martes, 27 de diciembre de 2011

Enmiendas




Dios, concédeme la serenidad
para aceptar las cosas que no puedo cambiar,
valor para cambiar aquellas que puedo,
y sabiduría para reconocer la diferencia.
Oración de la Serenidad
Bueno, hoy es el día decisivo. Lo he pospuesto demasiado y no quiero retrasarlo más. Voy a apurarme o Jaime se me va para el trabajo antes de que yo llegue, caviló.
Abrió la gaveta de la mesa de noche, sacó el libro de Los doce pasos y doce tradiciones de Overeaters Anonymous y leyó para sí el noveno paso: Reparamos directamente a cuantos nos fue posible el daño que les habíamos causado, salvo en aquellos casos en que el hacerlo perjudicaría a ellos mismos o a otros.
La preparación previa al evento le tomaría alrededor de dos horas. Había decidido levantarse más temprano que de costumbre, pero no desayunar para que la ropa le luciera más holgada y Jaime notara las libras rebajadas. Estaba ansiosa por practicar todo lo aprendido en el curso de maquillaje profesional. Además, elegiría con calma el mejor ajuar de entre todas las piezas recién compradas y desplegadas sobre un desgastado butacón, el cual apenas cabía en la habitación.
Hoy decreto que todo obrará en mi favor. Le pediré perdón a Jaime y, con suerte, las cosas se arreglarán entre nosotros y tendremos una reconciliación sólida.
Suspiró al recordar los trece años vividos con Jaime. Siempre se sintió menos como consecuencia del físico tan llamativo de él. El contraste entre los dos era notable. Recordó cómo le gustaba jugar con el pelo negro ondulado y la ceremonia de besarle los ojos para que no la olvidara jamás. Se reía para sí cuando las amigas, en especial Mercedes, comentaban el gran parecido de Jaime con Marlon Brando. Sólo les contestaba: “Bueno, la suerte de la fea, la bonita la desea”.
Déjame avanzar antes que mami se despierte y me venga con el maldito cantaleteo diario.
Corrió al baño y se duchó para espabilarse. Habiéndose secado y aún desnuda, se miró en el espejo. Volvió a verse de doscientas libras. Pasó la mano sobre la cicatriz de la cesárea. Si Albertito estuviera vivo, quizá Jaime y yo no nos hubiéramos separado. De nuevo, la percepción minusválida la afligió y volvió a sentirse un ser transparente a quien nadie notaba; en especial su amado. Recordó todas las acusaciones hechas a él:
—No me tocas porque estoy gorda y fea, pero tienes tiempo para acostarte con cuanta arrabalera te encuentras. No me lo niegues. Vi la mancha de liftic en la manga de la camisa. ¿Cuál de ellas es? ¿Acaso es la secretaria nueva recién graduada o es la asistente? ¿O me culpas de la muerte prematura de Albertito? Me humillas, Jaime, me humillas ante todos.
—María Eugenia, no es cierto —le contestaba él—. Jamás podría culparte por la muerte de nuestro hijo. Con relación a la mancha, es sangre, carajo. Es sangre. Siempre te he sido fiel durante todo estos años.
—Demuéstramelo entonces. Cásate conmigo y pon la casa a nombre de los dos. No me digas que me amas; demuéstramelo, actúa. Tócame como lo hacías antes de aumentar de peso. Estoy dispuesta a hacerme una reconstrucción del himen si prefieres acostarte con una virgen. Dime que no puedes vivir sin mí; que, si te dejo, me matas y te matas.
Se sentó en la cama, regresó el libro de los doce pasos a la gaveta de la mesa de noche y sacó un maltrecho diario. Miró el reloj y, aun así, comenzó a leer.
