Hacía media hora que había llegado de la escuela. Estaba ansioso e impaciente porque llegara Hiraldo. Al quitarme la camisa vi los moretones en el cuerpo. Me toqué suavemente y sentí dolor. Me miré en el espejo y tenía tres. Estaba cansado de sentirme impotente ante el atropello de aquel abusador corpulento, cuyo pasatiempo era perseguir y maltratar a quienes sabía que no podrían defenderse ni, por temor, reportarlo a la madre superiora. Todo sería diferente con la ayuda de Hiraldo. Me puse un mahón corto y un pulóver y me senté a estudiar para acortar la espera.
El acoso comenzó en el quinto grado y a veces pensaba si me había acostumbrado a él. Por cinco años traté de estar siempre acompañado de alguien. Era la forma más segura de evitar que Enrique viniera contra mí. Siempre velaba a que yo estuviese solo en el baño, y allí, detrás de los cubículos, me pegaba contra la pared me golpeaba por las costillas y por la espalda. Cuando me tenía sometido, pegaba su cuerpo y lo frotaba contra el mío para humillarme más.
El padre de Enrique era un boxeador retirado que terminó preso al agredir a un homosexual porque no le gustó la mirada que le dio mientras bebía en una barra del barrio. Fue él quien enseñó a mi acosador a pegar de tal manera. Se aseguraba de que los moretones quedaran debajo de la ropa. Se rumoraba que Enrique conocía la táctica muy bien porque había sentido la furia del padre en carne propia, y que su madre, una mujer delgada y frágil, mucho más porque llevaba décadas aguantando las palizas.
Estaba harto de que Enrique me persiguiera tanto. Tenía que hacer algo, pero ni pelear sabía. Rompí el silencio con mi primo Hiraldo y le conté mi martirio. Era el primo más cercano, mi confidente y al que más quería. Cuando Hiraldo estudiaba en el colegio, almorzaba en casa todos los días. Aunque me llevaba diez años, lo veía como el hermano que nunca tuve. El día que le conté, lloré de rabia porque creía que no tenía salida. Hiraldo me echó el brazo por la espalda, me pegó a él, me frotó el pelo y me dijo:
—No te preocupes. Mira lo que vamos a hacer. El martes yo voy a tu casa como a las tres, y te enseño cómo puedes defenderte del tipo ese. Yo iría al colegio y lo pondría en su sitio, pero creo que empeoraría la cosa. No me gusta meterme con quienes son menores que yo y no pueden defenderse. Pero no te preocupes, paso por tu casa y enseño par de movimientos para que te defiendas. Le agradecí su ofrecimiento y regresé a casa más tranquilo.
El gran día de mi iniciación había llegado. Aunque me dolía el cuerpo, estaba esperanzado. Estaba lleno de ilusión.
Ninguno de mis padres estaban en casa porque ambos trabajaban fuera; uno como celador en el Parque de las Palomas en San Juan y la otra como costurera en un bazar que había comprado recientemente. Mi madre, que era la que llegaba primero alrededor de las seis de la tarde.
Cuando llamaron a la puerta, sabía que era Hiraldo. Le abrí y enseguida me explicó lo que haríamos. Nos quitamos las camisas y comenzamos. Trataba de agarrarme y yo me le esquivaba.
—Muy bien. Muy bien. Ahora mira a ver cómo te zafas de esto.
Inmediatamente me amarró con un gancho. Quedé de espaldas a él. Los brazos me quedaron pegados al cuerpo y él me apretaba con los suyos. Trate de zafarme y no pude. Me apretó más y me pegó más hacia él. Sentí el caliente de su cuerpo, su excitación y la mía. Pensé que era natural que los cuerpos respondieran de esa manera ante el contacto de uno contra el otro. Como me sentí incómodo, le dije:
—Hiraldo, suéltame. Vamos a intentarlo de otra manera.
—No, no, no. Trata de soltarte. Así, así…
Forcejeé, pero el gancho evitaba que pudiera agarrarlo por ninguna parte ni voltearme. Traté de dejarme caer al piso, pero él me lo impidió. Su fuerza superaba la mía.
—Suéltame, te digo. Esto no me gusta ya.
