martes, 28 de mayo de 2024

La inyección

Tenía siete años cuando comenzaron las consultas médicas. Los hombres se babeaban al verla pasar y decían que era la mujer más sabrosa que tenía Puerta de Tierra. Era de tez negra y medianos pechos puntiagudos. Se contoneaba cuando caminaba por la calle San Agustín camino del colmado El Dique. Su madre le calculaba el tiempo en que debía llegar a la casa para que no se distrajera con nada ni nadie. Vete, compras, bajas y regresas a la casa. No te me entretengas. Pero la progenitora no estaba todo el tiempo con ella. Tenía que salir a buscar la ropa que ambas lavarían en una pileta, y que luego plancharían, que tenían en el tercer piso del caserío donde vivíamos todos los pobres de los cincuenta. Así se ganaba la vida la viuda madre de mi paciente.

Ambas eran locas conmigo. Tienes un nene bien lindo, le decían a mí mamá. ¿Qué tú quieres ser cuando seas grande, nene?, me preguntó ella una vez. Doctor. Qué lindo. Cuando tengas que salir, me lo dejas y yo te lo cuido. Así comenzaron las visitas a su casa. Habíamos hecho un pacto de que yo practicaría la profesión que quería ser cuando fuera grande sin decirle nada a nadie. Era el único sitio donde me dejaban salir porque vivíamos frente a la vía del tren y mi madre tenía la manía de que un día el tren se saldría de las vías y me partiría en dos. O que yo me le fuera a jugar a la vía con otros muchachos mayores que yo.  

Yo bajaba las escaleras del segundo piso y caminaba hasta el edificio siguiente. Subía hasta el tercer piso y tocaba a la puerta. A la hora que ella me invitaba, se encontraba sola. Vente, vamos a practicar, me decía. Ella corría al cuarto. Se desnudaba y se tiraba bocarriba en la cama y me decía, Doctor, estoy enferma. Necesito una inyección.

Yo era responsable de ponerle las inyecciones y darle los tratamientos que la sanarían. Como no sabía bien como poner las inyecciones, ella me agarraba mi manita zurda y buscaba el dedo del corazón. Entonces ella misma llevaba el dedito a su orificio velludo entre las piernas. Allí yo tenía que hacer que el dedo temblara para que la medicina hiciera su efecto igual que hacen los dentistas cuando inyectan las encías.  Había veces que ella me decía, Tengo mucha fiebre. Sóbame aquí, y apuntaba a las pequeñas montañas que tenía en el pecho. Haz como si tienes la mano embarrada de Penetro. Yo sentía cómo la medicina le hacía su efecto porque ella suspiraba. Suspiraba y temblaba. Pero casi siempre se ponía peor porque gritaba de dolor y lloraba.

Así estuvimos hasta el día en que ambos escuchamos la puerta de la sala abrirse. Ella voló de la cama y corrió a vestirme desesperada. Pero todavía no te he puesto la inyección, le dije. Cállate, me dijo. Apenas intentaba subirse los pantys cuando entró la madre. ¿Qué haces?, gritó la madre. Le pongo una inyección, dije yo. Inyección te voy a dar yo a ti canto de depravada, dijo la madre sin yo entender nada. Y tú vete y no vuelvas por aquí. Salí corriendo asustado de la casa sin entender nada, mientras escuchaba cómo se apagaban los gritos de mi paciente según bajaba las escaleras. Tenía nueve años cuando dejé de ser su médico privado. Dos meses más tarde, luego de mi papá hablar con la mamá de mi paciente, la mudaron con una madrina a un distante campo en Barranquitas.

Años más tarde, me la encontré en un concierto de Carmita Jiménez en Bellas Artes. Seguía hermosa y el ceñido vestido que llevaba puesto lo mostraba a plenitud. El tiempo había sido benévolo con ella. Los pechos habían crecido con los años y mi entrepierna lo notó. Me le acerqué y le dije quién era. Me dio un beso en la mejilla. Luego le mostré el dedo del corazón de mi mano izquierda. Ella me miró sin entender al principio, pero luego bajó la cabeza y siguió su camino sin decir nada. Concluí que no estaba interesada en que la inyectara nuevamente.

viernes, 25 de febrero de 2022

MARINA, LA ARTISTA PRESENTE

 

MARINA, LA ARTISTA PRESENTE

 

For me, performance is a holy ground. 

