domingo, 29 de noviembre de 2020

Para no decirle la verdad

Hoy la niña estuvo conversadora. La cara le resplandecía como un sol que no quiere apagarse. Notó olas nuevas durante el paseo. La vi atenta. Vi su asombro con las nubes cirros y los cumulonimbos, a la vez que un avión que salía de entre ellas.

Me contó de su mamá de crianza y de cuando la llevaron a trabajar a El corte inglés en San Juan; de cómo le enseñaron a coser pantalones de hombre. De cuán fajona ha sido desde joven.

Me habló de su hijo, el único que tiene. De que ayer la llevaron a dar una vuelta y almorzó algo en un sitio que no recuerda. La escuché.

Entonces preguntó:

-¿Y para dónde vamos?

-Para Morovis, le dije.

¬-¡Para Morovis! ¡Qué bueno! Hace tiempo que no vamos para allá.

Sonreí para no decirle la verdad


sábado, 28 de noviembre de 2020

Recuerdos gráficos

Estacionamos el Corolla un poco más arriba de la casa en un espacio que milagrosamente encontramos porque es una rareza encontrar un lugar para estacionarse en Villa Palmeras los fines de semana. Abrí la puerta para que ella saliera. Al girar el cuerpo vio la casa de los tres cuartos dormitorios en la segunda planta: Qué bonita esa casa. Es la tuya. No. Sí, esa es tu casa que la mandamos a pintar. Na.

No comentó nada cuando vio que saqué las llaves y abrí el portón y la puerta de entrada. Llevábamos comida para almorzar allí, mientras ella se tomaba su tiempo en la casa con tres cuartos dormitorios. Entramos y permaneció callada. Observó primero y luego se movió lentamente por entre los muebles y se sentó en el sofá. Yo llegué hasta la cocina para enjuagar algunos trastes en los que serviría el almuerzo. Desde la cocina la vi encorvada como se sentaba cuando contestaba el teléfono que estaba en el anaquel en la sala que trajo de Puerta de Tierra hace más de treinta años. Luego la veo doblarse a recoger algo del piso y me le acerco. Era una retahíla de fotos que estaban entre dos marcos de fotos en forma de libro. Fotos viejas de ella, de nosotros. Me las muestra. Mira. Me las voy a llevar para casa. Para casa, dijo. Pero esta es tu casa. Sí, pero para la casa que vivo ahora.

Almorzamos y, entre bocado y bocado, se levantaba de la mesa, caminaba por la sala e iba hasta donde tenía la cartera. De camino a sentarse decía, Esto me lo voy a llevar para casa. Para casa, dijo otra vez. Solo dije, Sí, seguro. Enseguida agarró un marco con una foto de ella que le tomamos en su pueblo Jayuya en la hacienda de los Atienza, la Hacienda don Pedro. (Ese día almorzamos en el restaurante del bombero jubilado, papá de los niños que todos los años tocaban en la conmemoración del asesinato allá en el Cerro Maravilla). Divago. Acomodó la foto al lado de la cartera.

Luego la veo sacar de un florero las flores que yo le comprara para la navidad pasada en Jayuya también. Mira, que lindas. Me las voy a llevar para casa también. Para casa, volvió y dijo.

Luego del almuerzo, quiso subir a la segunda planta. Entró en el cuarto que separó para mí desde que construyó la casa. Allí me mostró el gavetero más viejo que yo, que le compró mi papá al que lo construyo para una clase de carpintería, hijo de un barbero de San Juan muy amigo de él y que ahora se me escapa el nombre. También estaba mi antiguo escritorio, apolillado. Me enseñó el baño y pasamos al cuarto que fue de mi papá. Allí abrió una de las puertas del clóset y me mostro su ropa. Mas ropa porque los tres clósets tienen ropa de ella. Aproveché y le saqué algunas piezas para que las use en Morovis. Noté que no entró a su dormitorio. Bajó las escaleras y entonces vio la muñeca. La muñeca vestida en un traje rosa viejo, con una pamela del mismo color mareado que cubre parte de largos rizos negros. Me la voy a llevar.