17 de marzo.- Hoy se cumplen tres semanas de Jaime y yo haber terminado. No me acostumbro a su ausencia ni a estar de regreso en casa de mami. Volví a atragantarme con comida para bajar la ansiedad agobiante y la he aumentado más. No puedo dejar de castigarme por la muerte de Albertito. Todo me atormenta tanto en la cabeza y me aturde. Necesito mi casa. Me desprecio. Mi madre me tiene harta. Soy la única culpable de la partida de Jaime. Cuando rebaje, tan pronto tenga mi peso ideal, él me suplicará que regrese con él. Adoptaremos una niña y volveremos a ser felices. Detesto esta hambre insaciable, pero no puedo comer nada hasta la cuarta hora. Es hambre emocional. Tengo que llamar a mi madrina para desahogarme. Ya es muy tarde. La llamo mañana.
Pasó un sinnúmero de páginas y volvió a leer:
22 de diciembre.- Estoy tan contenta. Ayer lo vi saliendo del laboratorio, pero él no me vio; tal vez, no me reconoció. Sí, debió haber sido eso. Estoy tan orgullosa de mí, he rebajado ochenta libras. Mi madrina me pone de ejemplo y las recién llegadas me miran con mucho interés. Me siento como una artista de cine frente a su fanaticada. Ya tengo tres ahijadas y me llaman a diario. Jamás pensé controlar la comida. Todavía tengo que seguir trabajando con mi mal carácter. Reconozco mi enfermedad incurable, pero me estoy recuperando poco a poco, gracias a mi Poder Superior. Mi madre sigue jodiéndome la vida. A veces, me dan ganas de estrangularla. Estoy tan deseosa de llegar al paso de las enmiendas. No, no quiero llegar. No tengo que hacer ninguna enmienda. Ese pendejo fue quien me dejó. Déjame serenarme. Voy a hacer la Oración de la serenidad otra vez tan pronto termine de escribir. Siento mucha hambre, pero no voy a comer nada. Beberé agua, sí. Seguro, lo que tengo es sed. Tengo que llamar a mi madrina, pero la llamo mañana.
Cerró el diario. Se entristeció más ante la ansiedad producida por la soledad de aquel lugar apartado y por tener que aguantar las recriminaciones constantes de su madre.
—Tú y tus locuras, Eugenia. Tanto estuviste hasta que lo empujaste a que te botara de la casa. Y ahora mira donde estás; hecha una vieja y viviendo conmigo. Lo único que sabes es comer y comer. No sé para qué vas a esas reuniones… ¿Para adónde vas? No me dejes con la palabra en la boca. ¡María Eugenia!
Revivió también la amargura producto del encontronazo que provocó el rompimiento de la relación:
—María Eugenia, no puedo más con tus celos. Este rollo no va para ningún lado y es culpa tuya. Cuántas veces quieres que te lo repita: no tengo a nadie más ni me acuesto con ninguna otra mujer. Estoy hastiado de tus acusaciones. Eres la única mujer quiero…
—¡Quieres, sí; pero no me amas!
—¡Ya basta! No podemos seguir en esta batalla. Hace un año, estuve a punto de pedirte que formalizáramos la relación, pero tus celos me quitaron la idea. No aguanto más. Exijo que, para esta tarde, te hayas marchado de mi casa.
—Pero, Jaime, dame otra oportunidad. ¿Adónde voy a irme?
—No sé adónde te irás ni me importa; pero te quiero fuera de la casa, María Eugenia. La decisión es final. Esta situación no me deja funcionar bien en el trabajo. Me van a botar si no presto atención a mis responsabilidades.
—Pues de aquí me saca la policía.
—No te preocupes; mi abogado se encargará de todo lo legal.
Sacudió la cabeza como para despojarse la melancolía. Se maquilló y comenzó a probarse las piezas formando combinaciones que tiraba sobre la cama. Para su desgracia, todas le apretaban en la cintura o en el pecho.
¡Maldita sea! ¡Coño!, si hasta con el agua aumento de peso. ¿Por qué me pasa esto ahora? Si pudiera vomitaba, pero tengo el estómago vacío.
Desesperada, agarró la blusa roja estampada, la combinó con un pantalón crema y un chaquetón azul añil. Se enredó un pañolón violáceo por el cuello y dio por concluido el asunto. Se repasó en el espejo. Aun cuando la blusa estaba bastante ajustada, el chaquetón le disimulaba un poco la panza fofa que no había podido reducir.
