Tomo I
El salón está atestado de espectadores. Sentados al frente, los restantes siete finalistas de la competencia de oratoria esperan a que termine la sexta participante. Jorge Luis tiene el último turno. Para no desesperar, se concentra en las losetillas multicolores que tanto le han llamado la atención desde su llegada al colegio cuando tenía catorce años. Beatriz lo espera en el mismo lugar en que lo recibió hace tres: la biblioteca.
Habían pasado tres semanas de la muerte del presidente Kennedy. El semestre escolar era un infierno para Jorge Luis. Todavía recriminaba contra dios por haber permitido al cáncer devorarle a su madre y ahora, en aquel martirio católico, era castigable si no le rezaba a la deidad suprema durante las misas diarias. Para empeorar las cosas, una reducción de personal provocó el despido de su padre en una cantera y los obligó a regresar al barrio donde vivía la abuela: Puerta de Tierra. Fue ella, la billetera del barrio, quien insistió en matricularlo en el colegio. Fue ella quien rogó a la madre superiora por una excepción y la admisión del joven ya comenzado el semestre. «Es un nene inteligente; denle una oportunidad por amor a dios» fue la letanía hasta lograr su propósito.
Desde su llegada, Jorge Luis se convirtió en el foco de mofas por ser el más corpulento de la clase, el zurdo y el más obeso. Los demás le pronosticaban el infierno por -según ellos- «su gula», uno de los siete pecados capitales. Incluso, una monja llegó a sentenciárselo. Los instigadores se movían en manada y rodeaban siempre a su presa. A la mera presencia de estos, al niño se le aceleraban las palpitaciones. Sudaba ante el inminente ataque de epítetos humillantes. En su mente retumbaba enseguida el «Sietepestes», por la hediondez que despedía su cuerpo como si estuviese pudriéndose por dentro; algo que no podía controlar.
Ese día Jorge Luis salió del plantel al mediodía. Pensó que tirarse bajo los neumáticos de un carro acabaría con su tribulación, pero el temor a la perpetuidad infernal lo desalentó. Como había hecho en otras escuelas, se apresuró a la biblioteca. Allí no habría burlas ni puños; tampoco la probabilidad de volverle a bajar los calzones delante de sus compañeras de clase. Se detuvo silente en la entrada.
Aquel micromundo, empotrado en lo que una vez fue un salón de clases, estaba flanqueado de anaqueles mohosos. Del techo azul mareado, colgaban tres lámparas de metal veteadas de marrón por el salitre con cuatro terminales -mohosos también- en los que se enchufaban dos tubos fluorescentes radiantes de luz fría. Las cuatro ventanas estaban clausuradas con la intención de aumentar la capacidad para los libreros grises y, desde entonces, pegados contra las paredes. Sobre los anaqueles más altos, se amontonaron infinidad de folios amarillentos que evocaban los del comienzo de la era cristiana, papiros apolillados manchados de humedad. Los estantes más pequeños estaban protegidos por puertas de cristal y encerraban las enciclopedias maltratadas por el uso. En otros anaqueles abiertos, había más libros con lomos quebrados -historias de mundos, de pueblos, de inventos, de héroes invencibles, de próceres, de revoluciones tomadas como ciertas¬-, acomodados por tema. En la parte inferior de uno de ellos, colocaron los libros infantiles. La parte superior de todos los estantes identificaba el nombre de la materia referencial.
El centro lo llenaban tres mesas rectangulares, cada una con seis sillas de madera y pajilla. Todas las mesas tenían un vidrio. (Quizá para proteger los topes de ralladuras o que los estudiantes escribieran alguna grosería típica de los mozalbetes más atrevidos). El piso de la biblioteca -como el resto de los salones del colegio y la iglesia- era un mosaico de pequeñas losas circulares que formaban polígonos hexagonales. Cada ángulo lo adornaba una flor roja con un baldosín amarillo en su centro.
La cara angustiada del muchacho parado en la puerta motivó a Beatriz, la bibliotecaria, a invitarlo a entrar. Como pareció no escucharla, ella se acercó, le puso la mano en la espalda y lo condujo hasta la mesa frente a su roído escritorio de caoba.
Al chico no le apetecía hablar. Solo se tragaba el llanto. Ella espero a que se calmara. Incluso, le exhortó a llorar si tenía deseos, pero él se contuvo hasta relajarse. La mente le martillaba la advertencia tajante de su padre: «Los hombres no lloran por nada». Al contestarle a la bibliotecaria cómo se llamaba, ella exclamó:
-¡Ah!, como Borges. Es un escritor argentino famoso, ¿sabes?
Beatriz indagó más y el niño en cuerpo de hombre le narró con voz queda cómo había llegado a allí. Luego de un rato, manifestó:
-Siempre los demás han abusado de mí en las escuelas en que he estado. Mis únicos amigos son los libros porque no se burlan de mí ni me hacen daño. Por eso me paso en las bibliotecas.
El salón comedor se llenó de estudiantes, pero ni a la bibliotecaria ni al joven les apeteció almorzar; en cambio, hablaron de escritores. Ella lo paseó por frente a los anaqueles y le presentó a Juan Ramón Jiménez, a Charles Perrault, a Lewis Carroll y a los hermanos Grimm. Le habló de su tocayo Borges y le exhortó a leer sus escritos cuando llegase a la universidad.
-Lee, siempre lee. Conocerás mundos maravillosos.
Por su parte, a Jorge Luis le impresionó más la leve cojera de Beatriz. Al mirar los zapatos, observó la gran plataforma pegada a la planta de cuero izquierda. La mujer notó hacia dónde miraba el adolescente cuando él preguntó:
-A usted también.
