domingo, 4 de diciembre de 2011

Asalto navideño





A lo lejos, se escuchaba la música de una parranda que gritaba:
—¡Asalto! Traigo esta trulla para que te levantes. Traigo esta trulla para que te levantes…
El joven notó que el templo estaba aún abierto. Miró para todos lados y entró. Se sentó encorvado en un banco y comenzó a frotarse los brazos. Volvió a mirar hacia afuera como esperando que alguien entrara en cualquier momento. Se persignó y dijo con voz entrecortada:
—Dios, necesito hacer algo para conseguir el dinero antes de la medianoche. Ayúdame, por favor, a superar mi adicción. Haz que mis padres se apiaden de mí y me permitan regresar a casa. Te juro que volveré al tratamiento. Si me sacas de esta, regresaré a la universidad. Haré un esfuerzo y trabajaré gratis en la corporación de mi padre para que veas que mi deseo de cambiar es real. Permite que pueda resolver este problema antes de que me maten esta noche.
De uno de los laterales, sale un hombre vestido de negro que lo saluda. Lleva un cuello clerical y carga una Biblia en la mano.
—Felicidades, hermano. Lamento informarte que tengo que cerrar el templo. Te puedo conceder cinco minutos más para que termines tu conversación con el Señor, pero es que tengo un hermano en Cristo que está en el hospital y quiero ir a orarle antes de que el Señor lo mande a buscar. ¿Está bien? Vuelvo enseguida.
Regresa por donde vino, pero deja la Biblia en uno de los bancos. El joven se asombra al ver las prendas que lleva el ministro. La cara se tensa y se muerde el labio inferior. Frunce el ceño y respira profundo. Se persigna otra vez y dice:
—Digo, diosito, no sé si esta es tu respuesta, pero de todas maneras, gracias. Pa’que me joda yo, que se joda otro.
Se levanta sigilosamente. Saca el revólver que lleva en la cintura. Se acerca por la espalda y encañona en la nuca al ministro cuando se dispone a cerrar una de las puertas del templo.
—Dame las prendas y los chavos o te vuelo la cabeza.
El hombre se tensa, respira profundo para mantenerse calmado. Trata de controlar el temblor de las piernas.
—No, con calma, hijo mío. Vamos a dialogar.
—No tengo nada que hablar contigo, viejo; que me des las prendas te dije.
—No puedo dejar que te condenes en el infierno por culpa del deseo por cosas materiales.
—NO ME JODAS, AVANZA.
—Mira, mejor te las regalos, hijo mío, así no pecas contra Dios. Voy a empezar con el reloj —comienza a quitárselo sin mirarlo—. Es un Rolex, es bueno. Aquí tienes el aro de matrimonio y la sortija. Tranquilo, y te entrego la cartera ahora. Oraré por ti y por tu salvación.
—A mí tú no me tienes que decir cómo hacer las cosas. No quiero que me regales un carajo ni que ores por mí. Tú eres el que te vas pa'l infierno ahora mismo, cabrón.
Presionó el gatillo y disparo.
A lo lejos la parranda continuaba:
—Prendiste la luz, metiste la pata…



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