango que había bajado por la cuneta la noche anterior como consecuencia del aguacero intenso. 
—Maldita sea.
Caminó como pudo hasta la guagua. Luego de tres intentos, el motor encendió y puso el pie en el pedal de la gasolina. El chirrido de las gomas hizo que la madre saliera a ver qué sucedía.
—¡Ay, Señor mío! Acompáñame a la loca de mi hija. Me va a matar de un susto un día.
Ya en el estacionamiento de la compañía, aparcó la guagua en el primer lugar que encontró. Iba tarde. Subió las escaleras corriendo hasta llegar al tercer piso. Entró sofocada a la oficina. Sin querer se viró un tobillo, tropezó con una de las sillas, y sintió que la costura del pantalón cedió por la parte trasera. 
—Me cago en...
Llegó hasta el escritorio y tiró la cartera. Abrió la gaveta y sacó un costurero que guardó en el bolsillo del blusón.
—Si alguien pregunta, estoy en el baño.
—¿Qué, se te rajaron los pantalones otra vez? —escuchó a alguien decirle a carcajadas.
—Vete a la mierda.
Entró al baño y se metió en un cubículo. Se quitó el pantalón, y vio la rajadura. Se dio cuenta de que no había manera de remendarlo. Le quitó la correa. Se puso de pie y se acomodó el cinturón por encima del blusón. Salió del cubículo y se repasó frente al espejo. Le quedaba algo corto para su gusto, pero no le importó. No se veía tan corto como una minifalda. Tiró el pantalón en la basura, y salió.
Regresó a su escritorio y agarró el celular. Texteó la palabra "bariátrica" y un número telefónico apareció en la pantalla. Llamó:
—Buenos días. Habla Arminda Forastieri. Indíquele al doctor Cardona que he decidido hacerme la operación. Que me consiga la fecha más pronta que tenga disponible —pausó—. Bueno, lo que sea. Si tengo que bajar las cincuenta libras para operarme, las bajo —pausó—. No me importa. Dígale que estoy dispuesta a hacer lo que sea para que me opere. Garantizado —pausó—. Sí, el pago será en efectivo —pausó—. Llamé, pero el plan no me cubre la operación —pausó—. No se apure que me encargaré de llevar los dieciséis mil dólares en efectivo. ¿Eso es todo? Gracias.
Guardo el celular y lloró.
* * *
La voz de su madre la despertó. Sentía como si un camión le hubiera pasado por encima, pero no le importaba porque había hecho lo que entendía correcto y necesario.
—Pues, sí, doctor. Ella ha sido gorda toda la vida. Le viene de familia; de la parte del padre que todos son unos bojotes. En mi familia no hay nadie que peque de gula. Pero por la parte de mi marido —que Dios lo tenga en la gloria y donde no se moje—, no. Esa gente come como si la comida fuese a pasar de moda. ¡Dios mío!
—No se preocupe, doña Eduviges, porque, si Arminda sigue las indicaciones al pie de la letra, no va a tener problemas. Ahora, eso sí, tiene que tomarse todas las vitaminas religiosamente. Tiene que preparar las porciones como se han planificado y en las cantidades que se recomiendan. De lo contrario…
—Yo no sé, doctor, pero yo se lo dije a ella que la operación es una botadera de dinero. Como ella es con la comida, va a aumentar de peso en un santiamén. Ya usted lo verá. Ella se jarta todo lo que le pongan al frente. Y si se le entra la ansiedad, peor. Por eso trato de que esté tranquila.
—Mami, te escucho —dijo Arminda —; cállate la boca por el amor de Dios. Deja que por lo menos salga del hospital para que comiences a criticarme.
—Pero si yo no he dicho ninguna mentira, Arminda. Le estoy diciendo al doctor que la operación no te va a funcionar. Tú no tienes fuerza de voluntad. La voluntad la da el Señor y tú le has fallado al Señor.
—MAMI, YA.
***
Han pasado siete meses desde el procedimiento bariátrico. Arminda observa su cuerpo desnudo en el espejo, y disfruta su nueva figura. Saca del clóset un vestido blanco en algodón y lee el tamaño en voz alta:
—Talla 5. Jamás pensé que llegaría a vestir un modelito tan pequeño. Si le coloco esta estola por el cuello. Échale, Arminda. Te vas a ver fabulosa.
Enseguida se mete en el baño, se ducha y se viste. El traje le ajusta la cintura, pero el ancho de la falda evita que se note el poco de barriga que le queda todavía. Se pone los tacones de plataforma para verse más alta. Tan pronto sale del cuarto, escucha a su madre:
—Ven, nena, que te preparé el desayuno.
Ya en la cocina, Arminda vio el mismo desayuno que su madre le había preparado desde siempre. En la mesa había un plato con dos huevos fritos rodeados de dos lascas de pan, una lasca de jamón otra de queso, papas fritas y mermelada de frambuesa. Al lado había un tazón de café, una manzana y un tazón con avena.
—Mami, yo no puedo comerme todo eso. Tú lo sabes.
—Pero si es lo que te gusta. Es solo por un día. No te va a pasar nada. Es tu cumpleaños. Disfrútalo. Ven y siéntate. A ver si, ahora que pareces una mujer, te consigues un marido que te mantenga.
—Mami, no me voy a comer nada de eso. Me tomo el café y ya. Si me como toda esa comida, sabes que tengo que salir corriendo para el baño. Mi estómago ya no aguanta tanta comida. Tú lo sabes. ¿Por qué me haces esto?
—¿Ni la lasca de queso? Tan temprano que me levanté para…
—La lasca, sí. Mira. ¿Ya?
—Pero siéntate, muchacha.