When I perform, I really step into 

a different state of consciousness.

Marina Abramovic 

 

Dios llama a uno de esta manera, al otro de otra, 

y el Espíritu Santo sopla donde quiere

San Agustín

 

La celebración de mis sesenta años y la convención anual de la Asociación Estadounidense de Tecnólogos Médicos coincidió con el momento en que conocí a Marina Abramovic en marzo de 2010. Un colega insistió en que viera la exposición titulada «La artista está presente», en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y que tratara de participar de la experiencia que catalogó como única.

El día que fui verla, en lo que esperaba que el museo abriera a las diez y media de la mañana, me entretuve con el público entusiasta que comentaba las vivencias de amigos y familiares durante la exposición y ensalzaban el arte interpretativo de Marina.

Al abrir las puertas, todos caminamos en un orden patológico hasta la sala donde se presentaría Marina. El área estaba demarcada por una cinta adhesiva en el piso y un cordón sostenido por cuatro postes de metal que formaban un cuadrado. En dos de las esquinas estaban los reflectores. En el centro, colocaron dos sillas y una mesa. Nada más. El evento era sentarse frente a Marina a contemplarla. A quienes llegaron primero, les entregaron un boleto con el turno en que tendrían un vis a vis con la artista. El último boleto se lo entregaron a la persona delante de mí. En nada me afectó no recibir un turno porque, como persona escéptica, me negaba a ser conejillo de Indias en ningún espectáculo. 

Luego, los encargados de la seguridad enfatizaron a los participantes que tendrían quince minutos para sentarse frente a Marina. Tan pronto les tocaran el hombro, deberían ponerse de pie y abandonar el lugar, de manera que el próximo disfrutara de la experiencia. Estaba prohibido levantarse de la silla, tocar a la artista o acercarse a ella. La solemnidad era molestosa en extremo. Las respiraciones de los participantes se asemejaban al batir de olas. Nadie se movía del lugar elegido.

Envuelta en un halo de misticismo, Marina salió por la esquina derecha del salón vestida con una larga cotona roja ajustada al torso. Solamente dejaba al descubierto la cabeza y las manos. El vuelo de la falda se arrastraba por el suelo. Parecía que flotaba sobre la superficie baldosada. Su silla tenía un cojinete rojo del mismo tono y material del vestido; la otra estaba totalmente al raso. Tan pronto la protagonista se sentó, alguien acomodó la falda de manera que aparentara que, de la tela arrugada, brotaba Marina como lava de volcán. Llevaba la melena negra recogida en una trenza que descansaba sobre su seno izquierdo. Los movimientos de Marina eran casi imperceptibles.

Comenzada la función, uno por uno pasaron hombres, mujeres y hasta niños a depurarse delante de Marina. Algunos se llevaban las manos al corazón y lloraban. En otros momentos, Marina reciprocaba dejando escapar una lágrima. El silencio coprotagonizaba lo que llamé un montaje sensacionalista. Todo estaba planificado en extremo y muy bien orquestado. 

El momento culminante de la farsa se dio cuando una chica raquítica llegó frente a Marina y, antes de sentarse, se desnudó. Un edecán la detuvo e hizo que se vistiera y el séquito de seguridad la desterró del área. Unos comenzamos a aplaudir. La chica imploró perdón, rogó que no se la llevaran, pero no hubo manera de que permaneciera frente a Marina. Tal acto de desobediencia permitió que alguien más tuviera acceso a Marina. Me sorprendí cuando me indicaron que el último sería yo. No me disgustó. Es más, me entusiasmé. La curiosidad me ajotaba. Enseguida planifiqué la estrategia para sacar a la mujer de concentración y desenmascararla.

Cuando me escoltaron hasta ella, noté la falta de maquillaje y que la nariz era demasiado grande para la cara. Me senté con las manos sobre la mesa. Las de ella descansaban sobre su regazo. Marina tenía los ojos cerrados y el cuerpo encorvado en total relajación. (Alguien me aclaró después que era la manera de recargar energía durante cada intercambio). 

