Me asomo por la puerta de su habitación y
la encuentro sentada sobre la cama y en las manos tiene el retrato de la boda
de ella que le mandé a ampliar y le coloqué en un marco tallado en madera. Esta
vestida de blanco junto a un hombre trigueño delgado vestido de negro con quien
compartió cuarenta y cuatro años de su vida. Ambos están frente a un edificio
en San Juan. Ambos se ven muy felices. Yo no tengo marido.
I.
El deceso
Era la una de la madrugada cuando el estruendo del teléfono me
despertó. La voz al otro lado me dice, tu papá se ha puesto malo. Colgué y mi
mente sentencia: se murió y ella no quiso decírmelo. Como siempre.
Acto seguido, me vestí y partí para la casa
de tres cuartos dormitorios en la segunda planta. Al entrar, vi a mi prima y a
su marido junto a ella. La solemnidad en
los rostros y los ojos enrojecidos de ella me confirmaron lo que ya sabía. Subí
las escaleras hasta el cuarto donde encontré el cadáver trigueño delgado de mi
papá sobre la cama de caoba, con los cuatro pilares sirviéndole de escolta de
honor. Estaba tieso en el medio de la cama con un paño apretado alrededor de la
cabeza para que la quijada no se le saliera de lugar y también los pies
amarrados para que perdieran la forma. Bajé y me senté en el sofá, de frente a
mis primos y al lado de ella.
Lo vamos a velar en la
funeraria de Puerta de Tierra. Papi nunca
quiso que lo velaran en funeraria, dije. Ella no contestó nada. Al cabo de un
rato, mis primos se fueron dejándome solo con ella.
¿Y cuándo murió? Pues estuvo todo el día en
la cama. Antes de irse me dijo, ya son las seis y no han venido. Yo le llamé a
su sobrina para que se despidieran. ¿Despidieran ellos? ¿No yo? ¡Era a mí a
quien quería ver! Para despedirse, fueron las palabras agrias que salieron de
mi boca. Bueno, ya es tarde, me contestó para no seguir con el tema.
Nos quedamos callados durante las horas que
esperamos a que llegara el empleado funerario. Desde el sofá vimos cómo amaneció.
A las siete de la mañana, llegó el coche que se llevaría a mi papá de la casa
donde vivió por los últimos catorce años. El hombre sacó una camilla, la abrió
y entró. ¿Dónde está el…? Arriba, suba, dijo ella. Necesito ayuda, dijo él. Subí
con él a la segunda planta. El funerario y yo cargamos la camilla. Ella se
quedó y luego escuché el pasador del portón. Entre el hombre y yo acomodamos el
cadáver encima la camilla. Lo cubrimos con una manta roja según mi recuerdo.
Ella estaba al frente con la vecina. Se viró cuando nos vio salir. Ayudé a
montar la camilla con el cuerpo inerte de mi padre en el coche y entré a la
casa. Ella volvió a la casa cuando el vehículo fúnebre se perdió por la esquina
de la cuadra.
Volvimos a sentarnos en el sofá sin decir
nada por largo rato. Necesito que me lleves a alguna tienda a comprarle un
traje a tu papá. ¿Un qué?, fue lo que se me escapó por la boca. ¿Pero tú estás
loca? Un hombre que solo usó un gabán nada más que para casarse, ¿y tú le
quieres vestirlo de gaban y corbata? Pero hay comprarle ropa nueva para
llevarla a la funeraria. Pues si quieres comprar algo, cómprale una guayabera,
que es lo que siempre ha vestido. Me imagino que también te comprarás algo. No,
ya yo compré lo que me voy a poner hace tiempo. Vamos.
Partimos para la calle Loíza y entramos no
sé en qué tienda de ropa de hombres. Allí la viuda compró una guayabera azul
cielo También un pantalón negro. Cuando iba a comprarle zapatos, le dije. No.
No hacen falta. Me miró extrañada y dejó los zapatos en el estante.
Luego de llevarla a su casa, le dije que
regresaría a la mía a descansar. Volvería por ella alrededor de las seis de la
tarde.
II.
El velatorio
La puerta estaba abierta cuando regresé a
buscarla y entré. Me esperaba sentada en el sofá donde estuvimos varias horas
antes. Vestía una chaqueta de seda blanca de mangas tres cuartos y dos tiras
que formaban un lazo en el cuello. La falda era completamente negra y calzaba
zapatos cerrados que le hacían juego con el medio luto. Tenía la cara lavada
sin nada de maquillaje. Cerramos la casa y partimos para la funeraria.
