Dios, concédeme la
serenidad
para aceptar las cosas que
no puedo cambiar,
valor para cambiar aquellas
que puedo,
y sabiduría para
reconocer la diferencia.
Oración de la Serenidad
Bueno, hoy es el día decisivo. Lo he pospuesto
demasiado y no quiero retrasarlo más. Voy a apurarme o Jaime se me va para el
trabajo antes de que yo llegue, caviló.
Abrió la gaveta de la mesa de noche,
sacó el libro de Los doce pasos y doce
tradiciones de Overeaters Anonymous y leyó para sí el noveno paso: Reparamos
directamente a cuantos nos fue posible el daño que les habíamos causado, salvo
en aquellos casos en que el hacerlo perjudicaría a ellos mismos o a otros.
La preparación previa al evento le
tomaría alrededor de dos horas. Había decidido levantarse más temprano que de
costumbre, pero no desayunar para que la ropa le luciera más holgada y Jaime
notara las libras rebajadas. Estaba ansiosa por practicar todo lo aprendido en
el curso de maquillaje profesional. Además, elegiría con calma el mejor ajuar
de entre todas las piezas recién compradas y desplegadas sobre un desgastado
butacón, el cual apenas cabía en la habitación.
Hoy
decreto que todo obrará en mi favor. Le pediré perdón a Jaime y, con suerte,
las cosas se arreglarán entre nosotros y tendremos una reconciliación sólida.
Suspiró
al recordar los trece años vividos con Jaime. Siempre se sintió menos como
consecuencia del físico tan llamativo de él. El contraste entre los dos era
notable. Recordó cómo le gustaba jugar con el pelo negro ondulado y la
ceremonia de besarle los ojos para que no la olvidara jamás. Se reía para sí
cuando las amigas, en especial Mercedes, comentaban el gran parecido de Jaime
con Marlon Brando. Sólo les contestaba: “Bueno, la suerte de la fea, la bonita
la desea”.
Déjame
avanzar antes que mami se despierte y me venga con el maldito cantaleteo diario.
Corrió al baño y se duchó para
espabilarse. Habiéndose secado y aún desnuda, se miró en el espejo. Volvió a
verse de doscientas libras. Pasó la mano sobre la cicatriz de la cesárea. Si Albertito estuviera vivo, quizá Jaime y
yo no nos hubiéramos separado. De nuevo, la percepción minusválida la
afligió y volvió a sentirse un ser transparente a quien nadie notaba; en
especial su amado. Recordó todas las acusaciones hechas a él:
—No
me tocas porque estoy gorda y fea, pero tienes tiempo para acostarte con cuanta
arrabalera te encuentras. No me lo niegues. Vi la mancha de liftic
en la manga de la camisa. ¿Cuál de ellas
es? ¿Acaso es la secretaria nueva recién graduada o es la asistente? ¿O me
culpas de la muerte prematura de Albertito? Me humillas, Jaime, me humillas
ante todos.
—María
Eugenia, no es cierto —le contestaba él—. Jamás podría culparte por la muerte de nuestro hijo. Con relación a
la mancha, es sangre, carajo. Es sangre. Siempre te he sido fiel durante todo
estos años.
—Demuéstramelo
entonces. Cásate conmigo y pon la casa a nombre de los dos. No me digas que me
amas; demuéstramelo, actúa. Tócame como lo hacías antes de aumentar de peso. Estoy
dispuesta a hacerme una reconstrucción del himen si prefieres acostarte con una
virgen. Dime que no puedes vivir sin mí; que, si te dejo, me matas y te matas.
Se sentó en la cama, regresó el libro de
los doce pasos a la gaveta de la mesa de noche y sacó un maltrecho diario. Miró
el reloj y, aun así, comenzó a leer.