El Jimmy me miró como queriendo preguntarme dónde ella acomodaría esas cosas. Le hice otra seña, que entendió, como que todo iría para su habitación en Morovis. Para que la haga sentir más en casa. Para que no extrañe gallera como se decía “enantes”.

Partimos antes de que nos llenara el baúl con más pertenecías viejas. Sin apagar el carro al llegar, me dijo que no me olvidara de lo que había traído de la otra casa y que estaba guardado en el baúl.

Le acomodé lo que me convino sobre la cama. Le busqué un frasco para las flores plásticas, pero era demasiado liviano y se ropería con cualquier ráfaga de aire que entrara por la ventana. Entonces le destapé la urna que tiene en la coqueta y se las acomodé. Ella agarró la muñeca que pensé que iría sobre la cama como hizo con un bebé que le llevó el Huracán María, pero no. Con un cariño infantil, le acomodó la faldita del traje para que no se notara que había perdido un zapato y que ahora la pobre muñeca no se acuerda donde lo dejó. Con mucho fervor, le hizo un espacio en el borde de la coqueta y allí la acomodó. Después, ella se sentó encorvada en la cama y, luego de observar la muñeca, abrió la cartera. De ella extrajo todos los recuerdos gráficos que pudo acomodar dentro del poco espacio que le queda y se sentó a recordar.

viernes, 27 de noviembre de 2020

Es

 Es…

La carcajada de su risa…

La melodía de su cantar…

La mujer de su resistencia a olvidar…

El medio andar de su memoria…

Ella.

Fragmentos

 Del dormitorio salió la mujer con el cuchillo ensangrentado en la mano. Su imagen pintada de pasión vio multiplicada en los espejos del pasillo principal del gran caserón. En un segundo, desde lo alto, se notó la herida en el pecho y comprendió por qué el cuerpo suyo se fragmentaba bajo la lápida.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Lazos circulares

 

Ella me enseñó lo que yo le acuerdo hoy. Si quiere aprender a hacer arroz, yo lo dejo. Que aprenda para que el día que yo no esté, sepa valerse solo. Para que ella no se anquilose, la dejo hacer tareas sencillas: darle una galleta a la perra, cerrar la puerta del balcón, aunque me cierre las puertas con los pasadores inferiores y tenga que doblarme al abrirla nuevamente. Que lleve el plato al fregadero, aunque no lo friegue. Pero yo lo puedo fregar. Yo sé fregar. Lo he hecho toda la vida. No digo nada porque se molesta si le digo que lo que hace es enjuagar los trastes. Mira, así se enhebra la aguja. Para que el botón no se caiga, tienes que anudar la puntada cada vez que la pasas por donde está el botón. Se me rompía la camisa, pero el botón no se salía de sitio. Me enseñó a hacer ruedos de la misma manera que hizo con los botones, anudando cada puntada para que no se soltara jamás. En el clóset tengo varios pantalones de ella para arreglarle el ruedo, para que no lo pise, para que no se caiga.

Con el tiempo y lo he dicho ya, es como convivir con dos personas. Una de ella es posesiva intransigente, la usurpadora la llamo yo. Esa es mi sombrilla. Sí, es mi sombrilla. Estaba en mi carro. Dámela. Que no es la tuya. Hay dos sombrillas y una es mía. Si quieres te la doy. No tienes que darme nada porque es mía. El sobre dice mi nombre. Esa soy yo. Dame. Quiero ver qué es. La otra es la que es más llevadera, la que no pelea, no argumenta. Solo se encoge de hombros y no toma decisiones. La que imita como imitaba yo de niño. A veces, creo que hasta hay tres. Por momentos sale la que me crio. Junior, mira, ven a ver esto. Mira, mira. Voy, voy. Pero ven ahora para que veas. Y yo, sin ver, le dijo que sí que veo lo que ella quiere que vea. La dejo que tome decisiones, pero la velo de cerca como me enseñó ella. ¿Qué haces con el mapo? ¿Se mojó? Si. ¿Qué tal si le echamos un poco de detergente y así mapeamos y perfumamos el cuarto a la misma vez? No dice nada.

