viernes, 20 de julio de 2018

Sin mirar atrás


Abrió las gavetas del mueble y metió la mano entre la ropa interior, por las cuatro esquinas. ¿Qué pasó?, se preguntó. No lo encuentro. No está aquí tampoco. Qué jodienda. Estaba seguro de que lo había guardado en algún recoveco del gavetero que su madre siempre le recordó era más viejo que él.  Se sobresaltó al pensar que lo había perdido. Era el único regalo que su padre le hizo siendo ya adulto. Como tregua de paz, se repitió muchas veces. No tenía tanto valor económico; pero sentimental, sí. Ni siquiera era de oro, sino un enchape.  Tampoco era de la patrona de Puerto Rico, la Virgen de la Providencia; sino la de Cuba, la Virgen de la Caridad del Cobre. Sin embargo, quería llevárselo con él. Era el único recuerdo del afecto de su padre hacia él. Ella no se quedaría con el brazalete por el mero capricho de hacerle daño, se dijo entre dientes.  Ella no sería capaz, pensó. Ya era suficiente con cederle la casa y lo demás.

Hacía una semana ella le manifestó su deseo de que se fuera de la casa.  Tal petición fue una eclosión de rencores guardados por años. Se iría sin nada, con el deseo de haber tenido un hijo con ella.  Dejaron los ahorros en inseminaciones artificiales, brebajes para que ella quedara embarazada.  Pero ella no era el problema, sino él. Sus espermatozoides no servían.  Era estéril y le dolía.  Sabía que hubiese sido un gran padre si se hubiera presentado la oportunidad.  No le guardaba rencor.  Se sometió a todo y nada surtió efecto.  Pero ella nunca superó el dolor de tener que regresar el pequeño que el Departamento de la Familia les había traído para adoptar. No hubo acuerdo entre ambos. Él decidió. Ella lo tomó como la única oportunidad de adoptar. Pero él no se sentía conforme con tener un hijo negro.  Bueno, en verdad no era negro, le comentó dijo a su madre, pero era de piel oscura, un poco más de lo que estaba dispuesto a aceptar.  Pero si hasta se parece a mí, comentó ella una vez. A la postre las trabajadoras sociales les indicaron que era un acto de madurez emocional y que hacían lo correcto; era lo mejor para la salud mental del pequeño.

El día que lo vinieron a buscar ella lloró y dejó que fuera él quien lidiara con las empleadas del departamento. Luego de que las mujeres se marcharan, ella reprochó la decisión. Él le aseguró que se presentarían otras oportunidades de adopción, pero ella se negó a volver a intentarlo.  Le puso fin a toda opción. Le dijo que ni se le ocurriera volver con el tema de la adopción porque era asunto terminado. De ahí en adelante, cada vez que discutían, ella le echaba en cara la esterilidad y la traición.

Desde entonces, se transformaron en dos entes diferentes. Cada cual dormía en su lado de la cama y la tristeza le sirvió de frazada a ella hasta el punto de rechazar los avances sexuales de su marido. Ni mentía diciendo que tenía dolor de cabeza. Ella lo vio más como un adversario que como marido.
Se rió cuando ella le dijo que se fuera.  Cuando le dijo que no lo quería más.  Entonces él dudó. Después, no lo podía creer. Le pidió que recapacitara. Son quince años de felicidad casi ininterrumpida, le dijo él.  Se casaron sin nada y poco a poco, cimentando la unión en la felicidad y libertad para quererse, levantaron el capital para tener una opulenta casa en un lugar progresista.  La casa había aumentado de valor en los últimos cinco años.  En la última tasación su valor fue sobre quinientos mil, gracias a la economía del país de aquel momento. 

Sentía dolor en el alma. La separación le robó la paz. Le cedía todo como pago por su esterilidad.  Huracán, el perro se quedaría con ella, aunque fuera él quien lo alimentara y lo atendiera. Pero el brazalete me lo llevaría yo, dijo con rabia. Tiene que aparecer.

No lo encontró. Buscó en cada uno de los bolsillos de los chaquetones, pensando que, tal vez, lo había guardado en uno de ellos alguna noche en que hubiese llegado borracho a la casa. No, allí no estaba.  Lo boté, se dijo con gran pena.  Sacó un bulto del clóset y echó lo indispensable. Lo demás lo mandaría a buscar luego con su hermana. Bajó las escaleras lloroso. Frente a la puerta de entrada estaba ella esperándolo.  Tenía una cajita envuelta en papel de regalo.  Lloraba también.  El se acercó y le dijo, ya me voy. Toma, dijo ella entregándole la cajita. No tenemos que quedar como enemigos. El cariño no se evapora de la noche a la mañana. Él puso el bulto en el piso. Rompió el lazo y el papel.  Se sorprendió al ver allí el juego de matrimonio que le había regalado a los tres años de casados y el brazalete que le obsequió su padre. Tú lo tenías, le dijo sorprendido. Temía que se te fuese a quedar, le respondió ella.  ¿Y los aros? Quiero que los vendas. No quiero sentirme atada a ti.