-Sí -respondió de manera escueta según se movían a otro anaquel.
Al llegar a Hans Christian Andersen, la bibliotecaria extrajo un ejemplar.
-Te lo voy a prestar para que lo leas. La próxima semana vienes y compartimos si te gustó o no. Te llevas otro y así sucesivamente.
Antes de entregarle el libro, ella lo amarró con una cinta para hacerle más fácil el cargarlo. El muchacho sonrió ante el elaborado lazo parecido más a un regalo de cumpleaños que a un libro de cuentos con una agarradera y dijo enseguida:
-En casa nadie se ocupa de empacar regalos; es más, no hay dinero para regalos.
El timbre sonó. Era hora de que los estudiantes regresaran a sus salones.
-¿Quieres dejar el libro aquí y lo recoges cuando salgas y así no se mofan de ti los demás? -preguntó ella.
-Sí.
-¿Estás bien ya?
-Sí, sí. Ya todos los molestosos deben de estar en el salón.
Beatriz notó al estudiante salir más erguido de como entró. Tal transformación sería una más de una serie infinita.
A la semana siguiente ante la pregunta: «¿Cuáles cuentos te gustaron más?», el niño respondió:
-«El ángel» y «El soldadito de plomo».
Esa tarde, Beatriz escuchó al niño contar cómo le impresionaron las historias. Los intercambios literarios entre ambos los llevaron a formar una amistad más allá de la convencional entre una bibliotecaria y un estudiante. De ahí en adelante, compartieron vivencias, sueños y proyectos.
Hubo cambios. A la mujer, además de bibliotecóloga, la nombraron directora del club de oratoria. Para fomentar más la seguridad del adolescente, ella lo invitó a participar en la próxima competencia. Lo exhortó a escribir su propio discurso.
-¿Pero de qué voy a escribir, Beatriz?
-De lo que te gusta: de libros, de cuentos; de tu experiencia en este colegio, de aspiraciones; de tus años en la escuela superior; de planes futuros, de cómo te sentiste cuando te aceptaron en la universidad.
Esa noche el joven recordó los primeros cuentos leídos a su llegada al colegio. Los releyó. Buscó una modesta máquina de escribir -regalo de su abuela cuando se sacó el premio gordo de la lotería-, y comenzó a mecanografiar con dos dedos. Tenía un mes para refinar el discurso y aprendérselo de memoria.
La penúltima participante termina con una canción de cuna y se sienta. Jorge Luis se levanta. Se arregla el gabán prestado. Besa el botón de rosa que lleva en la solapa, obsequio de su mentora. Camina hasta el frente, dice el nombre de su discurso y comienza:
-Hans Christian Andersen empieza su cuento de «El ángel» de la manera siguiente: «Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados».
Así me recibió el ángel que me tocó a mí cuando llegué a este colegio luego de.
Durante su discurso, Jorge Luis modula la voz al narrar su historia. Pausa. Se muestra seguro y se dirige a cada uno de los presentes. Sigue todas las instrucciones de Beatriz: «Enfatiza las palabras más importantes. Míralos a los ojos». Al mismo tiempo, nota su seguridad, la convicción de lo expresado. En un movimiento brusco, siente que se le descose el pantalón por la entrepierna. El rasgado se agranda según se mueve. El entusiasmo se transforma en temor circular: al regreso de la burla, a la mofa. Se le quiebra la voz; empero, sigue. Altera los movimientos y así evita noten la falla en la ropa. Aprovecha la angustia para intensificar la narración, pero es como si hablara en cámara lenta. El tiempo se vuelve elástico igual que su angustia. Qué importa, se dice. Debo seguir. Tengo que seguir. Quiero seguir. Es mi momento de gloria, de aceptación. Se mueve detrás del escritorio y apoya las manos sobre el tope de madera. Permanece allí, firme. Son los giros de la cabeza y su talante lo que impacta a los presentes.
-Para finalizar, volveré a citar a Hans Christian Andersen, pero esta vez en un fragmento de «El soldadito de plomo»: «El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra». Muchas gracias.
El silencio arropa el salón. Se escucha a alguien catalogar el discurso del último participante como el más emotivo. El adulto joven está feliz. De regreso a su asiento, hace un puño con la mano izquierda y la agita. Se sienta de lado para tapar el descocido. Ansía llegar hasta donde está su amiga y hacerla partícipe de su experiencia. Imagina a sus compañeros impresionados con el discurso. Ya no se mofarán más; lo admirarán. Tiene un trofeo asegurado y su nombre aparecerá en la placa de galardonados en la oficina de la principal.
El lunes siguiente Jorge Luis llega a la escuela. No es el héroe. Ninguno de los compañeros lo felicita ni muestra interés en el trofeo. A ninguno le importa que no haya llegado en primer lugar; tampoco a él. Lo importante es cuán orgullosa está Beatriz, igual que él de sí mismo.
Tomo II
Han pasado veintiún años. Es el comienzo de clases en la modernizada escuela de Puerta de Tierra. Ya no hay polígonos hexagonales multicolores en el piso. En los pasillos, se escucha la algarabía del recuentro escolar y los estudiantes esperan a que suene el timbre para entrar a clases. Es el momento circular en que hay un recién llegado parado en la entrada de la biblioteca, con la amargura pintada en la cara. El bibliotecario lo mira. Le sonríe. Se acerca. Trae en la mano izquierda un ejemplar abierto de El hacedor de Borges. Dice:
-Hola, me llamo Jorge Luis. Entra.