Tan pronto percibió mi presencia frente a ella, abrió los ojos y se irguió. Su mirada era limpia. Me sonrió y me pareció estar frente a la Mona Lisa. Traté de enfocarme en los labios más carnosos que la que inspiró a Da Vinci y en la tenue sonrisa, pero la hermosura de sus penetrantes ojos me atrapó. Me desarmaron, me inmovilizaron. No tuve tiempo para nada. Me desnudaron, pero no sentí vergüenza. Me poseyeron. Caí en un trance involuntariamente voluntario. Mis ideas deformadas se exacerbaron ante el universo pintado en las pupilas de la mujer. Me quedé sin voluntad. Permití que me auscultara, que conociera mis adentros. La respiración mía se desaceleró y se hizo más profunda. Me vi nadar en el océano de su mirada invasiva. Mi calor corporal aumentó. Marina pareó el ritmo de su respiración con la mía. Ambos inhalamos y exhalamos al mismo compás. Entonces ella estalló en energía. Mi ente despegó de mi cuerpo y flotó por la superficie alba conectado solamente por un cordón de plata. Dancé con la luz. Ella se transfiguró en Alfa y Omega. Comprendí. Yo era barro. Me vi entre sus dedos. Marina me rompía y me componía otra vez. Su mirada se hacía más radiante. Dos rayos de luz emanaron de ella y me traspasaron el cuerpo. Un aleteo extraño me inundó el corazón. Fui firmamento, fui nada. Estaba y no estaba. Era y no era. Marina estaba presente; no, Marina era presente, pasado, futuro, y yo con ella. Creamos energías convulsas de perfección. La vi mar y yo su orilla. Las lágrimas lavaron mi inmundicia, expulsaron resentimientos y culpas, a la vez que me sumergía en sabiduría extrema. Mística. Me entregué a ella. Quiero ser un vaso nuevo. Mírame a los ojos. Comparte conmigo tu luz. Quiero verme en ti. Perdóname por no creer. Marina lloraba y sonreía. Ella sabía. Era árbol sefirótico. Era nada y todo era. Creí gritar: «Me entrego. Toma mi vida, hazla de nuevo. Libérame». 

Volví en mí cuando Marina me apretó las manos. Sonreía. Reciproqué. Otras manos seglares me tocaron por los hombros.

―Se terminó su tiempo, señor ―me dijo el enviado.

―No, mi amigo, el tiempo mío comienza ahora ―le aclaré embriagado de amor benevolente. 

Antes de retirarme, busqué a Marina. Estaba debajo de la mesa en una postura de yoga. Su torso descansaba sobre las piernas dobladas, con los brazos a los lados en la misma dirección que las puntas de los pies. 

Avisaron que la actividad había concluido. Todos salimos en el mismo orden enfermizo en que habíamos entrado al museo, pero éramos otros.


 

 

LA CAIMANA


Así me llaman «la caimana». Literalmente soy la hija de la gran y más famosa puta que ha dado Puerta de Tierra y a orgullo. Con el articulito «la», como mi título: Sr. Sra. La. Y me importa un carajo. Eso de que el «la» es algo despectivo, peyorativo, que se usa para degradar a la mujer es pura mierda. Para mí, que me llamen La caimana como a La Chacón es símbolo de poder. De hembra que tiene los ovarios en su sitio. Y que le importa una teta lo que digan los demás. Que manda y va. Que conmigo no se jode.

La caimana. Suena a mujer peligrosa. Y eso soy un peligro que sé lo que quiero y lo exijo. A mí ningún pendejo me viene a joder porque sabe que lo bobbitteo como hizo Lorena. Pa que se cague en su madre.

Salgo de noche y hago lo mío. Me gustan los hombres grandes, negros, a los que pueda agarrar por cualquier lado y morderlos, arañarlos. Que estén dispuestos a todo. A que los tire en la cama y los cabalgue como jinetera cubana. Que griten de dolor, pero que griten. A cantar en trio o a pintarme en cuadros. Hombre con hombre y yo mujer dispuesta a que me llenen. U hombre con mujer y yo  en el medio.