Ella baja a verme cuando lavo ropa, pero esa música no me gusta. Te la cambio. Ella canta. Canta según se sienta a escuchar la melodía que le gusta. Canta hasta que se cansa o se le olvida quien soy. Me voy. A veces, se levanta sin decir nada y la veo camino a subir las escaleras. Velo sus pasos sin decir nada. Hay ocasiones que subo detrás de ella con las manos casi pegadas a su espalda atento a que no vaya a dar un traspié y se vaya a caer como hizo ella conmigo cuando aprendí a caminar. No lo agarres decía mi papá. Se puede caer. Déjalo que aprenda. Se puede dar un golpe. Si se cae que se levante. Que aprenda a ser macho.

En casa, en mi casa de San Juan, tengo un tocadiscos digital preparado con el cable que conecto al celular tan pronto entramos por la puerta para que pueda seguir escuchando la canción que cantaba en el carro. Tan pronto abro la puerta conecto todo y salgo a ayudarla a bajar de la guagua. Siéntate. Déjame escuchar la canción. Preciosa llaman… que cantan… tu historia… No importa el tirano… maldad… Antier la vi parada frente al equipo de música y trasteaba todos los botones. Me pareció ver a la Miss Rheingold en La verdadera historia de Pedro Navaja. Solo le faltó el estribillo: Mira, dame un vellón para la vellonera. Oye, ¿qué haces? Nada. Estabas buscando subir el volumen, ¿verdad? Se ríe. Le subo el volumen mientras ella se ríe de su travesura como me reía yo cuando me sorprendía ella en alguna de las fechorías infantiles mías.

Ha terminado de desayunar y se levanta. No ha hecho la cama, pero no digo nada porque sé que ella se dará cuenta y vestirá la cama, como hace ella, como hacía ella, como me enseñó ella, como hago yo todos los días.

viernes, 20 de noviembre de 2020

HACEDORES

Los rumores de la plaza quedan atrás 

 y entro en la Biblioteca (sic).

 De una manera casi física siento la gravitación de los libros, 

el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado 

y conservado mágicamente.

Prólogo de "El hacedor", Jorge Luis Borges


Tomo I

El salón está atestado de espectadores. Sentados al frente, los restantes siete finalistas de la competencia de oratoria esperan a que termine la sexta participante. Jorge Luis tiene el último turno. Para no desesperar, se concentra en las losetillas multicolores que tanto le han llamado la atención desde su llegada al colegio cuando tenía catorce años. Beatriz lo espera en el mismo lugar en que lo recibió hace tres: la biblioteca. 


Habían pasado tres semanas de la muerte del presidente Kennedy. El semestre escolar era un infierno para Jorge Luis. Todavía recriminaba contra dios por haber permitido al cáncer devorarle a su madre y ahora, en aquel martirio católico, era castigable si no le rezaba a la deidad suprema durante las misas diarias. Para empeorar las cosas, una reducción de personal provocó el despido de su padre en una cantera y los obligó a regresar al barrio donde vivía la abuela: Puerta de Tierra. Fue ella, la billetera del barrio, quien insistió en matricularlo en el colegio. Fue ella quien rogó a la madre superiora por una excepción y la admisión del joven ya comenzado el semestre. «Es un nene inteligente; denle una oportunidad por amor a dios» fue la letanía hasta lograr su propósito. 

Desde su llegada, Jorge Luis se convirtió en el foco de mofas por ser el más corpulento de la clase, el zurdo y el más obeso. Los demás le pronosticaban el infierno por -según ellos- «su gula», uno de los siete pecados capitales. Incluso, una monja llegó a sentenciárselo. Los instigadores se movían en manada y rodeaban siempre a su presa. A la mera presencia de estos, al niño se le aceleraban las palpitaciones. Sudaba ante el inminente ataque de epítetos humillantes. En su mente retumbaba enseguida el «Sietepestes», por la hediondez que despedía su cuerpo como si estuviese pudriéndose por dentro; algo que no podía controlar. 