Él cerró la caja y la guardó en uno de los bolsillos del bulto.  Los dos lloraban. ¿Estás segura?, preguntó. Sí, respondió ella. Se abrazaron. Ella viró la cara cuando él quiso darle el último beso que terminó en la mejilla. Sabía que aún lo quería igual que él a ella. Pero ella no daría marcha atrás a decisiones ya tomadas, no era su naturaleza. A la salida, le susurró un adiós y se pasó la mano para secarse las lágrimas. Cabizbajo salió de allí sin mirar atrás.

En busca de lo que no se me ha perdido



¿Cuántos hemos escuchado, en algún momento de nuestra infancia y hasta en la adolescencia, la famosa y vaticinante frase: estás buscando lo que no se te ha perdido? En mi caso fue muy famosa porque me la repitieron hasta la náusea. La catalogo “vaticinante” porque, cada vez que me sentenciaban con ella, sabía lo que venía después. Pues esta mañana me levante a buscar lo que no se me había perdido; un acto que hacía con frecuencia, pero, luego del Huracán María, dejé de hacer. Lo considero un hábito divertido porque me encuentro cosas que no esperaba encontrar. Aparecen objetos o libros, papelitos con mensajes positivos, que me recuerdan momentos y situaciones muy importantes en mi vida. (Algo parecido me ocurre con la música, pero de eso escribo otro día).

Tan pronto desayuné y me pesé, hay que hacerlo diario para ver cuánto comí el día anterior y hacer los ajustes correspondientes durante el día, me metí en la oficina a buscar lo que no se me había perdido. Antes puse a funcionar el acondicionador de aire, la computadora y, en lo que cargaba el sistema operativo de mi aparatito viejo, abrí una de las puertas de la pequeña biblioteca y me topé con una foto que hacía años no veía. Era del día de mi graduación de maestría luego de defender tesis en el Programa Graduado en Traducción. Estaba yo con mi toga y birrete, pero lo que me emocionó más fue la personita que se encontraba a mi lado con una sonrisa más amplia que la mía. Mi querida amiga Angie. Tan pronto, Angie se enteró de la graduación, pidió permiso a los cocorocos de la UPR para que le permitieran estar en el escenario durante la graduación y ser la segunda persona, luego del presidente obviamente, en felicitarme por tal logro.


De ahí la mente se fue a otro momento, como el del 16 de mayo de 2018, en el que, a última hora, me sirvió de testigo en un evento memorable. Recordé momentos compartidos con ella y las aventuras, como cuando nos reuníamos en Ponderosa de la parada 18 y el viaje que compartimos a la ciudad que nunca duerme. Éramos más y, por carambola, recordé a otra personita, amiga de ambos, a Mayra, quien fue la responsable de que tuviese una entrevista que resultó en mi entrada al programa graduado y encima fue lectora y parte de mi panel de tesis.


Mientras pensaba en todo esto, no noté, hasta un rato después, cómo la cara se me había relajado y tenía una sonrisa. La respiración se desaceleró. El dolor de espalda amainó. Me envolvió un sentimiento de agradecimiento por estas dos mujeres, aunque hay más, que me abrieron puertas para que lograse lo que por largo tiempo pensé no podría.


Siempre ocurre lo mismo, cada vez que busco lo que no se me ha perdido, me encuentro cosas, artefactos, revistas extraordinarios que me transportan a recuerdos gratos y la comprensión que me lleva a afirmar, como ya conocen el lema del cartel que está en la puerta de la oficina, lo que pueda lograr solo lo sabré cuando lo intente. Y así fue que encontré lo que no se me había perdido esta mañana. Paz.

miércoles, 18 de julio de 2018

Carpe diem


Ayer, por enésima vez, disfruté el filme La sociedad de los poetas muertos (Dead Poets Society), estelarizada por Robin Williams, el profesor recién llegado, y los estudiantes interpretados por Ethan Hawke, Josh Charles y Robert Seean Leonard, Siempre que la veo me emociona y me sobrecoge. Me lleva a ver cosas nuevas. Me recuerda los años de adolescente en que vivía sin rumbo, desconociendo lo que me gustaba; aunque sí tenía claro lo que no.