17
de marzo.- Hoy se cumplen tres semanas de Jaime y yo haber
terminado. No me acostumbro a su ausencia ni a estar de regreso en casa de
mami. Volví a atragantarme con comida para bajar la ansiedad agobiante y la he
aumentado más. No puedo dejar de castigarme por la muerte de Albertito. Todo me
atormenta tanto en la cabeza y me aturde. Necesito mi casa. Me desprecio. Mi
madre me tiene harta. Soy la única culpable de la partida de Jaime. Cuando
rebaje, tan pronto tenga mi peso ideal, él me suplicará que regrese con él. Adoptaremos
una niña y volveremos a ser felices. Detesto esta hambre insaciable, pero no
puedo comer nada hasta la cuarta hora. Es hambre emocional. Tengo que llamar a
mi madrina para desahogarme. Ya es muy tarde. La llamo mañana.
Pasó un sinnúmero de páginas y volvió a
leer:
22
de diciembre.- Estoy tan contenta. Ayer lo vi saliendo
del laboratorio, pero él no me vio; tal vez, no me reconoció. Sí, debió haber
sido eso. Estoy tan orgullosa de mí, he rebajado ochenta libras. Mi madrina me
pone de ejemplo y las recién llegadas me miran con mucho interés. Me siento
como una artista de cine frente a su fanaticada. Ya tengo tres ahijadas y me
llaman a diario. Jamás pensé controlar la comida. Todavía tengo que seguir
trabajando con mi mal carácter. Reconozco mi enfermedad incurable, pero me
estoy recuperando poco a poco, gracias a mi Poder Superior. Mi madre sigue
jodiéndome la vida. A veces, me dan ganas de estrangularla. Estoy tan deseosa
de llegar al paso de las enmiendas. No, no quiero llegar. No tengo que hacer
ninguna enmienda. Ese pendejo fue quien me dejó. Déjame serenarme. Voy a hacer
la Oración de la serenidad otra vez tan pronto termine de escribir. Siento
mucha hambre, pero no voy a comer nada. Beberé agua, sí. Seguro, lo que tengo
es sed. Tengo que llamar a mi madrina, pero la llamo mañana.
Cerró el diario. Se entristeció más ante
la ansiedad producida por la soledad de aquel lugar apartado y por tener que
aguantar las recriminaciones constantes de su madre.
—Tú
y tus locuras, Eugenia. Tanto estuviste hasta que lo empujaste a que te botara
de la casa. Y ahora mira donde estás; hecha una vieja y viviendo conmigo. Lo
único que sabes es comer y comer. No sé para qué vas a esas reuniones… ¿Para adónde
vas? No me dejes con la palabra en la boca. ¡María Eugenia!
Revivió también la amargura producto del
encontronazo que provocó el rompimiento de la relación:
—María
Eugenia, no puedo más con tus celos. Este rollo no va para ningún lado y es
culpa tuya. Cuántas veces quieres que te lo repita: no tengo a nadie más ni me
acuesto con ninguna otra mujer. Estoy hastiado de tus acusaciones. Eres la única
mujer quiero…
—¡Quieres,
sí; pero no me amas!
—¡Ya
basta! No podemos seguir en esta batalla. Hace un año, estuve a punto de
pedirte que formalizáramos la relación, pero tus celos me quitaron la idea. No
aguanto más. Exijo que, para esta tarde, te hayas marchado de mi casa.
—Pero,
Jaime, dame otra oportunidad. ¿Adónde voy a irme?
—No
sé adónde te irás ni me importa; pero te quiero fuera de la casa, María Eugenia.
La decisión es final. Esta situación no me deja funcionar bien en el trabajo. Me
van a botar si no presto atención a mis responsabilidades.
—Pues
de aquí me saca la policía.
—No
te preocupes; mi abogado se encargará de todo lo legal.
Sacudió la cabeza como para despojarse la
melancolía. Se maquilló y comenzó a probarse las piezas formando combinaciones que
tiraba sobre la cama. Para su desgracia, todas le apretaban en la cintura o en
el pecho.
¡Maldita
sea! ¡Coño!, si hasta con el agua aumento de peso. ¿Por qué me pasa esto ahora?
Si pudiera vomitaba, pero tengo el
estómago vacío.
Desesperada, agarró la blusa roja
estampada, la combinó con un pantalón crema y un chaquetón azul añil. Se enredó
un pañolón violáceo por el cuello y dio por concluido el asunto. Se repasó en
el espejo. Aun cuando la blusa estaba bastante ajustada, el chaquetón le
disimulaba un poco la panza fofa que no había podido reducir.