No, esta porquería me aprieta. Sea la madre. Deja ver si encuentro otra cosa.
Volvió al clóset y se vistió con una chaqueta deportiva negra dos tallas más grandes, que había guardado de cuando estaba más obesa. Se arrancó la tela que llevaba por el cuello y la tiró sobre la cama. Agarró la peluca pelirroja y se cubrió la alopecia incipiente producto de las terapias con cobalto. Agarró las sandalias negras de tiras cruzadas y se las amarró. Se examinó por última vez frente al espejo y asintió. Salió de la casa con mucho sigilo para no despertar a su madre. A pesar de todo, tenía mucha ilusión. Se montó en el Hyundai chocado, pero mantuvo la puerta abierta.
Es imperativo que se me noten las libras bajadas. Estoy convencida, Jaime me perdonará. Lo intuyo. Voy a lograr mi cometido, dijo mientras, mirándose en el espejo retrovisor, peinaba las cejas con el dedo.
Dejó caer la cabeza sobre el espaldar del asiento. Cerró los ojos y se perdió un instante entre suposiciones, posibilidades y conjeturas. Se emocionaría cuando Jaime le propusiera matrimonio al fin. Exigiría un juego de matrimonio con un diamante rodeado de rubíes. (No podía esperar menos). El día de la boda, llegaría a la Iglesia San Agustín, donde fue hija de María desde niña, en un coche tirado por dos caballos azabache coronados cada uno con un penacho multicolor. Adentro la iglesia estaría repleta de lirios cala, su flor favorita.
Entraría vestida con un llamativo traje de novia blanco, ceñido a la cintura y acampanado. El jubón le levantaría más el busto y aparentaría una cintura más estrecha. El traje estaría repleto de encajes en forma de pétalos de rosa, de lentejuelas y canutillos. Llevaría una cola de no menos de seis pies de largo que arrastrara por todo el pasillo de la nave mayor. La pucha sería de rosas blancas matizadas enredadas en cintas satinadas del mismo tono y llegarían hasta el piso. Todos suspirarían al verla tan femenina.
Debajo del Cristo crucificado y La Dolorosa frente al altar, estaría él esperándola; vestido de blanco también, contrastando con su cabellera negra. A ella la escoltaría su hermano menor y llegaría muy altiva y radiante. La cara de Jaime reluciría al ver la figura seductora que volvería a ser para él nada más.
Luego de la ceremonia nupcial y del festejo familiar, tomarían un avión para llevarlos a España. Allí visitarían la parte sur de la península. Él le compraría un ramito de nardos todos los días y compararía la belleza de ella con “La maja desnuda” de Goya.
El revoloteo de la avispa cerca de sus oídos la asustó y la hizo regresar a la actualidad. Deprisa, cerró la puerta del carro, encendió el Hiunday y salió disparada cuesta abajo. El viaje a Bayamón le tomaría alrededor de una hora.
Jaime sale a trabajar como a las ocho de la mañana. Calculo que veinte minutos de anticipación serán suficientes para lograr mi propósito. ¡Ay, que me perdone! Si me perdona, le doy un beso apasionado, le arranco la ropa allí mismo y metemos mano pa’seguida.
Mientras conducía, utilizaba como mantra la Oración de la serenidad para mantener la compostura y tener claro cuáles asuntos podía controlar y cuáles no. Los últimos nueve meses habían sido los más angustiantes para ella: controlar la comida, pasar hambre, dar tiempo a Jaime a que modificara la imagen de ogra resentida que tenía de ella.
Había llorado mucho y lidiado con la rabia resultante de la práctica de los doce pasos. Luego de infinidad de sesiones con su madrina, aceptó que la meningitis de Albertito no fue culpa suya. La madrina le recomendó trabajar con el paso de las enmiendas para sanar las heridas producto de la separación y la pérdida. También le advirtió que posponerlas la llevaría a recaer en la compulsión.
¡Dios mío!, pero qué tapón.
Bajó el cristal.
