martes, 28 de abril de 2015

Redención

A quien todos los profetas anunciaron,
la Virgen esperó con inefable amor de madre,
 Juan lo proclamó ya próximo
 y señaló después entre los hombre.
Prefacio de Adviento, II
Hasta aquel día, Juan soportó el abuso sin queja, pero todos sabían. Rogó a Dios y, por años, pareció que Él no lo escuchó. Señor, suban a tu presencia nuestras súplicas… Se rebeló. Salió del pupitre y, en cuclillas, escogió el mamotreto más pesado: la biblia que le regaló su madre el día de la confirmación. …y colma en tus siervos los deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio admirable… La revelación apabullaba su mente. Lo comandaba.
El viento ascendente ululaba el presagio según entraba por los ventanales que enmarcaban el horizonte distante del Bajamar. Era la brisa cortante del período de Adviento. El cielo vespertino se tornó gris. No temais. Los adornos navideños pegados con cinta adhesiva sobre las pizarras bailaban como si aplaudieran las intenciones de Juan. Algunos huyeron por la puerta para no ser testigos, para no tener que negar. Señor, que fructifique en nosotros la celebración de estos sacramentos con los que tú nos enseñas, ya en nuestra vida mortal.
Estuvo decidido y así sería. En el primer pupitre estaba Fer; de espaldas a él. Con aquel libro sagrado administraría la extremaunción a quien lo flageló por años. La redención de Juan llegaría cuando aplastara la cabeza a Fer como hizo María con la serpiente. El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa.
Los compañeros de clase notaron las intenciones de Juan y, como Pedro apóstol, tres veces se negaron a denunciar lo que vieron. Justificaron su silencio. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios. La estridencia del raspado de la tiza de la hermana Caridad al escribir en la pizarra fue contrapunto de aquella expectativa siniestra.
El joven caminó autómata hasta el principio de la fila. El tramo corto por aquel pasillo se hizo infinito, como los cuarenta días en el desierto. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Juan alimentó su ira con el recuerdo: los golpes constantes que recibió desde el quinto grado con cualquier objeto que Fer pudiera agredirle; cuando intentó desnudarlo en la cancha de baloncesto delante de las compañeras de clase; los años en que lo pegó a la pared contraria a los urinales y rozó el sexo contra su cuerpo; la risa burlona al dejarlo abatido en el piso con los ojos hinchados de rojo vivo, rojo sangre.
 La cara se le calentó. La vista se le nubló, el enojo le provocó llanto, llanto purulento. Aguantó la respiración. No respiraría hasta terminar. Por años los demás lo vieron tirado en el piso y lo dejaron sufriendo los golpes. Ninguno hizo nada, nadie. A todos debería sacarlos de su recuerdo, de su presencia. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona, resarcirá y os salvarás.
Ni siquiera su madre estuvo de su parte cuando le suplicó que lo cambiara de escuela. Para ella estaba por encima que él se graduara de aquel colegio privado y de principios religiosos. De amor, de fe, de esperanza y caridad. Hijo de Dios, padre que vive y reina por los siglos de los siglos. Sería el primero en terminar la secundaria, gloria a Dios. Su padre hacía un gran sacrificio para que él obtuviera la instrucción que ellos no tuvieron porque trabajaron desde niños para echar la familia adelante. Por qué no podía esperar un poco más, insistió su madre. Ya no faltaba nada para graduarse, un año más y entraría a la universidad, con beca, con honores. Sería más que ellos. Sería un profesional y tendría un trabajo prestigioso. Saldría de pobre, bienaventurado. Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo cantará.
Juan se estrujó la mano zurda por la cara para secarse las lágrimas. Porque han brotado las aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque; lo reseco, un manantial. Era imperativo. Hoy era el día supremo. Después, la paz inundaría su espíritu. Todos lo respetarían, bienaventurado. Nadie se burlaría más de él. No habrá allí leones, ni se acercarán las bestias feroces.
Juan levantó el libro sacrosanto lo más que pudo y lo dejó caer con fuerza sobre la cabeza de Fer. El golpe fue contundente, un sonido plomizo estremeció el recinto. El cuello se contrajo como el de una jicotea. Dios anuncia la paz. El corpulento estudiante se desplomó sobre el pupitre. La justicia y la paz se besan. La compañera sentada al lado de Fer gritó sin parar. La monja dejó de garabatear en la pizarra. Increpó a Juan, pero él estaba sordo. La justicia mira desde el cielo. La justicia marchará ante él. Era otro. Vivía al otro al lado del espectro, a oscuras, a ciegas. Por primera vez rio con fuerza. Hombre, tus pecados están perdonados. Según profetizado, un humo negro emergió de la nada y lo vistió de rey con un lienzo en tonos de gris responsorial. Del bolsillo del pantalón de Juan emergió una serpiente de ojos centelleantes que ascendió y se encorvó sobre su coronilla cual adorno de faraón. Todos quedaron asombrados y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: hoy hemos visto cosas admirables.
Los gritos mudos de la monja no evitaron que Juan se marchara absorto, en trance. Gritadle: que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen. Corrió escaleras abajo. Grita. La risa se encogía según descendía del tercer nivel. Haló los portones y salió a la calle. Libre, liberto, liberado. La euforia del momento emancipador evitó que viera el coche fúnebre desnudo de flores que se acercaba a toda prisa. Mirad, Dios, el Señor, llega con fuerza, su brazo domina. El frenazo proclamó que el ángel de la muerte ganaba la batalla a María. Alégrese el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuando lo llena. En la cara de Juan quedó retratada la hermosura de la redención.