Fue en la Funeraria San Agustín, la
funeraria de Puerta de Tierra. Al llegar, nos recibió la dueña. Nos llevó a la
capilla donde estaba el féretro con mi padre embalsamado. Un poco más oscuro,
mostraba aún los rastros del cáncer que le comió la cara. Un ojo más caído que
el otro aún cerrados. El pelo con toda la brillantina, tal vez la misma que él
se puso poco antes de morir.
Las luces frías de los tubos fluorescentes alumbraban
la capilla con el cuerpo a la entrada, contrario a las luces tenues de la
funeraria de mayor costo en sitios exclusivos y foráneos para la gente pobre de
Puerta de Tierra. Un reclinatorio lo acompañada por si alguien quisiese rezarle
un rosario. Salí de la capilla tan pronto vi a mi madre darle un beso aquello
que estaba en aquel cuadrado de madera. La funeraria se llenó porque el esposo
de la billetera de Puerta de Tierra se había muerto. Ella lo veló allí por la
misma razón. Los conocidos y desconocidos se acercaron y me acompañaron en la
pena. Era un buen hombre, pobre Toñita.
Me mantuve en el recibidor lo más que pude
porque no quería ser partícipe del montaje de mi madre. Era como si hubiese
tenido un manual de cómo se entierra al marido y ella lo había seguido al pie
de la letra. Apanas podía hablar porque la afonía me acompaño desde la madrugada
fría. Solo pensaba en el espíritu de mi padre, en lo que estuviese diciendo en
ese preciso momento en que su cuerpo estaba expuesto en la capilla de una
funeraria que nunca quiso.
Luego de un rato, regresé a la capilla. Estaba
ella sentada en medio del salón contando con lujo de detalles cómo le cerró los
ojos al difunto, que ella le rezó sola, que ella estuvo con él hasta que se
fue, todo lo que hizo para que nada se le saliera de sitio. Volví a salir hasta
que nos tocó irnos porque cerraban la funeraria a las once de la noche.
III.
El entierro
Al otro día, llegamos como a las diez de la
mañana. En la funeraria estaba el cuerpo de mi padre. Solo. No había nadie más.
Ya ella había hablado en el cementerio para que nos esperaran alrededor de las
once. Pero antes había que trasladarle a la iglesia para la misa de cuerpo
presente. Me sorprendió la presencia de un capitán de la policía del cuartel de
Puerta de Tierra. Tal vez, algún cliente de la billetera.
Pero no, luego de la misa y de que entraran
la caja en el coche fúnebre, ella se sentó al lado del chófer del coche y lo
dirigió en la ruta que se tomaría hasta llegar al cementerio. Yo me monté en mi
carro con mi tía. Al frente de la comitiva, iban dos motoras policiacas que
escoltaban la comitiva. Juntos salimos de la Iglesia San Agustín y bajamos por
la calle Matías Ledesma. Tal vez sería para que el espíritu se despidiera de
los lugares donde vivió alrededor de veintisiete años, incluidos los lugares
donde mi padre se metía a darse su cerveza: el negocio de Pepín, el Romance y
el bar Falansterio. Al llegar a la Fernández Juncos, doblamos a la izquierda y volvimos
a subir para llegar a la calle San Agustín. De ahí la comitiva partió por la
Baldorioty de Castro hasta llegar a la calle Del Valle, el último sitio donde
vivió mi padre. El fúnebre viró a la derecha y subimos por toda la calle Del
Valle. En la Eduardo Conde, viramos en dirección del Cementerio de Villa Palmeras.
Las puertas estaba ya abiertas en espera del difunto y su séquito.
La tumba a la que mi madre tenía derecho
estaba al fondo del cementerio. Todos los carros se aparcaron en el estrecho
espacio no dispuesto para ello. Todos caminamos hasta el final donde estaba la
tumba abierta. Un primo de mi padre me pide, Despide el duelo. No tengo voz, le
indiqué. La afonía no me permita hacerlo. De haberlo hecho, se corrían el
riesgo de que hiciera un retrato de un hombre rudo, terco (algo que no hubiese
sentado bien), pero hubiese continuado diciendo que era un ser de principio y
de honor. Un hombre trabajador que hizo lo mejor que pudo con lo que tuvo.
Falto de amor en su infancia, pero que dio del poco que logró obtener. Pero no
me salió sonido alguno. El primo despidió el duelo.
Levantó la vista al escucharme. Mira, esta
soy yo. Y este es mi marido, dijo pasándole la mano al cristal del marco para
sacarle el poco polvo que tenía. Luego se levantó y la colocó en el mismo lugar
que ha estado durante estos nueve meses que ella no recuerda llevamos viviendo
juntos. Yo soy viuda, terminó diciendo.