Ese día Jorge Luis salió del plantel al mediodía. Pensó que tirarse bajo los neumáticos de un carro acabaría con su tribulación, pero el temor a la perpetuidad infernal lo desalentó. Como había hecho en otras escuelas, se apresuró a la biblioteca. Allí no habría burlas ni puños; tampoco la probabilidad de volverle a bajar los calzones delante de sus compañeras de clase. Se detuvo silente en la entrada.

Aquel micromundo, empotrado en lo que una vez fue un salón de clases, estaba flanqueado de anaqueles mohosos. Del techo azul mareado, colgaban tres lámparas de metal veteadas de marrón por el salitre con cuatro terminales -mohosos también- en los que se enchufaban dos tubos fluorescentes radiantes de luz fría. Las cuatro ventanas estaban clausuradas con la intención de aumentar la capacidad para los libreros grises y, desde entonces, pegados contra las paredes. Sobre los anaqueles más altos, se amontonaron infinidad de folios amarillentos que evocaban los del comienzo de la era cristiana, papiros apolillados manchados de humedad. Los estantes más pequeños estaban protegidos por puertas de cristal y encerraban las enciclopedias maltratadas por el uso. En otros anaqueles abiertos, había más libros con lomos quebrados -historias de mundos, de pueblos, de inventos, de héroes invencibles, de próceres, de revoluciones tomadas como ciertas¬-, acomodados por tema. En la parte inferior de uno de ellos, colocaron los libros infantiles. La parte superior de todos los estantes identificaba el nombre de la materia referencial. 

El centro lo llenaban tres mesas rectangulares, cada una con seis sillas de madera y pajilla. Todas las mesas tenían un vidrio. (Quizá para proteger los topes de ralladuras o que los estudiantes escribieran alguna grosería típica de los mozalbetes más atrevidos). El piso de la biblioteca -como el resto de los salones del colegio y la iglesia- era un mosaico de pequeñas losas circulares que formaban polígonos hexagonales. Cada ángulo lo adornaba una flor roja con un baldosín amarillo en su centro. 

La cara angustiada del muchacho parado en la puerta motivó a Beatriz, la bibliotecaria, a invitarlo a entrar. Como pareció no escucharla, ella se acercó, le puso la mano en la espalda y lo condujo hasta la mesa frente a su roído escritorio de caoba. 

Al chico no le apetecía hablar. Solo se tragaba el llanto. Ella espero a que se calmara. Incluso, le exhortó a llorar si tenía deseos, pero él se contuvo hasta relajarse. La mente le martillaba la advertencia tajante de su padre: «Los hombres no lloran por nada». Al contestarle a la bibliotecaria cómo se llamaba, ella exclamó:

-¡Ah!, como Borges. Es un escritor argentino famoso, ¿sabes?

Beatriz indagó más y el niño en cuerpo de hombre le narró con voz queda cómo había llegado a allí. Luego de un rato, manifestó:

-Siempre los demás han abusado de mí en las escuelas en que he estado. Mis únicos amigos son los libros porque no se burlan de mí ni me hacen daño. Por eso me paso en las bibliotecas.

El salón comedor se llenó de estudiantes, pero ni a la bibliotecaria ni al joven les apeteció almorzar; en cambio, hablaron de escritores. Ella lo paseó por frente a los anaqueles y le presentó a Juan Ramón Jiménez, a Charles Perrault, a Lewis Carroll y a los hermanos Grimm. Le habló de su tocayo Borges y le exhortó a leer sus escritos cuando llegase a la universidad. 

-Lee, siempre lee. Conocerás mundos maravillosos.

Por su parte, a Jorge Luis le impresionó más la leve cojera de Beatriz. Al mirar los zapatos, observó la gran plataforma pegada a la planta de cuero izquierda. La mujer notó hacia dónde miraba el adolescente cuando él preguntó:

-A usted también.

-Sí -respondió de manera escueta según se movían a otro anaquel.

