Abrió las gavetas del mueble y metió la mano entre la
ropa interior, por las cuatro esquinas. ¿Qué pasó?, se preguntó. No lo encuentro.
No está aquí tampoco. Qué jodienda. Estaba seguro de que lo había guardado en algún
recoveco del gavetero que su madre siempre le recordó era más viejo que él. Se sobresaltó al pensar que lo había perdido.
Era el único regalo que su padre le hizo siendo ya adulto. Como tregua de paz,
se repitió muchas veces. No tenía tanto valor económico; pero sentimental, sí.
Ni siquiera era de oro, sino un enchape.
Tampoco era de la patrona de Puerto Rico, la Virgen de la Providencia;
sino la de Cuba, la Virgen de la Caridad del Cobre. Sin embargo, quería llevárselo
con él. Era el único recuerdo del afecto de su padre hacia él. Ella no se
quedaría con el brazalete por el mero capricho de hacerle daño, se dijo entre
dientes. Ella no sería capaz, pensó. Ya
era suficiente con cederle la casa y lo demás.
Hacía una semana ella le manifestó su deseo de que se
fuera de la casa. Tal petición fue una
eclosión de rencores guardados por años. Se iría sin nada, con el deseo de haber
tenido un hijo con ella. Dejaron los
ahorros en inseminaciones artificiales, brebajes para que ella quedara
embarazada. Pero ella no era el
problema, sino él. Sus espermatozoides no servían. Era estéril y le dolía. Sabía que hubiese sido un gran padre si se
hubiera presentado la oportunidad. No le
guardaba rencor. Se sometió a todo y
nada surtió efecto. Pero ella nunca
superó el dolor de tener que regresar el pequeño que el Departamento de la
Familia les había traído para adoptar. No hubo acuerdo entre ambos. Él decidió.
Ella lo tomó como la única oportunidad de adoptar. Pero él no se sentía
conforme con tener un hijo negro. Bueno,
en verdad no era negro, le comentó dijo a su madre, pero era de piel oscura, un
poco más de lo que estaba dispuesto a aceptar.
Pero si hasta se parece a mí, comentó ella una vez. A la postre las trabajadoras
sociales les indicaron que era un acto de madurez emocional y que hacían lo
correcto; era lo mejor para la salud mental del pequeño.
El día que lo vinieron a buscar ella lloró y dejó que
fuera él quien lidiara con las empleadas del departamento. Luego de que las
mujeres se marcharan, ella reprochó la decisión. Él le aseguró que se
presentarían otras oportunidades de adopción, pero ella se negó a volver a
intentarlo. Le puso fin a toda opción. Le
dijo que ni se le ocurriera volver con el tema de la adopción porque era asunto
terminado. De ahí en adelante, cada vez que discutían, ella le echaba en cara la
esterilidad y la traición.
Desde entonces, se transformaron en dos entes
diferentes. Cada cual dormía en su lado de la cama y la tristeza le sirvió de
frazada a ella hasta el punto de rechazar los avances sexuales de su marido. Ni
mentía diciendo que tenía dolor de cabeza. Ella lo vio más como un adversario
que como marido.
Se rió cuando ella le dijo que se fuera. Cuando le dijo que no lo quería más. Entonces él dudó. Después, no lo podía creer.
Le pidió que recapacitara. Son quince años de felicidad casi ininterrumpida, le
dijo él. Se casaron sin nada y poco a
poco, cimentando la unión en la felicidad y libertad para quererse, levantaron
el capital para tener una opulenta casa en un lugar progresista. La casa había aumentado de valor en los
últimos cinco años. En la última
tasación su valor fue sobre quinientos mil, gracias a la economía del país de
aquel momento.
Sentía dolor en el alma. La separación le robó la paz.
Le cedía todo como pago por su esterilidad.
Huracán, el perro se quedaría con ella, aunque fuera él quien lo
alimentara y lo atendiera. Pero el brazalete me lo llevaría yo, dijo con rabia.
Tiene que aparecer.
No lo encontró. Buscó en cada uno de los bolsillos de
los chaquetones, pensando que, tal vez, lo había guardado en uno de ellos
alguna noche en que hubiese llegado borracho a la casa. No, allí no
estaba. Lo boté, se dijo con gran
pena. Sacó un bulto del clóset y echó lo
indispensable. Lo demás lo mandaría a buscar luego con su hermana. Bajó las
escaleras lloroso. Frente a la puerta de entrada estaba ella esperándolo. Tenía una cajita envuelta en papel de
regalo. Lloraba también. El se acercó y le dijo, ya me voy. Toma, dijo
ella entregándole la cajita. No tenemos que quedar como enemigos. El cariño no
se evapora de la noche a la mañana. Él puso el bulto en el piso. Rompió el lazo
y el papel. Se sorprendió al ver allí el
juego de matrimonio que le había regalado a los tres años de casados y el
brazalete que le obsequió su padre. Tú lo tenías, le dijo sorprendido. Temía
que se te fuese a quedar, le respondió ella.
¿Y los aros? Quiero que los vendas. No quiero sentirme atada a ti.
Él cerró la caja y la guardó en uno de los bolsillos
del bulto. Los dos lloraban. ¿Estás
segura?, preguntó. Sí, respondió ella. Se abrazaron. Ella viró la cara cuando él
quiso darle el último beso que terminó en la mejilla. Sabía que aún lo quería
igual que él a ella. Pero ella no daría marcha atrás a decisiones ya tomadas, no
era su naturaleza. A la salida, le susurró un adiós y se pasó la mano para
secarse las lágrimas. Cabizbajo salió de allí sin mirar atrás.
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