viernes, 25 de febrero de 2022

MARINA, LA ARTISTA PRESENTE

 

MARINA, LA ARTISTA PRESENTE

 

For me, performance is a holy ground. 

When I perform, I really step into 

a different state of consciousness.

Marina Abramovic 

 

Dios llama a uno de esta manera, al otro de otra, 

y el Espíritu Santo sopla donde quiere

San Agustín

 

La celebración de mis sesenta años y la convención anual de la Asociación Estadounidense de Tecnólogos Médicos coincidió con el momento en que conocí a Marina Abramovic en marzo de 2010. Un colega insistió en que viera la exposición titulada «La artista está presente», en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y que tratara de participar de la experiencia que catalogó como única.

El día que fui verla, en lo que esperaba que el museo abriera a las diez y media de la mañana, me entretuve con el público entusiasta que comentaba las vivencias de amigos y familiares durante la exposición y ensalzaban el arte interpretativo de Marina.

Al abrir las puertas, todos caminamos en un orden patológico hasta la sala donde se presentaría Marina. El área estaba demarcada por una cinta adhesiva en el piso y un cordón sostenido por cuatro postes de metal que formaban un cuadrado. En dos de las esquinas estaban los reflectores. En el centro, colocaron dos sillas y una mesa. Nada más. El evento era sentarse frente a Marina a contemplarla. A quienes llegaron primero, les entregaron un boleto con el turno en que tendrían un vis a vis con la artista. El último boleto se lo entregaron a la persona delante de mí. En nada me afectó no recibir un turno porque, como persona escéptica, me negaba a ser conejillo de Indias en ningún espectáculo. 

Luego, los encargados de la seguridad enfatizaron a los participantes que tendrían quince minutos para sentarse frente a Marina. Tan pronto les tocaran el hombro, deberían ponerse de pie y abandonar el lugar, de manera que el próximo disfrutara de la experiencia. Estaba prohibido levantarse de la silla, tocar a la artista o acercarse a ella. La solemnidad era molestosa en extremo. Las respiraciones de los participantes se asemejaban al batir de olas. Nadie se movía del lugar elegido.

Envuelta en un halo de misticismo, Marina salió por la esquina derecha del salón vestida con una larga cotona roja ajustada al torso. Solamente dejaba al descubierto la cabeza y las manos. El vuelo de la falda se arrastraba por el suelo. Parecía que flotaba sobre la superficie baldosada. Su silla tenía un cojinete rojo del mismo tono y material del vestido; la otra estaba totalmente al raso. Tan pronto la protagonista se sentó, alguien acomodó la falda de manera que aparentara que, de la tela arrugada, brotaba Marina como lava de volcán. Llevaba la melena negra recogida en una trenza que descansaba sobre su seno izquierdo. Los movimientos de Marina eran casi imperceptibles.

Comenzada la función, uno por uno pasaron hombres, mujeres y hasta niños a depurarse delante de Marina. Algunos se llevaban las manos al corazón y lloraban. En otros momentos, Marina reciprocaba dejando escapar una lágrima. El silencio coprotagonizaba lo que llamé un montaje sensacionalista. Todo estaba planificado en extremo y muy bien orquestado. 

El momento culminante de la farsa se dio cuando una chica raquítica llegó frente a Marina y, antes de sentarse, se desnudó. Un edecán la detuvo e hizo que se vistiera y el séquito de seguridad la desterró del área. Unos comenzamos a aplaudir. La chica imploró perdón, rogó que no se la llevaran, pero no hubo manera de que permaneciera frente a Marina. Tal acto de desobediencia permitió que alguien más tuviera acceso a Marina. Me sorprendí cuando me indicaron que el último sería yo. No me disgustó. Es más, me entusiasmé. La curiosidad me ajotaba. Enseguida planifiqué la estrategia para sacar a la mujer de concentración y desenmascararla.

Cuando me escoltaron hasta ella, noté la falta de maquillaje y que la nariz era demasiado grande para la cara. Me senté con las manos sobre la mesa. Las de ella descansaban sobre su regazo. Marina tenía los ojos cerrados y el cuerpo encorvado en total relajación. (Alguien me aclaró después que era la manera de recargar energía durante cada intercambio). 

Tan pronto percibió mi presencia frente a ella, abrió los ojos y se irguió. Su mirada era limpia. Me sonrió y me pareció estar frente a la Mona Lisa. Traté de enfocarme en los labios más carnosos que la que inspiró a Da Vinci y en la tenue sonrisa, pero la hermosura de sus penetrantes ojos me atrapó. Me desarmaron, me inmovilizaron. No tuve tiempo para nada. Me desnudaron, pero no sentí vergüenza. Me poseyeron. Caí en un trance involuntariamente voluntario. Mis ideas deformadas se exacerbaron ante el universo pintado en las pupilas de la mujer. Me quedé sin voluntad. Permití que me auscultara, que conociera mis adentros. La respiración mía se desaceleró y se hizo más profunda. Me vi nadar en el océano de su mirada invasiva. Mi calor corporal aumentó. Marina pareó el ritmo de su respiración con la mía. Ambos inhalamos y exhalamos al mismo compás. Entonces ella estalló en energía. Mi ente despegó de mi cuerpo y flotó por la superficie alba conectado solamente por un cordón de plata. Dancé con la luz. Ella se transfiguró en Alfa y Omega. Comprendí. Yo era barro. Me vi entre sus dedos. Marina me rompía y me componía otra vez. Su mirada se hacía más radiante. Dos rayos de luz emanaron de ella y me traspasaron el cuerpo. Un aleteo extraño me inundó el corazón. Fui firmamento, fui nada. Estaba y no estaba. Era y no era. Marina estaba presente; no, Marina era presente, pasado, futuro, y yo con ella. Creamos energías convulsas de perfección. La vi mar y yo su orilla. Las lágrimas lavaron mi inmundicia, expulsaron resentimientos y culpas, a la vez que me sumergía en sabiduría extrema. Mística. Me entregué a ella. Quiero ser un vaso nuevo. Mírame a los ojos. Comparte conmigo tu luz. Quiero verme en ti. Perdóname por no creer. Marina lloraba y sonreía. Ella sabía. Era árbol sefirótico. Era nada y todo era. Creí gritar: «Me entrego. Toma mi vida, hazla de nuevo. Libérame». 

Volví en mí cuando Marina me apretó las manos. Sonreía. Reciproqué. Otras manos seglares me tocaron por los hombros.

―Se terminó su tiempo, señor ―me dijo el enviado.

―No, mi amigo, el tiempo mío comienza ahora ―le aclaré embriagado de amor benevolente. 

Antes de retirarme, busqué a Marina. Estaba debajo de la mesa en una postura de yoga. Su torso descansaba sobre las piernas dobladas, con los brazos a los lados en la misma dirección que las puntas de los pies. 

Avisaron que la actividad había concluido. Todos salimos en el mismo orden enfermizo en que habíamos entrado al museo, pero éramos otros.


 

 

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