No,
esta porquería me aprieta. Sea la madre. Deja ver si encuentro otra cosa.
Volvió al clóset y se vistió con una chaqueta
deportiva negra dos tallas más grandes, que había guardado de cuando estaba más
obesa. Se arrancó la tela que llevaba por el cuello y la tiró sobre la cama. Agarró
la peluca pelirroja y se cubrió la alopecia incipiente producto de las terapias
con cobalto. Agarró las sandalias negras de tiras cruzadas y se las amarró. Se
examinó por última vez frente al espejo y asintió. Salió de la casa con mucho sigilo
para no despertar a su madre. A pesar de todo, tenía mucha ilusión. Se montó en
el Hyundai chocado, pero mantuvo la puerta abierta.
Es
imperativo que se me noten las libras bajadas. Estoy convencida, Jaime me
perdonará. Lo intuyo. Voy a lograr mi cometido,
dijo mientras, mirándose en el espejo retrovisor, peinaba las cejas con el dedo.
Dejó caer la cabeza sobre el espaldar
del asiento. Cerró los ojos y se perdió un instante entre suposiciones,
posibilidades y conjeturas. Se
emocionaría cuando Jaime le propusiera matrimonio al fin. Exigiría un juego de
matrimonio con un diamante rodeado de rubíes. (No podía esperar menos). El día
de la boda, llegaría a la Iglesia San Agustín, donde fue hija de María desde
niña, en un coche tirado por dos caballos azabache coronados cada uno con un
penacho multicolor. Adentro la iglesia estaría repleta de lirios cala, su flor
favorita.
Entraría
vestida con un llamativo traje de novia blanco, ceñido a la cintura y
acampanado. El jubón le levantaría más el busto y aparentaría una cintura más
estrecha. El traje estaría repleto de encajes en forma de pétalos de rosa, de lentejuelas
y canutillos. Llevaría una cola de no menos de seis pies de largo que arrastrara
por todo el pasillo de la nave mayor. La pucha sería de rosas blancas matizadas
enredadas en cintas satinadas del mismo tono y llegarían hasta el piso. Todos
suspirarían al verla tan femenina.
Debajo
del Cristo crucificado y La Dolorosa frente al altar, estaría él esperándola;
vestido de blanco también, contrastando con su cabellera negra. A ella la
escoltaría su hermano menor y llegaría muy altiva y radiante. La cara de Jaime
reluciría al ver la figura seductora que volvería a ser para él nada más.
Luego
de la ceremonia nupcial y del festejo familiar, tomarían un avión para
llevarlos a España. Allí visitarían la parte sur de la península. Él le
compraría un ramito de nardos todos los días y compararía la belleza de ella
con “La maja desnuda” de Goya.
El revoloteo de la avispa cerca de sus
oídos la asustó y la hizo regresar a la actualidad. Deprisa, cerró la puerta
del carro, encendió el Hiunday y salió disparada cuesta abajo. El viaje a
Bayamón le tomaría alrededor de una hora.
Jaime
sale a trabajar como a las ocho de la mañana. Calculo que veinte minutos de
anticipación serán suficientes para lograr mi propósito. ¡Ay, que me perdone!
Si me perdona, le doy un beso apasionado, le arranco la ropa allí mismo y
metemos mano pa’seguida.
Mientras conducía, utilizaba como mantra
la Oración de la serenidad para mantener la compostura y tener claro cuáles
asuntos podía controlar y cuáles no. Los últimos nueve meses habían sido los
más angustiantes para ella: controlar la comida, pasar hambre, dar tiempo a Jaime
a que modificara la imagen de ogra resentida que tenía de ella.
Había llorado mucho y lidiado con la
rabia resultante de la práctica de los doce pasos. Luego de infinidad de
sesiones con su madrina, aceptó que la meningitis de Albertito no fue culpa
suya. La madrina le recomendó trabajar con el paso de las enmiendas para sanar
las heridas producto de la separación y la pérdida. También le advirtió que
posponerlas la llevaría a recaer en la compulsión.
¡Dios
mío!, pero qué tapón.
Bajó el cristal.