La caimana. No fumo ni bebo. Solo sexeo y con el gorrito puesto. Eso de sextear es una mierda como masturbarse a solas. A mí en carne y hueso todas las veces del mundo.

Está a punto de amanecer. Ya es hora de regresar al convento, cambiarme el hábito y acostarme a dormir. Mañana temprano, vestida de blanco, bajaré a la iglesia, rezaré un padrenuestro y tres avemarías para pedirle a Dios que me perdone una vez más. Las aguas volverán a su nivel hasta la próxima luna llena.


jueves, 6 de enero de 2022

Días de Reyes

Los días de reyes siempre son memorables para mí. De niño, recuerdo los «Acuéstese y deja eso para mañana» de mi papá cuando me levantaba de madrugada a ver lo que me habían traído los reyes.  Lo mismo ocurría por el vecindario.  También recuerdo la vez que, en la víspera, cruzamos la calle y paramos cerca de la vía del tren a cortar yerba para los camellos y él, sin querer, pasó el cuchillo muy cerca de mí y me cortó el muslo.  Esa víspera no fue nada grata para él. Creo que sufrió más la cortadura que yo. Pero, aun así, los reyes llegaron.

 

Ya de adulto la llegada de los reyes el año siguiente al Huracán María también fue memorable. En la víspera, fue el día en que la Autoridad de Energía Eléctrica reestableció el servicio en el bolsillo dentro del bolsillo que se encontraba dentro de otro bolsillo donde vivía.  Recuerdo la contentura que me entró cuando vi aumentar los números digitales del contador de luz recién instalado. Lo primero que hice fue encender el calentador y darme un duchazo de agua caliente. Luego, terminar de empacar los bártulos porque al día siguiente, Día de Reyes, saldría en el último viaje en un crucero por el Caribe.  Me caminé la Meca y la Tuntuneca con un bastón prestado que, al final, dejé olvidado cuando me bajé del barco. Lo próximo sería el reemplazo de cadera el mes siguiente.

 

El Día de reyes del año siguiente fue el año en que la tierra se movió sabrosa y nos regaló el terremoto que destruyó gran parte del sur de la isla.  Recuerdo que salí a ver cómo estaban las cosas en casa de mi mamá y ella, ya con los comienzos de la condición, no paraba de repetir cómo le habían movido la cama.  Si mal no recuerdo, ese día tomé la decisión de mudarnos a Morovis y vivir todos juntos.  Tres meses más tarde, llegó lo que se suponía que no llegara porque China estaba muy lejos: el covid-19.

 

Durante el año 2020, el Día de Reyes pasó sin pena ni gloria. Todavía estábamos renuentes a reunirnos, a salir de nuestra burbuja de seguridad.  Aún estábamos en espera de la famosa vacuna. En febrero, mi mamá y yo recibimos nuestra primera dosis.  Entonces, nuestros viajes por la isla sin bajarnos del carro se redujeron. Nos atrevimos a ir a un centro comercial por primera vez. Y ella fue feliz metiéndose por entremedio de los pasillos llenos de telas.

 

Este año, el Día de Reyes, ha comenzado silente. Ella duerme porque se acostó tarde anoche. Yo amanecí pensativo, con la cabeza evaluando todos estos períodos navideños. Hace más de dos años que no vemos la familia en Jayuya. Sin embargo, por alguna extraña razón. Nos hemos encontrado por la redes sociales.  Algunos nos hemos hablado por teléfono y varios de los sobrinos de mi mamá han hablado con ella. ¿Y cuál tú eres? Yo soy el hijo de su hermano; yo soy la hija de su hermana, tía. Ella ríe cuando habla con ellos.  Hemos sufrido en la distancia la pérdida de parientes víctimas de esta pandemia que se resiste a morir.

 

No ha sido hasta hoy que he caído en cuenta de que, durante estas navidades, he sentido el espíritu de la Navidad conmigo. No lo tenía desde hace años.  Esta mañana amanecí cantando mentalmente la canción de Andrés Jiménez: Caballitos de palo.

 

El Día de Reyes, un niño pobre

recibe un sobre con un mensaje

Una postal, dice este año

no habrá juguetes, firma Gaspar.

No te preocupes Gaspar

dice risueño aquel niño mi regalo es el cariño

de mamá, papá y mi hogar.