Desde Bajamar, el viento ascendente ululó. Fue la brisa cortante del período de Adviento. Gritadle: que se ha cumplido su servicio, que está pagado su crimen. El cielo vespertino oscureció. Eran las tres.

lunes, 20 de abril de 2015

Eslabones

Ebrio de pasión, el príncipe corrió tras niña hermosa, pero solo encontró la zapatilla izquierda. Al día siguiente, se pregonó que la que calzara tal zapatito sería la esposa del príncipe. El joven y su séquito visitaron todas las casas en el poblado sin éxito alguno. Solo faltaba por visitar la vivienda de la mujer abandonada y sus hijas. Tan pronto tocaron a la puerta, el hada madrina, desde el bosque, batió su varita mágica y grito: “Será ojo por ojo”. Una densa neblina escapó de entre los árboles y arropó la vivienda durante el tiempo que duró la ceremonia. Las primeras en probarse los zapatos fueron las hijas de la mujer. A ninguna le cupo el pie en forma de pezuña. Llegó el turno de la cenicienta, pero los juanetes impidieron que la delicada pieza entrara en el amorfo pie. Fue entonces que el príncipe, sorprendido, se acercó a la madrastra y, con desgano, probó la delicada pieza de vestir en el pie de la señora. La zapatilla quedó como guante hecho a la medida. La mujer plebeya se maravilló. El príncipe, disimulando el asco que le provocaba aquella vieja, manifestó que cumpliría con su promesa de casamiento. Hasta el fin de sus días, la madrastra sufrió en silencio un maltrato mayor al de la cenicienta.  