Al llegar a Hans Christian Andersen, la bibliotecaria extrajo un ejemplar. 

-Te lo voy a prestar para que lo leas. La próxima semana vienes y compartimos si te gustó o no. Te llevas otro y así sucesivamente.

Antes de entregarle el libro, ella lo amarró con una cinta para hacerle más fácil el cargarlo. El muchacho sonrió ante el elaborado lazo parecido más a un regalo de cumpleaños que a un libro de cuentos con una agarradera y dijo enseguida:

-En casa nadie se ocupa de empacar regalos; es más, no hay dinero para regalos. 

El timbre sonó. Era hora de que los estudiantes regresaran a sus salones.

-¿Quieres dejar el libro aquí y lo recoges cuando salgas y así no se mofan de ti los demás? -preguntó ella.

-Sí.

-¿Estás bien ya?

-Sí, sí. Ya todos los molestosos deben de estar en el salón. 

Beatriz notó al estudiante salir más erguido de como entró. Tal transformación sería una más de una serie infinita.

A la semana siguiente ante la pregunta: «¿Cuáles cuentos te gustaron más?», el niño respondió:

-«El ángel» y «El soldadito de plomo».

Esa tarde, Beatriz escuchó al niño contar cómo le impresionaron las historias. Los intercambios literarios entre ambos los llevaron a formar una amistad más allá de la convencional entre una bibliotecaria y un estudiante. De ahí en adelante, compartieron vivencias, sueños y proyectos.

Hubo cambios. A la mujer, además de bibliotecóloga, la nombraron directora del club de oratoria. Para fomentar más la seguridad del adolescente, ella lo invitó a participar en la próxima competencia. Lo exhortó a escribir su propio discurso.

-¿Pero de qué voy a escribir, Beatriz?

-De lo que te gusta: de libros, de cuentos; de tu experiencia en este colegio, de aspiraciones; de tus años en la escuela superior; de planes futuros, de cómo te sentiste cuando te aceptaron en la universidad.

Esa noche el joven recordó los primeros cuentos leídos a su llegada al colegio. Los releyó. Buscó una modesta máquina de escribir -regalo de su abuela cuando se sacó el premio gordo de la lotería-, y comenzó a mecanografiar con dos dedos. Tenía un mes para refinar el discurso y aprendérselo de memoria.


La penúltima participante termina con una canción de cuna y se sienta. Jorge Luis se levanta. Se arregla el gabán prestado. Besa el botón de rosa que lleva en la solapa, obsequio de su mentora. Camina hasta el frente, dice el nombre de su discurso y comienza:

-Hans Christian Andersen empieza su cuento de «El ángel» de la manera siguiente: «Cada vez que muere un niño bueno, baja del cielo un ángel de Dios Nuestro Señor, toma en brazos el cuerpecito muerto y, extendiendo sus grandes alas blancas, emprende el vuelo por encima de todos los lugares que el pequeñuelo amó, recogiendo a la vez un ramo de flores para ofrecerlas a Dios, con objeto de que luzcan allá arriba más hermosas aún que en el suelo. Nuestro Señor se aprieta contra el corazón todas aquellas flores, pero a la que más le gusta le da un beso, con lo cual ella adquiere voz y puede ya cantar en el coro de los bienaventurados».

Así me recibió el ángel que me tocó a mí cuando llegué a este colegio luego de.

Durante su discurso, Jorge Luis modula la voz al narrar su historia. Pausa. Se muestra seguro y se dirige a cada uno de los presentes. Sigue todas las instrucciones de Beatriz: «Enfatiza las palabras más importantes. Míralos a los ojos». Al mismo tiempo, nota su seguridad, la convicción de lo expresado. En un movimiento brusco, siente que se le descose el pantalón por la entrepierna. El rasgado se agranda según se mueve. El entusiasmo se transforma en temor circular: al regreso de la burla, a la mofa. Se le quiebra la voz; empero, sigue. Altera los movimientos y así evita noten la falla en la ropa. Aprovecha la angustia para intensificar la narración, pero es como si hablara en cámara lenta. El tiempo se vuelve elástico igual que su angustia. Qué importa, se dice. Debo seguir. Tengo que seguir. Quiero seguir. Es mi momento de gloria, de aceptación. Se mueve detrás del escritorio y apoya las manos sobre el tope de madera. Permanece allí, firme. Son los giros de la cabeza y su talante lo que impacta a los presentes.