 

Que este Día de Reyes, sea uno en que el cariño y el amor se manifieste en todos los hogares de mi país, en especial que nos sigan días repletos de salud y más vida.  Felicidades.

 

 

jueves, 2 de diciembre de 2021

Agradezco

  Que las piernas me lleven adondequiera ir

·         Ver los matices maravillosos de la naturaleza

·         Expresar lo que me gusta o no me gusta

·         Disfrutar de los aromas que emanan en la mañana

·         Escuchar el trinar de los pájaros

·         Estar solo sin vivir en soledad

·         Estar vivo y el privilegio de que la mente esté llena de recuerdos

 


lunes, 14 de diciembre de 2020

Yo soy viuda

Me asomo por la puerta de su habitación y la encuentro sentada sobre la cama y en las manos tiene el retrato de la boda de ella que le mandé a ampliar y le coloqué en un marco tallado en madera. Esta vestida de blanco junto a un hombre trigueño delgado vestido de negro con quien compartió cuarenta y cuatro años de su vida. Ambos están frente a un edificio en San Juan. Ambos se ven muy felices. Yo no tengo marido.

 

I.             El deceso

Era la una de la madrugada cuando el estruendo del teléfono me despertó. La voz al otro lado me dice, tu papá se ha puesto malo. Colgué y mi mente sentencia: se murió y ella no quiso decírmelo. Como siempre.

Acto seguido, me vestí y partí para la casa de tres cuartos dormitorios en la segunda planta. Al entrar, vi a mi prima y a su marido junto a ella.  La solemnidad en los rostros y los ojos enrojecidos de ella me confirmaron lo que ya sabía. Subí las escaleras hasta el cuarto donde encontré el cadáver trigueño delgado de mi papá sobre la cama de caoba, con los cuatro pilares sirviéndole de escolta de honor. Estaba tieso en el medio de la cama con un paño apretado alrededor de la cabeza para que la quijada no se le saliera de lugar y también los pies amarrados para que perdieran la forma. Bajé y me senté en el sofá, de frente a mis primos y al lado de ella.

Lo vamos a velar en la funeraria de Puerta de Tierra.  Papi nunca quiso que lo velaran en funeraria, dije. Ella no contestó nada. Al cabo de un rato, mis primos se fueron dejándome solo con ella.

¿Y cuándo murió? Pues estuvo todo el día en la cama. Antes de irse me dijo, ya son las seis y no han venido. Yo le llamé a su sobrina para que se despidieran. ¿Despidieran ellos? ¿No yo? ¡Era a mí a quien quería ver! Para despedirse, fueron las palabras agrias que salieron de mi boca. Bueno, ya es tarde, me contestó para no seguir con el tema.

Nos quedamos callados durante las horas que esperamos a que llegara el empleado funerario. Desde el sofá vimos cómo amaneció. A las siete de la mañana, llegó el coche que se llevaría a mi papá de la casa donde vivió por los últimos catorce años. El hombre sacó una camilla, la abrió y entró. ¿Dónde está el…? Arriba, suba, dijo ella. Necesito ayuda, dijo él. Subí con él a la segunda planta. El funerario y yo cargamos la camilla. Ella se quedó y luego escuché el pasador del portón. Entre el hombre y yo acomodamos el cadáver encima la camilla. Lo cubrimos con una manta roja según mi recuerdo. Ella estaba al frente con la vecina. Se viró cuando nos vio salir. Ayudé a montar la camilla con el cuerpo inerte de mi padre en el coche y entré a la casa. Ella volvió a la casa cuando el vehículo fúnebre se perdió por la esquina de la cuadra.

Volvimos a sentarnos en el sofá sin decir nada por largo rato. Necesito que me lleves a alguna tienda a comprarle un traje a tu papá. ¿Un qué?, fue lo que se me escapó por la boca. ¿Pero tú estás loca? Un hombre que solo usó un gabán nada más que para casarse, ¿y tú le quieres vestirlo de gaban y corbata? Pero hay comprarle ropa nueva para llevarla a la funeraria. Pues si quieres comprar algo, cómprale una guayabera, que es lo que siempre ha vestido. Me imagino que también te comprarás algo. No, ya yo compré lo que me voy a poner hace tiempo. Vamos.