—Me voy, mami, se me hace tarde. ¡Ah! y no me esperes que llego tarde. Me invitaron a salir esta tarde.
—¿Quién, dónde? ¿Con qué hombre te estás acostando, ramera? Aquí no llegues con una barriga…
Ya en la calle Armida le contestó:
—No, no es con uno que me acuesto. Son cientos de hombres porque soy una ninfómana y que se joda; no la tengo de adorno como tú.
El día en la oficina fluyó sin contratiempos. Los compañeros fueron muy considerados con ella. Le regalaron libros y le respetaron su deseo de no obsequiarle nada de comer. Llegada las siete de la tarde, recogió el escritorio, se retocó el maquillaje y se marchó deprisa para su cita.
A su llegada al restaurante, el mozo la recibió con un ramo de rosas blancas. Ya la estaban esperando en la mesa. La luz de la vela iluminaba el rostro de su enamorado. Cuando se allegó, él se levantó y le sacó la silla para que se sentara. Luego de varios tragos, él le dijo:
—Arminda, llevo pensando en algo hace días y quiero proponértelo.
—¿Qué? ¿Que te quieres casar conmigo?
—¿Cómo lo adivinaste?
—¿Eso es lo que quieres proponerme?
—Sí.
—Claro que sí, que acepto. Te lo iba a proponer, pero te me adelantaste. ¿Cuándo, Vincenzzo?
—Cuando quieras, amore. Pero lo antes mejor.
—¿Estás seguro de que es porque me amas o es porque estás buscando conseguir la residencia por medio mío?
—Cara, no. Me ofendes. Ti amo.
—Pues nos casamos el mes entrante. 
—No tiene que ser nada pomposo.
—Claro que no. Esta boda será la mía y no la de mi madre. Es más, fuguémonos.
—No, no, bella; quiero casarme legalmente contigo.
* * *
A los siete meses, el parto tuvo que ser por cesárea. Estaba adolorida, pero el dolor era diferente al de la operación anterior. La voz de la madre la despertó.
—Yo sabía que esto iba a pasar. Cuando yo vi al italianito aquel, yo me dije: «Este está detrás de la ciudadanía». Cuando ella encontró la nota amorosa dirigida a una tal Carlota en el delantal de él, debió haberlo puesto de patitas en la calle. Pero no, doctor, lo perdonó y encima dejó que le hiciera una muchacha. Aquel hombre era un mujeriego y ella se dedicó a lo que sabe: a comer. Mire como está de gorda. Me la tiene que poner a dieta.
Arminda, cerró los ojos. Para evitar que la vieran llorando, escondió su cara detrás de la almohada.
—Usted sabe que se las vio mala, doctor. Esa preclampsia fue terrible. A mí el marido mío —que Dios lo tenga en la gloria y donde no se moje— me trató como si fuera una reina. Siempre. Nunca me vio desnuda. Y crié mis seis hijas en el temor del Señor. Pero la juventud de hoy día es muy promiscua. Viven en el pecado. Figúrese que esta muchachita, que es la más pequeña y la que más dolores de cabeza me ha dado, ni siquiera me invitó a la boda. Todo esto es castigo del Señor por hacer sufrir a una madre abnegada y buena como he sido yo. Por eso el marido se le fue con la otra. La dejó por una flaca esquelética. Yo nunca le he fallado. Siempre le he provisto todo, pero ella es una malagradecida. Encima con una hija sin padre. Que vergüenza. Señor, apiádate de ella.
—No pudo aguantar tu crítica, mami. Vincenzzo no tuvo el aguante que tengo yo.
—¡Ah!, ¿ahora la culpa de que se fuera es mía?, si yo apenas le hablaba a ese bueno para nada.
—Bueno, doña Eduviges, Arminda tiene que descansar. Le sugiero que se vaya y regrese en la tarde.
—Gracias, doctor. Vete mami. Hazle caso. Déjame sola; déjame en paz.
* * *
Habían pasado dos años desde que le practicaron la cesárea. Arminda miró el reloj y se apresuró. Quería pasar por el hospital para ver a su madre antes de llegar al trabajo. El tratamiento contra el cáncer había sido un éxito, pero un presentimiento la sobresaltaba aún.
—¿Cómo estás hoy, mami?
—Nena, que bueno que viniste. Me queda poco tiempo ya y lo sé. Dios me lo ha revelado. Me preocupa dejarte sola a merced del italiano. ¿Tú no te das cuenta de que regresó contigo por interés? ¿Es tan difícil verlo?
—Mami, hay algo que tú no sabes. Vincenzzo fue quien pagó la bariátrica; no fui yo. Siempre supe que se casaba conmigo por conseguir la ciudadanía. Lo discutimos y estuve de acuerdo. Lo hice a cambio de que me sirviera de padrote para tener mi hija, tu nieta querida. Él estuvo de acuerdo y, cuando la nena nació, quedó prendado con la chiquita. Es muy buen padre. El me ama; a su manera es, pero me ama. Si se queda conmigo, bien, mami; y si no, también. No me preocupa nada. Sé lo que quiero y tengo lo que quiero. Yo no soy ninguna loca.
—Me alegra saberlo. Ya puedo irme a reunir con el Seño y…
Eduviges la miró con ternura y cerró los ojos. Segundos después expiraba dejando en su cara una sonrisa. Arminda comprendió y sonrió también.
—Fuiste una buena madre; no me puedo quejar. Que Dios te acoja en su seno, mami. Con todo y lo que hemos batallado, me vas a hacer falta; me harás mucha falta.
Cuando salía por la puerta, se detuvo y miró el cuerpo inerte a la vez que se tocaba el vientre:
—¡Ay, bendito! Se me olvidó decirte que ibas a ser abue

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