—Mire —gritó al primero que vio—, ¿y este
tapón a esta hora? ¿Qué pasa? ¿Acaso la Policía está
dirigiendo el tránsito o mataron a alguien más?
—Señora, fue un tiroteo de carro a
carro. Pero también hubo una masacre en la panadería del shopping.
Qué
jodienda, se dijo. Ahora llego tarde, y no voy a poder hablar con Jaime.
Sin pensarlo mucho, abandonó el carril, trepó
el carro sobre la isleta y dio un viraje en “U”. Hizo par de maniobras que le ganaron
el piropo de “hija de puta”, pero logró su cometido. Un chófer más osado le
gritó:
—¡Cabrona, por eso las matan!
Tan pronto tuvo oportunidad, sacó el
brazo izquierdo por la ventana y le mostró el dedo del corazón al admirador
descontento. La ruta vieja era más larga, pero tenía la ventaja de que casi
nunca había embotellamientos a esa hora.
***
Dos semáforos más y llegaría a la
urbanización. Al fin, se dijo cuando
vio el letrero. Subió la cuesta y llegó al portón de entrada.
—Buenos días —dijo la encargada de
seguridad—. Nombre suyo y el de la persona que va a visitar.
—Voy para la casa de Jaime de París.
—¿Y cuál es el nombre suyo, señora?
—Dígale que es María Eugenia. Y soy
señorita legalmente, by the way.
—Yo creo que él salió ya, pero voy a
intentar —informó sin prestar atención al último comentario.
—¡Ay!, no me diga que ya se fue. Mire a
ver, hágame el favor —le suplicó con una voz tan dulce que la sorprendió hasta a
ella misma.
Después de verificar por teléfono, abrió
el portón y le dijo a María Eugenia:
—Adelante.
Los ojos se le aguaron al recordar los
años vividos en aquel lugar. Temblorosa se pasó el dedo índice entre la nariz y
el labio superior para secarse el sudor, con cuidado de no dañar el maquillaje.
Si
tan sólo el pendejo este se hubiera casado conmigo y puesto la casa a nombre de
los dos, la cosa sería diferente.
Viró a la derecha, luego a la izquierda
y llegó a la casa de dos pisos pintada de azul intenso y el alero chocolate.
Mi
madre, Jaime tiene el gusto en el culo. Mira y que pintar la casa con esos
colores tan feos. Yo no lo hubiera permitido. La hubiera pintado de verde
chatré con el alero fucsia.
Notó el jardín compuesto de una palma de
abanico alfombrada de bromelias rojas, anaranjadas y amarillas frente a una estacada
en un lateral de la casa. Al lado de la palma leía un letrero: maison paz y justicia. Al fondo, resaltaba
un promontorio de plantas de vergüenza de diversas tonalidades.
Se estacionó frente a la entrada de la
marquesina para bloquear la salida del Honda Prelude descapotable. Notó la
presencia de un segundo carro dentro de la marquesina doble, pero no le dio
importancia.
Bueno,
llegó el momento crucial. Dios, concédeme la serenidad…
Se desmontó con el libro de los doce
pasos en la mano. En él llevaba la lista de enmiendas y así no pasar por alto
ninguna. Llegó hasta la puerta, pero no fue necesario tocar el timbre; Jaime se
adelantó.
—¿Qué quieres, María Eugenia? —le dijo
de manera muy sosa—. Quiero llegar temprano al laboratorio y no estoy como para
peleas contigo a esta hora de la mañana. Lo que vayas a decirme vete y díselo a
mi abogado.
—Tranquilo, no vengo a
pelear contigo. ¿No notas nada diferente en mi persona? —preguntó coquetamente,
modelando su esbeltez y el ajuar.
—¿Qué, que estás más vieja?
María Eugenia respiró profundo. Recuerda a lo que viniste. No dejes que te
saque el monstruo. Sonrío.
—Jaime, quiero hablar contigo. ¿Puedo
pasar?
—No, háblame desde donde estás. Está
todo regado. ¿Con qué vienes ahora? Avanza que no tengo mucho tiempo.