Partimos para la calle Loíza y entramos no sé en qué tienda de ropa de hombres. Allí la viuda compró una guayabera azul cielo También un pantalón negro. Cuando iba a comprarle zapatos, le dije. No. No hacen falta. Me miró extrañada y dejó los zapatos en el estante.

Luego de llevarla a su casa, le dije que regresaría a la mía a descansar. Volvería por ella alrededor de las seis de la tarde.

II.            El velatorio

La puerta estaba abierta cuando regresé a buscarla y entré. Me esperaba sentada en el sofá donde estuvimos varias horas antes. Vestía una chaqueta de seda blanca de mangas tres cuartos y dos tiras que formaban un lazo en el cuello. La falda era completamente negra y calzaba zapatos cerrados que le hacían juego con el medio luto. Tenía la cara lavada sin nada de maquillaje. Cerramos la casa y partimos para la funeraria.

Fue en la Funeraria San Agustín, la funeraria de Puerta de Tierra. Al llegar, nos recibió la dueña. Nos llevó a la capilla donde estaba el féretro con mi padre embalsamado. Un poco más oscuro, mostraba aún los rastros del cáncer que le comió la cara. Un ojo más caído que el otro aún cerrados. El pelo con toda la brillantina, tal vez la misma que él se puso poco antes de morir.

Las luces frías de los tubos fluorescentes alumbraban la capilla con el cuerpo a la entrada, contrario a las luces tenues de la funeraria de mayor costo en sitios exclusivos y foráneos para la gente pobre de Puerta de Tierra. Un reclinatorio lo acompañada por si alguien quisiese rezarle un rosario. Salí de la capilla tan pronto vi a mi madre darle un beso aquello que estaba en aquel cuadrado de madera. La funeraria se llenó porque el esposo de la billetera de Puerta de Tierra se había muerto. Ella lo veló allí por la misma razón. Los conocidos y desconocidos se acercaron y me acompañaron en la pena. Era un buen hombre, pobre Toñita.

Me mantuve en el recibidor lo más que pude porque no quería ser partícipe del montaje de mi madre. Era como si hubiese tenido un manual de cómo se entierra al marido y ella lo había seguido al pie de la letra. Apanas podía hablar porque la afonía me acompaño desde la madrugada fría. Solo pensaba en el espíritu de mi padre, en lo que estuviese diciendo en ese preciso momento en que su cuerpo estaba expuesto en la capilla de una funeraria que nunca quiso.

Luego de un rato, regresé a la capilla. Estaba ella sentada en medio del salón contando con lujo de detalles cómo le cerró los ojos al difunto, que ella le rezó sola, que ella estuvo con él hasta que se fue, todo lo que hizo para que nada se le saliera de sitio. Volví a salir hasta que nos tocó irnos porque cerraban la funeraria a las once de la noche.

III.          El entierro

Al otro día, llegamos como a las diez de la mañana. En la funeraria estaba el cuerpo de mi padre. Solo. No había nadie más. Ya ella había hablado en el cementerio para que nos esperaran alrededor de las once. Pero antes había que trasladarle a la iglesia para la misa de cuerpo presente. Me sorprendió la presencia de un capitán de la policía del cuartel de Puerta de Tierra. Tal vez, algún cliente de la billetera.

Pero no, luego de la misa y de que entraran la caja en el coche fúnebre, ella se sentó al lado del chófer del coche y lo dirigió en la ruta que se tomaría hasta llegar al cementerio. Yo me monté en mi carro con mi tía. Al frente de la comitiva, iban dos motoras policiacas que escoltaban la comitiva. Juntos salimos de la Iglesia San Agustín y bajamos por la calle Matías Ledesma. Tal vez sería para que el espíritu se despidiera de los lugares donde vivió alrededor de veintisiete años, incluidos los lugares donde mi padre se metía a darse su cerveza: el negocio de Pepín, el Romance y el bar Falansterio. Al llegar a la Fernández Juncos, doblamos a la izquierda y volvimos a subir para llegar a la calle San Agustín. De ahí la comitiva partió por la Baldorioty de Castro hasta llegar a la calle Del Valle, el último sitio donde vivió mi padre. El fúnebre viró a la derecha y subimos por toda la calle Del Valle. En la Eduardo Conde, viramos en dirección del Cementerio de Villa Palmeras. Las puertas estaba ya abiertas en espera del difunto y su séquito.

