A quien todos los profetas anunciaron,
la Virgen esperó con inefable amor de
madre,
Juan lo proclamó ya próximo
y
señaló después entre los hombre.
Prefacio de
Adviento, II
Hasta
aquel día, Juan soportó el abuso sin queja, pero todos sabían. Rogó a Dios y,
por años, pareció que Él no lo escuchó. Señor,
suban a tu presencia nuestras súplicas… Se rebeló. Salió del pupitre y, en
cuclillas, escogió el mamotreto más pesado: la biblia que le regaló su madre el
día de la confirmación. …y colma en tus siervos
los deseos de llegar a conocer en plenitud el misterio admirable… La revelación
apabullaba su mente. Lo comandaba.
El viento ascendente
ululaba el presagio según entraba por los ventanales que enmarcaban el
horizonte distante del Bajamar. Era la brisa cortante del período de Adviento.
El cielo vespertino se tornó gris. No
temais. Los adornos navideños pegados con cinta adhesiva sobre las pizarras
bailaban como si aplaudieran las intenciones de Juan. Algunos huyeron por la
puerta para no ser testigos, para no tener que negar. Señor, que fructifique en nosotros la celebración de estos sacramentos
con los que tú nos enseñas, ya en nuestra vida mortal.
Estuvo
decidido y así sería. En el primer pupitre estaba Fer; de espaldas a él. Con
aquel libro sagrado administraría la extremaunción a quien lo flageló por años.
La redención de Juan llegaría cuando aplastara la cabeza a Fer como hizo María con
la serpiente. El desierto y el yermo se
regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa.
Los
compañeros de clase notaron las intenciones de Juan y, como Pedro apóstol, tres
veces se negaron a denunciar lo que vieron. Justificaron su silencio. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza
de nuestro Dios. La estridencia del raspado de la tiza de la hermana
Caridad al escribir en la pizarra fue contrapunto de aquella expectativa siniestra.
El joven
caminó autómata hasta el principio de la fila. El tramo corto por aquel pasillo
se hizo infinito, como los cuarenta días en el desierto. Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes, decid
a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis. Juan alimentó su ira con
el recuerdo: los golpes constantes que recibió desde el quinto grado con
cualquier objeto que Fer pudiera agredirle; cuando intentó desnudarlo en la
cancha de baloncesto delante de las compañeras de clase; los años en que lo
pegó a la pared contraria a los urinales y rozó el sexo contra su cuerpo; la
risa burlona al dejarlo abatido en el piso con los ojos hinchados de rojo vivo,
rojo sangre.
La cara se le calentó. La vista se le nubló, el enojo le provocó llanto, llanto purulento.
Aguantó la respiración. No respiraría hasta terminar. Por años los demás lo
vieron tirado en el piso y lo dejaron sufriendo los golpes. Ninguno hizo nada,
nadie. A todos debería sacarlos de su recuerdo, de su presencia. Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite; viene en persona,
resarcirá y os salvarás.
Ni
siquiera su madre estuvo de su parte cuando le suplicó que lo cambiara de
escuela. Para ella estaba por encima que él se graduara de aquel colegio
privado y de principios religiosos. De amor, de fe, de esperanza y caridad. Hijo
de Dios, padre que vive y reina por los siglos de los siglos. Sería el primero
en terminar la secundaria, gloria a Dios. Su padre hacía un gran sacrificio
para que él obtuviera la instrucción que ellos no tuvieron porque trabajaron
desde niños para echar la familia adelante. Por qué no podía esperar un poco
más, insistió su madre. Ya no faltaba nada para graduarse, un año más y entraría
a la universidad, con beca, con honores. Sería más que ellos. Sería un
profesional y tendría un trabajo prestigioso. Saldría de pobre, bienaventurado.
Se despegarán los ojos del ciego, los
oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo
cantará.
Juan se estrujó
la mano zurda por la cara para secarse las lágrimas. Porque han brotado las aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el
páramo será un estanque; lo reseco, un manantial. Era imperativo. Hoy era
el día supremo. Después, la paz inundaría su espíritu. Todos lo respetarían,
bienaventurado. Nadie se burlaría más de él. No habrá allí leones, ni se acercarán las bestias feroces.
Juan
levantó el libro sacrosanto lo más que pudo y lo dejó caer con fuerza sobre la
cabeza de Fer. El golpe fue contundente, un sonido plomizo estremeció el
recinto. El cuello se contrajo como el de una jicotea. Dios anuncia la paz. El corpulento estudiante se desplomó sobre el
pupitre. La justicia y la paz se besan.
La compañera sentada al lado de Fer gritó sin parar. La monja dejó de garabatear
en la pizarra. Increpó a Juan, pero él estaba sordo. La justicia mira desde el cielo. La justicia marchará ante él. Era
otro. Vivía al otro al lado del espectro, a oscuras, a ciegas. Por primera vez
rio con fuerza. Hombre, tus pecados están
perdonados. Según profetizado, un humo negro emergió de la nada y lo vistió
de rey con un lienzo en tonos de gris responsorial. Del bolsillo del pantalón
de Juan emergió una serpiente de ojos centelleantes que ascendió y se encorvó sobre
su coronilla cual adorno de faraón. Todos
quedaron asombrados y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: hoy hemos
visto cosas admirables.
Los gritos
mudos de la monja no evitaron que Juan se marchara absorto, en trance. Gritadle: que se ha cumplido su servicio y
está pagado su crimen. Corrió escaleras abajo. Grita. La risa se encogía según descendía del tercer nivel. Haló
los portones y salió a la calle. Libre, liberto, liberado. La euforia del
momento emancipador evitó que viera el coche fúnebre desnudo de flores que se
acercaba a toda prisa. Mirad, Dios, el
Señor, llega con fuerza, su brazo domina. El frenazo proclamó que el ángel
de la muerte ganaba la batalla a María. Alégrese
el cielo, goce la tierra, retumbe el mar y cuando lo llena. En la cara de
Juan quedó retratada la hermosura de la redención.
Desde
Bajamar, el viento ascendente ululó. Fue la brisa cortante del período de
Adviento. Gritadle: que se ha cumplido su
servicio, que está pagado su crimen. El cielo vespertino oscureció. Eran las
tres.