—Mire —gritó al primero que vio—, ¿y este tapón a esta hora? ¿Qué pasa? ¿Acaso la Policía está dirigiendo el tránsito o mataron a alguien más?
—Señora, fue un tiroteo de carro a carro. Pero también hubo una masacre en la panadería del shopping.
Qué jodienda, se dijo. Ahora llego tarde, y no voy a poder hablar con Jaime.
Sin pensarlo mucho, abandonó el carril, trepó el carro sobre la isleta y dio un viraje en “U”. Hizo par de maniobras que le ganaron el piropo de “hija de puta”, pero logró su cometido. Un chófer más osado le gritó:
—¡Cabrona, por eso las matan!
Tan pronto tuvo oportunidad, sacó el brazo izquierdo por la ventana y le mostró el dedo del corazón al admirador descontento. La ruta vieja era más larga, pero tenía la ventaja de que casi nunca había embotellamientos a esa hora.
***
Dos semáforos más y llegaría a la urbanización. Al fin, se dijo cuando vio el letrero. Subió la cuesta y llegó al portón de entrada.
—Buenos días —dijo la encargada de seguridad—. Nombre suyo y el de la persona que va a visitar.
—Voy para la casa de Jaime de París.
—¿Y cuál es el nombre suyo, señora?
—Dígale que es María Eugenia. Y soy señorita legalmente, by the way.
—Yo creo que él salió ya, pero voy a intentar —informó sin prestar atención al último comentario.
—¡Ay!, no me diga que ya se fue. Mire a ver, hágame el favor —le suplicó con una voz tan dulce que la sorprendió hasta a ella misma.
Después de verificar por teléfono, abrió el portón y le dijo a María Eugenia:
—Adelante.
Los ojos se le aguaron al recordar los años vividos en aquel lugar. Temblorosa se pasó el dedo índice entre la nariz y el labio superior para secarse el sudor, con cuidado de no dañar el maquillaje.
Si tan sólo el pendejo este se hubiera casado conmigo y puesto la casa a nombre de los dos, la cosa sería diferente.
Viró a la derecha, luego a la izquierda y llegó a la casa de dos pisos pintada de azul intenso y el alero chocolate.
Mi madre, Jaime tiene el gusto en el culo. Mira y que pintar la casa con esos colores tan feos. Yo no lo hubiera permitido. La hubiera pintado de verde chatré con el alero fucsia.
Notó el jardín compuesto de una palma de abanico alfombrada de bromelias rojas, anaranjadas y amarillas frente a una estacada en un lateral de la casa. Al lado de la palma leía un letrero: maison paz y justicia. Al fondo, resaltaba un promontorio de plantas de vergüenza de diversas tonalidades.
Se estacionó frente a la entrada de la marquesina para bloquear la salida del Honda Prelude descapotable. Notó la presencia de un segundo carro dentro de la marquesina doble, pero no le dio importancia.
Bueno, llegó el momento crucial. Dios, concédeme la serenidad…
Se desmontó con el libro de los doce pasos en la mano. En él llevaba la lista de enmiendas y así no pasar por alto ninguna. Llegó hasta la puerta, pero no fue necesario tocar el timbre; Jaime se adelantó.
—¿Qué quieres, María Eugenia? —le dijo de manera muy sosa—. Quiero llegar temprano al laboratorio y no estoy como para peleas contigo a esta hora de la mañana. Lo que vayas a decirme vete y díselo a mi abogado.
—Tranquilo, no vengo a pelear contigo. ¿No notas nada diferente en mi persona? —preguntó coquetamente, modelando su esbeltez y el ajuar.
—¿Qué, que estás más vieja?
María Eugenia respiró profundo. Recuerda a lo que viniste. No dejes que te saque el monstruo. Sonrío.
—Jaime, quiero hablar contigo. ¿Puedo pasar?
—No, háblame desde donde estás. Está todo regado. ¿Con qué vienes ahora? Avanza que no tengo mucho tiempo.