-Para finalizar, volveré a citar a Hans Christian Andersen, pero esta vez en un fragmento de «El soldadito de plomo»: «El soldadito de plomo se encontró en el mismo salón donde había estado antes. Allí estaban todos: los mismos niños, los mismos juguetes sobre la mesa y el mismo hermoso castillo con la linda y pequeña bailarina, que permanecía aún sobre una sola pierna y mantenía la otra extendida, muy alto, en los aires, pues ella había sido tan firme como él. Esto conmovió tanto al soldadito, que estuvo a punto de llorar lágrimas de plomo, pero no lo hizo porque no habría estado bien que un soldado llorase. La contempló y ella le devolvió la mirada; pero ninguno dijo una palabra». Muchas gracias.

El silencio arropa el salón. Se escucha a alguien catalogar el discurso del último participante como el más emotivo. El adulto joven está feliz. De regreso a su asiento, hace un puño con la mano izquierda y la agita. Se sienta de lado para tapar el descocido. Ansía llegar hasta donde está su amiga y hacerla partícipe de su experiencia. Imagina a sus compañeros impresionados con el discurso. Ya no se mofarán más; lo admirarán. Tiene un trofeo asegurado y su nombre aparecerá en la placa de galardonados en la oficina de la principal.

El lunes siguiente Jorge Luis llega a la escuela. No es el héroe. Ninguno de los compañeros lo felicita ni muestra interés en el trofeo. A ninguno le importa que no haya llegado en primer lugar; tampoco a él. Lo importante es cuán orgullosa está Beatriz, igual que él de sí mismo.


Tomo II

Han pasado veintiún años. Es el comienzo de clases en la modernizada escuela de Puerta de Tierra. Ya no hay polígonos hexagonales multicolores en el piso. En los pasillos, se escucha la algarabía del recuentro escolar y los estudiantes esperan a que suene el timbre para entrar a clases. Es el momento circular en que hay un recién llegado parado en la entrada de la biblioteca, con la amargura pintada en la cara. El bibliotecario lo mira. Le sonríe. Se acerca. Trae en la mano izquierda un ejemplar abierto de El hacedor de Borges. Dice:

-Hola, me llamo Jorge Luis. Entra.


viernes, 13 de noviembre de 2020

Las chinelas

Como todas las noches, pasa la mano por encima de la sábana de la cama y la estira para asegurarse de que no haya ninguna arruga antes de acostarse. Luego se sienta sobre ella, acomoda las chinelas con los pies para que estén alineadas con las ranuras de las losetas, equidistantes de los extremos de la cama. Al dejarse caer sobre el colchón, se le cae la almohada al piso. Se vira y ve que las chinelas están viradas. Se levanta otra vez. Se arrodilla. Agarra cada chinela y vuelve a cuadrarla con las ranuras de las losetas, equidistantes de los extremos de la cama. Se pone de pie. Vuelve a pasar la mano por encima de la sábana y la estira para asegurarse de que no haya ninguna arruga. Sin querer tropieza con una de las chinelas y altera el orden. Maldice. Vuelve a arrodillarse. Agarra ambas chinelas y la cuadra con las ranuras de las losetas, equidistantes de los extremos de la cama. Se levanta. Vuelve a pasar la mano por encima de la sábana y la estira para asegurarse de que no haya ninguna arruga. Se tira en la cama para no tocar las chinelas. El peso de su cuerpo hace que el colchón se salga del marco de los largueros, lo que ocasiona que el alineamiento de las chinelas vuelva a alterarse...