La tumba a la que mi madre tenía derecho estaba al fondo del cementerio. Todos los carros se aparcaron en el estrecho espacio no dispuesto para ello. Todos caminamos hasta el final donde estaba la tumba abierta. Un primo de mi padre me pide, Despide el duelo. No tengo voz, le indiqué. La afonía no me permita hacerlo. De haberlo hecho, se corrían el riesgo de que hiciera un retrato de un hombre rudo, terco (algo que no hubiese sentado bien), pero hubiese continuado diciendo que era un ser de principio y de honor. Un hombre trabajador que hizo lo mejor que pudo con lo que tuvo. Falto de amor en su infancia, pero que dio del poco que logró obtener. Pero no me salió sonido alguno. El primo despidió el duelo.

 

Levantó la vista al escucharme. Mira, esta soy yo. Y este es mi marido, dijo pasándole la mano al cristal del marco para sacarle el poco polvo que tenía. Luego se levantó y la colocó en el mismo lugar que ha estado durante estos nueve meses que ella no recuerda llevamos viviendo juntos. Yo soy viuda, terminó diciendo.

sábado, 5 de diciembre de 2020

El golpe de la puerta contra la pared


Escuché el golpe de la puerta contra la pared seguido de los taquitos, camino del baño. Miro el reloj y son las siete de la mañana. Enseguida salgo de la cama, estiro la colcha y la visto.
Con el rabo del ojo, la veo salir del baño y regresar a su cuarto. Está en bata de dormir. No nota que la veo. Cierra. Mientras tanto, llego hasta el celular. Abro la aplicación y escojo música navideña. Lucecita es demasiado estridente para mí a esta hora de la mañana. Busco música instrumental que me recuerde la música que me transportaba a un lugar mágico durante mis años en la escuela de monjas de nuestra señora. Encuentro la que busco y ajusto el volumen a mi gusto matutino. Llego a la cocina y empiezo la rutina diaria. Sé que se tardará, por lo que empiezo por hacer mi desayuno. A punto de comenzar, ella sale del cuarto y se vuelve a meter en el baño. Ya le he preparado todo para cuando sale. Llega parsimoniosa a donde nos desayunamos. Muda. Muy diferente a lo alerta que estuvo ayer cuando regresábamos a Morovis de llevar su carro al mecánico.
A mi me traen siempre por aquí.
¿De veras?, le contesto.
Sí, por esta misma carretera.
Pero hemos pasado por aquí cuando vamos para Morovis.
No, es otro lugar. Siempre me traen por aquí. Y entonces me llevan a un sitio y tiran allí.
¿¡Cómo!?
Carcajadas de ella.
Sí, es verdad. Ellos me traen por este mismo sitio y me llevan a una casa y me dejan allí.
Carcajadas de los tres.
¿Pero quiénes son ellos?
Una gente que yo no sé.
Carcajadas de todos.
Mami, somos nosotros.
No, no son ustedes. Ustedes regresan a San Juan. A mí me dejan allí.
Carcajadas de todos.
Son una gente que me llevan a un edificio como blanco…
Carcajadas de todos.
…y me dejan.
¿Pero sola?
Sí.
Carcajadas de ella.
¿Y te dan comida?
Qué… me van a dar comida. Me tiran en el cuarto y se van.
Carcajadas de todos.
Mira, por aquí es… Yo te digo… Ay, escucha, escucha. Feliz Navidad… Feliz Navidad…
Llegamos a Morovis y dimos una vuelta para ver la decoración del pueblo. Preguntó dónde estábamos.
Morovis.
Ah, estamos en Morovis.
¿Aquí es que te traen?
No.
Y no dijo más hasta llegar a la casa. Ni siquiera cuánto disfrutamos con sus ocurrencias durante viaje de regreso. No pudimos enterarnos cuál era el lugar al que ella se refería. Ya había olvidado el asunto.