viernes, 17 de abril de 2015

La venganza de la Nora

La primera noche buscó a Nora y la encontró en el callejón de los Méndez; la segunda, la invitó y ella le dijo que no; la tercera, ella habló con Ricardo a solas frente a las puertas del altar mayor de la Iglesia San Agustín cuando salía de la novena del Perpetuo Soccorro; la cuarta, le aceptó tomar un café en La Bombonera; la quinta, entre manoseos desenfrenados y como prueba de su amor por él, accedió a ser su mujer en la parte trasera del Chevrolet Bel Air; la sexta, Ricardo ya no la conocía. Tan pronto se enteró de que ella pariría un hijo suyo, se escondió; empacó sus motetes, renunció a la Policía, y se mudó con la mujer y los hijos a Nueva York.
***
Han pasado cinco años desde que comenzó todo en el suburbio de San Juan llamado La Puerta de Tierra. Cinco años desde que Nora Villegas Quirindongo parió a Ricardito en aquel predio de barro salitrado de cerveza, ron, lascivia condonada con agua bendita porque lo protege el manto de la Virgen Santa de la Providencia, madre de clemencia y honor del Caribe. Barrio carnavalizado de religión cuaresmal, amalgamada con superchería y espiritismo del de Allan Cardec. En el barrio en que se propagó la pobreza, la peonada, la ralea vis a vis la realeza española escondida tras las murallas de San Juan, tras las puertas que daban a la tierra. Allí quedó sentenciada a vivir toda su vida.
Ahora, robótizada, corta y condimenta la carne para la cena. Con frecuencia, la tristeza le transfigura el rostro al acordarse de Ricardo. Suspira ante el recuerdo del policía dotado y musculoso que trabajó en el cuartel de la Fernández Juncos esquina con la calle Matías Ledesma. Ricardo, quien la engañó y le dejó como recuerdo a Ricardito.
Nora levanta la mirada y nota su reflejo transparente en el vidrio de la pequeña alacena de madera pintada de blanco; se remonta a su adolescencia feliz en que el arrabal la bautizaba como la reina de la belleza negra, a la época en que vivía en El callejón de los cuernos; a cuando era ella: Nora Villegas Quirindongo, La Nora. (Nora, cuyo nombre según el almanaque Bristol significa «en mala hora», y así fue su vida, una mala hora desde que nació en el año 1950 a las doce de la medianoche hasta que murió).
Con nostalgia, recuerda la voluptuosidad que ya no tenía. A los hombres del barrio que salivaron por ella y la desearon, y cuánto se deleitó ella. Recuerda a las mujeres que la envidiaron. Se imagina otra vez con la falda en forma de tubo pintada sobre la piel y volvió a en frente a los que la apetecían cuando bajaba por la calle a esperar la pisicorre que la llevaría a San Juan, a su trabajo como practicante de secretaria en la oficina de un médico muy afamado.
Recuerda también cómo, según se acercaba al cuartel de la Policía, se alborotaba el coro uniformado que la esperaba todas las mañanas para vitorearla e imaginarla desnuda. Los que adularon los glúteos de la Ninón Sevilla puertorriqueña, como la habían bautizado; a los que se imaginaron mamar los pechos sinuosos y hambrientos de caricias. Otra vez le viene a la mente el que le piropeaba el lunar parecido al mapa de Estados Unidos que le marcaba la pantorrilla derecha como consecuencia de un vitíligo incipiente: su preferido, su Ricardo. No los miraba; solamente se reía para sus adentros y se remeneaba más. El mundo era de ella.
Los golpes del cuchillo contra el tablón de madera se intensifican al revivir la vergüenza como consecuencia de la infamia; la vuelve a invadir el desprecio hacia el Ricardo canalla que la dejó estigmatizada como mujer licenciosa. El arrabal la llamó La negra que se revolcó con Satanás; la ingenua, la tonta, la bruta y otros halagos más burdos que se negaba a evocar.
Después de la graduación de escuela superior seguida del nacimiento de Ricardito, su mundo se trastocó. El médico la cesanteó porque no quería secretarias con hijos. Se le hizo imposible conseguir otro trabajo por haber aumentado de peso y no tenía dinero para ropa nueva. Tuvo que conformarse con la que se le quedó o le regalaron. La ayuda del Bienestar Público fue insuficiente para mantenerla a ella y a su crío. Lloró en las noches al verse arrinconada y con un futuro desesperanzador. Se sintió insuficiente, que sola no podría subsistir. Era infeliz, pero tenía un hijo y tenía que seguir viviendo.
Como escape, se amancebó con un matón a sueldo maltratante, despiadado y acomplejado, al que apodaban Veneno. El convenio implícito fue sexo por manutención. La urgencia de mantener alimentado a su hijo y la ilusión de poseer un mínimo de comodidades la llevaron a no anticipar lo que era evidente. Un año más tarde, vivía hastiada del misógino que la quebraba emocionalmente y la hartaba a palizas continuas. Lo despreciaba todavía más por los epítetos diarios relacionados con su gordura. Vivía presa del desamor. Ansiaba el momento en que un batallón de policías irrumpiera en la vivienda y se lo llevara acusado de cualquier asesinato fabricado o real. Acostumbrada al maltrato se hizo inmune al dolor. Se transformó en lo que la acusaron e hizo lo que juró no hacer jamás.
La bofetada de Veneno la devuelve a la realidad cuando le reclama: ¿qué pasa con la comida? Nora abre los ojos, de los que escapa todo el odio en ella. Tal gesto lo exacerba más. La agarra por el cuello y lo aprieta. Los gritos del pequeño hacen que Veneno afloje el agarre. 
—Quiero escuchar las carreras de caballos en paz y no quiero al incordio jodiendo en la sala. Vete a El Trampolín, me compras una caneca de ron y que te la apunten. ¡Ah! y un paquete de Chesterfield —da la espalda y sale de la cocina. Ella endurece más la mirada y termina espetando el cuchillo en el picador a centímetros de cercenarse el dedo índice de la mano contraria.
Días más tarde de ella enviar a Ricardito a vivir con su abuela para librarlo de los abusos, Nora está sentada en la mesa del comedor con china congelada en la mano. (Alguien le comentó que ingerir frutas congeladas provoca que se coma menos y sirve para rebajar). Presta a partirla en cuñas para devorarla, se le resbala de las manos.  Al caer al piso hace un ruido plomizo. Ella la agarra y palpa su dureza. Su cara resplandece y se llena de ilusión: «Esta china podría ser un arma perfecta para… ¡Bah!, con esta china yo me atrevería a… El doctor decía que un golpetazo en la sien…». Enseguida se le escapa una carcajada, suelta la china y se tapa la boca como cuando era niña.
***
A la semana siguiente, dos policías del mismo cuartel donde La Nora fue diosa llaman a la puerta de un apartamento en el caserío San Agustín luego de haber recibido una llamada anónima. La voz informó de una peste a carne podrida que emanaba de dentro de una de las viviendas. Como nadie contesta tras llamar varias veces, los agentes de orden público patean la puerta y entran con armas en mano. Al llegar a la cocina, se topan con un cuerpo tirado en el piso sobre un baño de sangre seca y a punto de reventar. La cara está desfigurada. La pantorrilla derecha muestra un lunar parecido al mapa de Estados Unidos, y sobre la garra izquierda hay una china en estado de descomposición. 