Volvió a oxigenarse. Recordó a su
madrina en el programa, quien le había advertido: “María Eugenia, acuérdate: cuando
trabajamos con este paso, hay que tener bien presente que no todos van a estar
receptivos a lo que les digamos. Habrá ciertas personas más resentidas; otras,
no nos van a perdonar el daño cometido, pero ya no es culpa tuya ni lo puedes
controlar. Que no se te olvide esa posibilidad”.
Se acercó un poco más a la puerta y Jaime
agarró la perilla con más fuerza para impedirle el paso.
—No te asustes; no voy a entrar. Mira, Jaime,
yo sé que tuviste muchos contratiempos conmigo como consecuencia de mis celos y
de las acusaciones, tal vez injustas, de haberme sido infiel por tantos años. Vengo
a…
María Eugenia subió la cabeza para mirar
de frente a Jaime, cuando oyó un estornudo proveniente de detrás de la puerta.
—¿Quién está ahí contigo?
—Nadie. Es el gato.
—El gato, mierda. Ahí hay alguien y yo
no voy a decir nada con una persona espiando detrás de la puerta. Da la cara. ¡Sal,
cobarde!
—Te digo que no hay nadie. María
Eugenia…
Ella empujó a Jaime con las manos y la
puerta con la cadera. Alguien gimió cuando la puerta le pegó.
—Vamos a ver a quién tenemos aquí.
La cara de María Eugenia se desarticuló
al ver, detrás de la puerta, a una mujer con la bata abierta mostrando la ropa
interior.
—¿Pero y qué hace Mercedes aquí?
Nadie contestó nada. María Eugenia
aspiró y la furia la arropó:
—Yo lo sabía. Siempre supe que te acostabas
con otras mujeres, sinvergüenza. ¡Pero con Mercedes, mi amiga, mi hermana! Y a
ti, hija de puta, eres una traidora.
—María Eugenia, no es lo que… —intento
decir Mercedes.
—¡Cállate! Yo te confiaba todos mis
problemas y mis pesares, y tú me aconsejabas hacer caso omiso a mis sospechas. Que
eran ideas mías, me dijiste. Y eras tú, tú. ¡Cabrona! ¿Desde cuándo te acuestas
con mi marido? Es que me dan ganas de…
Acto seguido, le tiró a
Mercedes con el libro de los doce pasos en el mismo momento que ella se cerraba
la bata. Ella y Jaime se habían retirado de la puerta y María Eugenia, dentro
de su furia, aprovechó para internarse más en la residencia. Llegó hasta una
mesa decorativa y agarró con las dos manos la figura de Moisés y la tiró contra
el piso. Jaime la miraba petrificado y anonadado. Mercedes sólo se cubría la
boca con ambas manos. María Eugenia volvió a virarse y agarró la figura de una
paloma y la lanzó contra Jaime sacándolo del ensimismamiento.
—María Eugenia, no. Esas figuras son
caras, son Lladró.
—Que se joda el Lladró. No las compré
yo, ¿verdad? Son tal para cual.
Dio media vuelta, corrió iracunda hacia
el carro, pero el carro no respondió.
¡Ah!,
lo que me faltaba. Me cago en la madre…
—María Eugenia —le gritó Jaime mientras
caminaba hacia ella—. No te vayas así. Déjame explicarte. Todo es…
—Ni te me acerques, hijo de puta. Métete
en tu casa y déjame o soy capaz de…
Tan pronto logró poner el automóvil en
marcha, lo dirigió hacia donde estaba el jardín lleno de bromelias. Comenzó a
dar para delante y para atrás asegurándose de dañar todas las plantas con las llantas
del carro, mientras decía para sí: Paz y
justicia le voy a dar yo a estos dos.
Jaime y Mercedes miraban desconcertados
toda la demolición. María Eugenia bajó el vidrio de la puerta y, antes de marcharse,
liberó la irritación interna que le quedaba:
—Dejé lo que te hace mucha falta: la
vergüenza. Dale gracias a Dios que he adquirido serenidad; si no, meto el carro
dentro de la casa, te plancho los guevos
y le exploto las tetas postizas a esa. ¡Dios, concédeme la serenidad…! —terminó
diciendo mientras el patinazo de los neumáticos del deteriorado Hyundai signaba
el frente de la casa de Jaime de París.
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