Volvió a oxigenarse. Recordó a su madrina en el programa, quien le había advertido: “María Eugenia, acuérdate: cuando trabajamos con este paso, hay que tener bien presente que no todos van a estar receptivos a lo que les digamos. Habrá ciertas personas más resentidas; otras, no nos van a perdonar el daño cometido, pero ya no es culpa tuya ni lo puedes controlar. Que no se te olvide esa posibilidad”.
Se acercó un poco más a la puerta y Jaime agarró la perilla con más fuerza para impedirle el paso.
—No te asustes; no voy a entrar. Mira, Jaime, yo sé que tuviste muchos contratiempos conmigo como consecuencia de mis celos y de las acusaciones, tal vez injustas, de haberme sido infiel por tantos años. Vengo a…
María Eugenia subió la cabeza para mirar de frente a Jaime, cuando oyó un estornudo proveniente de detrás de la puerta.
—¿Quién está ahí contigo?
—Nadie. Es el gato.
—El gato, mierda. Ahí hay alguien y yo no voy a decir nada con una persona espiando detrás de la puerta. Da la cara. ¡Sal, cobarde!
—Te digo que no hay nadie. María Eugenia…
Ella empujó a Jaime con las manos y la puerta con la cadera. Alguien gimió cuando la puerta le pegó.
—Vamos a ver a quién tenemos aquí.
La cara de María Eugenia se desarticuló al ver, detrás de la puerta, a una mujer con la bata abierta mostrando la ropa interior.
—¿Pero y qué hace Mercedes aquí?
Nadie contestó nada. María Eugenia aspiró y la furia la arropó:
—Yo lo sabía. Siempre supe que te acostabas con otras mujeres, sinvergüenza. ¡Pero con Mercedes, mi amiga, mi hermana! Y a ti, hija de puta, eres una traidora.
—María Eugenia, no es lo que… —intento decir Mercedes.
—¡Cállate! Yo te confiaba todos mis problemas y mis pesares, y tú me aconsejabas hacer caso omiso a mis sospechas. Que eran ideas mías, me dijiste. Y eras tú, tú. ¡Cabrona! ¿Desde cuándo te acuestas con mi marido? Es que me dan ganas de…
Acto seguido, le tiró a Mercedes con el libro de los doce pasos en el mismo momento que ella se cerraba la bata. Ella y Jaime se habían retirado de la puerta y María Eugenia, dentro de su furia, aprovechó para internarse más en la residencia. Llegó hasta una mesa decorativa y agarró con las dos manos la figura de Moisés y la tiró contra el piso. Jaime la miraba petrificado y anonadado. Mercedes sólo se cubría la boca con ambas manos. María Eugenia volvió a virarse y agarró la figura de una paloma y la lanzó contra Jaime sacándolo del ensimismamiento.
—María Eugenia, no. Esas figuras son caras, son Lladró.
—Que se joda el Lladró. No las compré yo, ¿verdad? Son tal para cual.
Dio media vuelta, corrió iracunda hacia el carro, pero el carro no respondió.
¡Ah!, lo que me faltaba. Me cago en la madre…
—María Eugenia —le gritó Jaime mientras caminaba hacia ella—. No te vayas así. Déjame explicarte. Todo es…
—Ni te me acerques, hijo de puta. Métete en tu casa y déjame o soy capaz de…
Tan pronto logró poner el automóvil en marcha, lo dirigió hacia donde estaba el jardín lleno de bromelias. Comenzó a dar para delante y para atrás asegurándose de dañar todas las plantas con las llantas del carro, mientras decía para sí: Paz y justicia le voy a dar yo a estos dos.
Jaime y Mercedes miraban desconcertados toda la demolición. María Eugenia bajó el vidrio de la puerta y, antes de marcharse, liberó la irritación interna que le quedaba:
—Dejé lo que te hace mucha falta: la vergüenza. Dale gracias a Dios que he adquirido serenidad; si no, meto el carro dentro de la casa, te plancho los guevos y le exploto las tetas postizas a esa. ¡Dios, concédeme la serenidad…! —terminó diciendo mientras el patinazo de los neumáticos del deteriorado Hyundai signaba el frente de la casa de Jaime de París.

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