Sin soltarme, me arrastró hacía el cuarto. Perdí el balance con el borde de la cama. Caí bocabajo y él me puso de espalda sobre el colchón. Enseguida me agarró por las piernas y las colocó sobre sus hombros a la vez que pegaba mi cadera a la suya. Sin dejar de mantenerme inmóvil, lo próximo fue agarrarme el pantalón y los calzoncillos y llevarlos hasta los tobillos, frente a su cara; evitando aun más que pudiera zafarme. Le manoteaba pero mis manos no lo alcanzaban. Para controlarme se abalanzó y me abofeteó. Me pasó el brazo derecho por encima de las piernas presionándolo para que no pudiera doblarlas, y con la otra se desabrochó el pantalón y lo dejó caer hasta la rodilla. No tenía nada más debajo, sólo la exaltación de su virilidad. Volvió a agarrarme por la cintura y me pegó más a él. Volví a sentir su cuerpo caliente y el contacto de su pene contra mis nalgas; su entrada violenta desgarrándome. Aupé el cuerpo tratando de evitar lo que hacía, pero los movimientos suyos con los míos empeoraron el dolor de la penetración. No sé por qué no se me ocurrió gritar.
—Suéltame, Hiraldo.
—No te hagas que a ti te gusta. Mira como te mueves. ¿Ves que te gusta? Sigue, sigue.
Cuando se descargó, me agarró las piernas y las empujó hacía la cama. Se vistió. Me besó por el cuello, me dio una nalgada y se marchó.
—Adiós, papito. Esto queda entre tú y yo, ¿sabes? Espérame la semana que viene para la próxima lección, ¿okey?
Permanecí desnudo y enroscado en la cama. Pegué la almohada contra la boca para poder gritar toda la humillación que sentía. Escuché cuando tiró la puerta al salir.
Era nadie, nada; no importaba. Basura, sí, un desecho que no le interesa a nadie. El asco no alivió el dolor de la transgresión. Odié a Dios por permitir lo ocurrido. Odié a mis padres por no estar ninguno de los dos. ¿Por qué a mí? Me sentí culpable por haber propiciado lo que me había pasado.
—Esto fue buscado —me recriminé.
Me levanté, corrí al baño y abrí la ducha. Dejé que el chorro de agua me mojara para que se llevara el olor de aquel desgraciado, sus huellas y la evidencia de que me había violado. El agua corría por mi cuerpo y se mezclaba con la sangre que bajaba por la entrepierna, pero la sensación de él no se podía enjuagar, no se podía limpiar. Esa noche no dormí porque lo veía entre mis piernas, lo sentía encima de mí cada vez que cerraba los ojos.
Al otro día me dolía todo el cuerpo, en parte por los puñetazos de Enrique como por el forcejeo con Hiraldo. No estaba de humor. Mi madre se ofreció a hacerme desayuno y yo, haciéndola responsable de lo ocurrido por no estar en la casa, le dije de mala gana que no.
—¿Qué te pasa hoy? ¿Qué, no dormiste bien?
—Me pasa lo que a ti no te importa. Déjame tranquilo.
—¡Eh, eh! No te me pongas guapito conmigo porque sabes que te puede ir muy mal.
No le contesté nada, pero la mirada que le di la interpretó correctamente. Dio media vuelta y se retiró a la cocina.
Tan pronto llegué al colegio, la primera cara que divisé fue la de Enrique. Cambié de dirección y subí por las escaleras que estaban pegadas al convento. Así evitaba que me metiera en el baño porque quedaba más distante. Faltando unos escalones para llegar al segundo piso, ya Enrique me estaba esperando. Cuando trató de agarrarme por el pelo, levanté los brazos y agarré los suyos. Halé con fuerza y Enrique rodó escaleras abajo. No conforme, bajé corriendo hasta donde estaba. Como estaba aturdido, aproveché para golpear su cabeza contra el piso; una vez y otra y otra y otra y otra…
Una monja que salió el salón al escuchar la algarabía, bajó y me agarró por los hombros para echarme hacia atrás. Me arrancó la cabeza de Enrique de las manos. Al ponerlas en el piso, se humedecieron con la sangre de Enrique. Me alegré. Respiré profundo y me sentí liberado.
No me importó que me llevaran a la oficina. No me importó que me suspendieran. Ni que me amenazaran con acusarme de asesinato. Sólo sonreía. Ni siquiera sentí la bofetada de la madre superiora ni hice caso a cuando me llamó insolente e irrespetuoso y me pedía que borrara de mi cara el cinismo. Solo sonreía. Disfrutaba de la euforia novedosa que había en mí.
—No más —dije para mis adentros—. No más moretones. Que se pudra para siempre en el infierno. Ya salí de Enrique. Sólo me falta Hiraldo. Una semana más y ya…
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