Volví a disfrutarme la presencia del profesor John Keating cuando influencia a sus estudiantes, llevándolos a no conformarse con las cosas como las ven, sino a atreverse a verlas de otro modo. Es exactamente lo que me pidieron en los talleres de cuentos. La diferencia con la película es que ellos se enfocan en la poesía.

Me cuesta mucho trabajo salirme de las normas y lo convencional. Criado en un colegio católico es vivir con la programación que le enseñan o le inculcan o indoctrinan, encajonado a seguir normas y dogmas sin cuestionamiento. En mis tiempos, era pecado cuestionar o dudar de muchas de las cosas que hoy no creo. Reconozco que tengo que esforzarme para cambiar el prisma, es tarea diaria.

Keating les enseña además el significado de la frase carpe diem, a vivir el momento presente ante la fugacidad del tiempo. Carpe diem, para mí, es atreverse ahora a hacer lo que haya que hacer antes de que sea demasiado tarde. En síntesis, cada estudiante sigue su ruta haciendo lo que tiene que hacer en ese momento. Llevo años tratando de concentrarme en vivir el momento presente. Es ahora, a la edad que tengo, que me parece que lo logro parcialmente para que así no haya lamentos por haber perdido el tiempo; y aún los hay. Acepto que hubo dos décadas en mi vida en que, como veleta, sobreviví las tempestades. Hoy entiendo que hubo algo mayor a mí que me mantuvo a flote. Aun así, practico con frecuencia perdonarme por los actos irresponsables cometidos.


Carpe diem es vivir el hoy. No dejar para mañana lo que pueda hacer hoy. Es desenfocarme en títulos, en no esperar a tenerlos para ejecutar de lo que haya que hacer. Es atreverme hacer lo que haya que hacer con lo que tengo y cuento hoy.
Creo que haber llegado a la edad que tengo me da licencia para atreverme a hacer muchas cosas. He escuchado que, cuando se envejece, perdemos los filtros y decimos lo que pensamos sin escrúpulos ni temores. Carpe diem es gozo. Al aprovechar el presente y hacer lo que llevo en las agendas mentales, me complace. Me hace sentir que logro lo que me propongo, triunfador. Hoy me atrevo a seguir intentando cambiar lo convencional hasta que sea parte de mí. Es atreverme a exponer mi punto de vista sin temor a lo que digan los demás. Carpe diem.

martes, 17 de julio de 2018

Defíneme el amor con una sola palabra



Estábamos frente a frente. Mi copa de vino estaba a mitad y la de ella estaba completa. La miré a los ojos y pregunté: defíneme el amor con una sola palabra. Echó la cabeza hacia atrás y se pasó la mano por la porción de la melena que le caía sobre el hombro y me dijo: Mierda, no se me ocurre una palabra.  ¿Acaso nuestra hija no es el producto de nuestro amor?, pregunté. ¿Acaso no nació ella del fuego y la pasión entre nosotros? Por dios, no te comprendo, me interrumpió. ¿A qué viene este cuestionamiento indefinible? No tengo paz desde hace unos meses, amor mío, le dije. Siento que caigo en la inmensidad de un precipicio vertiginoso. Ella no hizo nada por consolarme. Es como si la aventura que comenzáramos hace décadas, el compromiso inmarcesible haya terminado igual que la comunicación entre nosotros. ¿Inmarcesible?, me interrumpió. Que no se puede marchitar, le aclaré. Pero siguió diciéndome, el amor no es para definirlo, es para vivirlo. De mí solo tuviste mi entrega total, te di la pureza de la paciencia y el sacrificio. Sí tuvimos un compromiso y la confianza de decirnos todo, ya fuese una locura. Vivimos en armonía hasta que cambiaste. Lo sublime de la relación dejó de ser inmarcesible, como dices. Perdí la paciencia. La felicidad se fue apagando día a día al mismo ritmo que aumentaban tus amoríos y traiciones. Te alejaste, dije. No fui yo. La comida del alma la hemos perdido. Se ha vuelto costumbre, cenizas de un pasado en nuestro presente. Fue la empatía fúrica entre los dos cuando había unión de nuestros cuerpos.¿Quieres que te defina el amor? No hace falta. No te amo. No quiero verte más..

Me levanté del piso. Traté de abrazarla, pero fue esquiva. Agarré mi chaquetón, le pagué. ¿A la misma hora la semana que viene? Como gustes. Cabizbajo salí de aquel cuarto de hotel, lloroso porque aún te llevo en mi recuerdo.