jueves, 16 de abril de 2015

El recuerdo de Miguel


Después de un año, regreso a la oficina. El sillón de ruedas apenas entra por la puerta. Todo está según lo dejé aquel viernes. Es como si nadie quisiera ensuciarse con todo lo negativo que inundó mi oficina el día que me balearon.

Sobre el escritorio de madera construido por reos de la institución penal está todavía el expediente de Miguel Montalvo. Detenido en el tiempo luego de que clausuraran la oficina que tanto me gustara porque es la de la esquina que mira a la avenida Ponce de León. La de más luz. Hoy empolvada de lamentos. Acerco la silla al escritorio y veo la nota grapada sobre la hoja de seguimiento manuscrita que lee: Preparar moción de revocación de probatoria si liberado a prueba se niega a volver a tratamiento contra la adicción.

Levanto la hoja de progreso y repaso los datos generales de Miguel: varón de 40 años. Vive en el residencial ***, divorciado. Adicto a drogas y posible distribuidor. Padre de tres hijos. Tres hijos, recuerdo y la fotografía de aquel día se develan claros a mi mente.


Cité a Miguel y lo confronté. Me negó que estuviese usando heroína. Le advertí que, de no regresar a un tratamiento, se exponía a que se le revocara la sentencia suspendida. La pequeña que le acompañaba me asentía como diciendo que sí, que yo tenía razón, pero la cara de Miguel mostraba lo contrario. Su mirada desorbitada delataba el desespero del adicto, el temor al encierro. Discutimos las opciones posibles. Luego de un momento me dijo desafiante: «Yo no vuelvo preso, mister. Primero me mato y mato a mis hijos». Enseguida estiró el brazo y pegó la niña contra su costado. Tan pronto logré tranquilizarlo, salí de la oficina con la excusa de buscar un bolígrafo. Llamé al Juez para que emitiera una orden de arresto contra Miguel. A la supervisora le solicité que se comunicara con los alguaciles para que, tan pronto recibiera la orden del tribunal, arrestaran a Miguel allí mismo en la oficina. A otra compañera se pedí que se encargara de separar a la niña de su papá para evitar que la convirtiera en rehén.

Intenté razonar con Miguel por cerca de diez minutos. Ponderamos las opciones para que él regresara a algún tratamiento. No quiso. Yo era consciente de que no era tratamiento contra las drogas lo que necesitaba, era tratamiento psiquiátrico. Miguel quedó muy mal luego de que su mujer muriera como consecuencia de una bala mal que estaba dirigida a él cuando era el segundo en el punto de drogas. «¿Y mis hijos, qué pasaría con ellos?», me preguntó. «Se pueden quedar con tu hermano allí mismo», le dije. «Jamás», fue su respuesta. Su pequeña, a quien no dejaba sola desde el incidente fatal y quien siempre lo acompañaba a todas las citas, frunció el ceño y me negó con la cabeza.