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martes, 10 de noviembre de 2020

La gorda

 Con disgusto, Ángela se mira en el espejo porque no le gusta lo que ve reflejado en el espejo; le muestra que está gorda. “Bojota” como le ha dicho su madre desde que tiene uso de razón, pero con cara linda, pensó levantando el mechón de pelo que le cubría la marca en el lado derecho de la frente. Le hiere que la madre le estruje tanto su sobrepeso. Tiene treinta años ya y no ha podido salir del yugo de su progenitora. Las demás hermanas se le adelantaron y, según ella, salieron de la casa a tiempo. Manuela, la mayor, se fue a estudiar a los Estado Unidos y por allá se quedó después de terminar sus estudios. Con esa no se puede contar para nada, se dice. Gloria prefirió que su madre la llamara puta por haberse ido con hombre sin haberse casado y que su madre no la quiera ver más. Sin embargo, Gloria era su confidente, la escuchaba sin juzgarla.

Gloria, es que se pone peor cada vez, más hostil conmigo. Me saca el monstruo. Cada vez me acusa como si fuera responsable de lo que ustedes hicieron. Me condena como si resintiera haberme parido tan vieja y que papi la abandonara porque creyó que yo soy un cuerno que ella le pegó a él. Nunca me ha querido.

No digas eso. Ella ha sido igual con las tres.

No, pero ella nunca me ha querido. Siempre he sido yo la que paga todas las travesuras y errores de ustedes. Manuela siempre se salió con la suya y se fue. Ella sabía cómo manipular a mami. O ya se te olvidó la paliza que me dio con la correa de cuero que papi dejó detrás de la puerta. Mira la evidencia. Mírala. Me mutiló la cara para toda la vida con la maldita correa. La maldigo cada vez que me acuerdo. Hay veces que la odio a muerte.

No digas eso. Tú no eres capaz de hacerle daño. Tú también eras terrible.

Yo era la mejor de las tres. Pero si atacas al perro a diario, llegará un momento en que te tirará a morder. Y eso está pasando. Me he hartado de ella y no veo salida. Estoy loca por largarme, pero el dinero no me alcanza. Hasta que no termine de estudiar la maestría, no puedo. No puedo.

Su reflejo en el espejo le resaltó las lágrimas que bajaban por los cachetes rosados. La vida le había jugado una treta, según ella.

Maldita sea, se dijo. Si me hubiese ido antes. Si no hubiese estado en la calle, tal vez ella no hubiese salido a casa de la vecina y el carro no la hubiera atropellado. ¿Pero qué carajo hacía ella en casa de Justa a esa hora?

Se estrujó la cara para secarse las lágrimas. Abrió la puerta de su cuarto y pasó a la habitación de su madre. La cama de posiciones estaba pegada a la ventana para que la encamada pudiese ver para afuera. La vieja sintió la presencia de su hija, pero no se movió. La cama apestaba a orín. Ángela fue hasta el mueble de caoba al lado de la cama y abrió una de las gavetas. Sacó un panti desechable y lo colocó sobre la cama.

Déjame dormir, carajo, la anciana le estrujó con mirada agria.

Te voy a cambiar el pañal.

Déjame morir ya. Vete.

Ángela hizo caso omiso al comentario. Aseguró su agarre por el muñón y la cintura y volteó de lado a la señora para revisar que no hubiese úlceras en la espalda.

Me haces daño, bruta.

Ángela pensaba pasarle crema en la espalda, pero, ante la actitud en la que amaneció la señora, no lo hizo .Tampoco dijo nada. La devolvió a la posición original y haló hasta arrancarle el panti.

Morona, me lastimas la pierna.

No te duele nada. Ya esa herida está sana. Ya es hora de que uses la prótesis y camines por el cuarto.

No puedo. Estúpida, no puedo.

No seas manipuladora. Y no me maltrates porque soy lo único que te queda. No tienes a nadie más.

Me tienes harta.

Tú a mí también.

Angela regresó furiosa a su habitación y se sentó en la cama otra vez. Abrió la gaveta de la mesita de noche. Sacó su agenda y anotó como tarea para el día: cita bariátrica, cita Celestium.