La presencia de mi compañera fue la certeza de que todo estaba listo para el arresto. Le hice seña con la cabeza y ella entró y le pidió a la niña que la acompañara para darle un dulce. Miguel trató de sujetarla, pero la pequeña se pegó a la pared contraria a él. Tanto ella como su padre comprendieron lo que acontecería. Miguel se puso de pie, agarró a la niña por el cuello y me gritó: «No voy preso, mister. Me voy al infierno y me la llevo a ella». Los alguaciles irrumpieron en la oficina. Mi compañera logró arrebatarle a la niña de las manos del padre. Miguel forcejeó. Entre tanto, uno de los alguaciles buscó la manera de someterlo a obediencia sin ningún resultado. El otro desenfundó el revólver y, con la culata, golpeó a Miguel por la cabeza. La niña gritó. Pensé que su desconsuelo era por el encarcelamiento de su papa, pero no. Entendí cuando gritó: «No, mis hermanitos, mis hermanitos. Están solos. Encerrados».

Luego de que se llevaran a Miguel, la niña me contó de sus dos hermanos. Que estaban solos en la casa. El mayor de doce años era quien se hacía cargo de ellos cuando el padre los dejaba solos para «capear». El del medio tenía seis años y no hablaba. «Hay que buscarlos, mister. Si no van se van a morir de hambre si no los buscamos. No pueden salir».

Volví a llamar a la oficina de los alguaciles para que dos más me acompañaran al residencial. Nadie me preparó para lo que vivimos aquel día.

Llegamos. La niña nos dirigió a un apartamento en un segundo piso. Como no había llave, tumbamos la puerta a patadas. Nos quedamos sin aliento ante el bofetón putrefacto. El piso estaba sucio, apestoso a orín. Al lado de la nevera había una montaña de desperdicios podridos. Frente a ella, había tres perros sarnosos buscando qué comer. Ninguno se interesó en nosotros. Ninguno ladró. El alguacil abrió las ventanas para que entrara la luz a la habitación y que escapara un poco la peste porqueriza. La niña me haló por la mano y me llevó hasta el cuarto cerrado con un candado. Con la culata del revólver logramos arrancar el metal del que colgaba el candado. De dentro escuchamos gritos de infantiles. Afuera, la niña ahora volvía a llorar. El estruendo de la puerta al abrirse dejó escapar otro vaho putrefacto. Las ventanas de aquella habitación estaban selladas de hollín; lo que concentraba más el hedor a excremento. Por poco vomito ante aquel cuadro. Dos sacos de huesos se abrazaban. Uno de ellos estaba sujeto con una cadena por el tobillo. Estaban desnudos. La niña corrió y los abrazó. Quedé estupefacto. Era inconcebible que en el siglo veinte viviera gente como aquellos cuatro. El encadenado emitió unos sonidos guturales. La chiquita le decía: «No, Carlitos. Estos señores nos van a tratar bien. No llores». ¿Aquel sonido era un llanto? No pude contener el mío. Le pedí un cigarrillo a uno de los curiosos porque el deseo intenso de fumar me regresó luego de quince años de abstinencia. Tenía una hija y jamás la hubiera tratado como este hombre trató a estos niños. Por iniciativa propia, el alguacil llamó por el radio teléfono a la oficina para que nos enviaran a alguien del Departamento de servicios sociales.

A las siete de la noche, con la ayuda de varios vecinos, logramos que los niños estuvieran aseados. El mayor se ocupó de su hermano que apenas podía caminar. Mandé a buscar comida del Burger King más cercano. Se sentaron los tres en un sofá desvencijado y devoraron los alimentos. Los niños parecían otros. No, no parecían; eran otros. Los curiosos indignados se agruparon frente a la entrada del apartamiento. Juraron que si se encontraban con Miguel lo lincharían. Ninguno sabía nada.

Llegaron los empleados del Departamento de servicios sociales. Le supliqué a la trabajadora social que los mantuviera juntos, que entre ellos había una relación muy especial, la que se da entre hijos del maltrato. Ella me garantizó que no los separarían. De camino hacia el carro del alguacil, de entre la oscuridad escuché a alguien que gritaba: «¿Dónde está el desgraciado de mi hermano? Por encima de mi cadáver se llevan a mis sobrinos. Son mis sobrinos». El alguacil gritó: «Trae un arma». Por encontrarme de espaldas, no me dio tiempo a ver quién gritaba ni lo que acontecería después. Lo único que sentí fue el calentón en la espalda baja, la ropa mojada y no supe más.

Durante mi etapa de recuperación, me comuniqué con el alguacil. Miguel no aguantó el castigo en el penal. La voz del maltrato se propagó y el reo terminó colgado. Suicidio fue la conclusión. A los pequeños, por instrucciones de la supervisora de área, los separaron. La nena la adoptó una familia adinerada porque era la más clara de piel y de ojos verdes. El pequeño lo recluyeron en una instalación psiquiátrica. El mayor escapó del hogar de menores. Intentó buscar a su hermana, pero la policía lo confundió con un ladrón. Tres meses más tarde, descansaba sobre una plancha de metal.



Recogí todo lo que era mío. En la carátula del expediente de Miguel Montalvo, escribí: cerrar y archivar. La secretaria me trajo la carta de renuncia y el informe final para el tribunal. Luego de leer ambos documentos, los firmé y los dejé sobre el escritorio. Lo único que me llevé conmigo fue paraplejia y el recuerdo de Miguel. 

lunes, 6 de abril de 2015

Madrigueras

El hombrecillo gacho de ojos verdes reptó tras el que llevaba en alto la antorcha. La túnica marrón que le llegaba hasta los tobillos le enaltecía la joroba. Según descendían, las sandalias chapoteaban la inmundicia. Se apretó los huecos de la nariz para no intoxicarse con el orín putrefacto impregnado en el laberinto carcelario. A veces perdía el balance, pero hacía lo imposible por no caer sobre las paredes veteadas de excremento. El de la antorcha se detuvo frente a la celda inundada de negrura. Un par de estrellas centellearon ante la llama danzante. «Esa es», dijo mientras buscaba la llave de la celda y abría. El jorobado se acercó a la mujer echa un nudo en una esquina de aquella madriguera. El guarda los dejó solos y a oscuras. El aroma a hembra en celo lo envolvió. «¿Es verdad de lo que te acusan? —inquirió—. Dime la verdad; puedo ayudarte. Confiesa». «No», respondió la voz áspera. «¿Segura de que nada es cierto?» «Segura. Jamás le he faltado a Dios, mi señor». «Mi palabra decidirá tu destino —seseó, acuclillándose frente al lugar de donde provenía la voz para buscar a tientas la entrepierna de la mujer— Háblame, vamos». «No, mi señor. No me falte. Tengo marido. Sería faltarle al honor», respondió ella. «Pero, ven, vamos—volvió a sesear—. Será nuestro secreto si no lo cuentas». «Yo lo sabré. ¡Suélteme o grito!» protestó empujándolo con brusquedad. El hombre enardecido gruñó y se levantó disgustado. «Muy bien, maldita. Así lo quieres, así será», vomitó. «Sacadme de aquí» gritó al carcelero.

Al día siguiente, en un atestado tribunal eclesiástico, el hombrecillo gacho, en un límpido hábito monacal, certificaba en nombre de Dios: «La acusación es cierta. Lo ha negado, pero me tentó el demonismo en ella: es bruja». En medio de gritos de sentencia de muerte de la audiencia y golpetazos del mallete, una lanza de fuego celestial resquebrajó el techo de aquella madriguera y perforó la cabeza del monje. La mujer, vestida de mariposas azules, ascendía a los cielos. 

Clandestinos


Magdalena frotaba la manita de azabache que colgaba de la pulsera. Aquel viernes, se acaloraba esperando a Abraham en un banco del parque Muñoz Rivera. El sol infernal enmudecía los pajarillos y dibujaba espejismos vaporosos sobre la losa candente. Al lado de ella, yacía un ejemplar de El Imparcial que alguien descartó y cuyo titular leía en letras sangrientas: trágica caída de avión en la boca de El Morro. Al ver al hombre aparecer por el lateral del museo, los nervios le estrujaron el vientre. Desde antes de sentarse, Abraham comenzó a decir:
—Por tu expresión facial, entiendo que no es lo que acordamos.
—Lo repensé.
—¿No hay nada que pueda decirte que te haga cambiar de opinión?
—Nada.
El hombre intentó abrazarla.
—Déjame —dijo apartándolo de sí.
—Magda, no; por favor. Convencí a mi mujer. Está dispuesta hasta a…
—Se acabó.
Antes de marcharse, Magdalena arrancó la manita de la pulsera y se la regresó a Abraham. El hombre la arropó en un puño apretado. Perplejo aún, vio achicarse a Magdalena según se alejaba, llevándose con ella su semilla. Inclinó la cabeza y lloro como quien no le queda más.

El lunes siguiente, Magdalena saldría de la farmacia apretando, contra su vientre, la bolsa de estraza que escondía la ducha de Lysol.