miércoles, 20 de mayo de 2015

Y nosotros nos enamoramos

Orquídea es una mujer voluntariosa y obstinada; toda la vida lo ha sido. Su sentido del humor es nulo y yo disfruto sacarla de quicio. Nos peleamos y luego, lo mejor de todo, nos contentamos. Así llevamos cuarenta años de matrimonio.
El verano pasado decidimos celebrar nuestro aniversario de bodas escapándonos en una excursión en la que visitamos Portugal, el sur de España y Marruecos. Conociendo bien cómo Orquídea se enreda con cualquier tipo de planificación, y para evitar contratiempos, le dije que yo me encargaría de todos los preparativos del viaje.
Luego de una investigación exhaustiva por Internet, llegué a la agencia de pasajes y coordiné con mi agente exactamente lo que me interesaba visitar durante el viaje que duraría diez días. Orquídea me suplicó que estuviésemos más tiempo, pero me negué porque, durante la última semana del mes, firmaría varios contratos de asesoría con tres corporaciones gubernamentales que me producirían ganancias sustanciales para remodelar la casa y comprarme un bote nuevo. 
Dos días antes de partir, mi esposa salió de tiendas y compró tres maletas que parecían sarcófagos con ruedas. La más pequeña era la mía y las restantes eran de ella. En una empacaría la ropa, y en la segunda acomodaría todo lo que pudiese traerse de Europa. Contemplé las maletas y la miré a ella con cara de que me explicara. Tal expresión creó una acalorada discusión. Para mí eran ridículos todos sus alegatos y ella decía exactamente lo mismo de los míos. Cansado de argumentar, me limité a decir:
—Si mudarte te hace feliz, pues hazlo. Llévate todo lo que quieras, mi reina. Ahora, ten bien claro que nos van a cobrar un huevo por esas maletas tan grandes, ¿me entiendes?
—Ay, mi amorcito, por eso te quiero tanto —fue su respuesta.
El día que partimos de Miami a Nueva York, me sentía como pájaro raro porque, de camino al mostrador de la línea aérea, la gente nos miraba burlonamente al ver los tres monstruosos sarcófagos arrastrados por dos personas casi del mismo tamaño. Lo bueno es que el viaje fluyó sin contratiempos ni garatas. Esa noche, a las mismas doce, abordamos el avión que nos llevaría a Europa.
Aterrizamos en Madrid a las seis de la madrugada del día siguiente. Un autobús nos recogió para llevarnos al hotel. Luego, en la habitación, nos duchamos. Antes de recostarnos varias horas, Orquídea se empaquetó el pelo en papel de inodoro para que no se le dañara el peinado. Por la tarde, bajamos a la consabida reunión en la que todos los excursionistas se presentan y comparten un rato. El grupo era mayormente de estadounidenses. En una esquina del salón Orquídea divisó a una señora pequeña como ella. La acompañaban dos hombres fornidos. Uno de ellos le traducía al español la información que ofrecía la guía turística. Orquídea me miró y descifré sus intenciones tan pronto comenzó a alejarse.
—Orquídea —le dije—, ¿para dónde vas? Ven acá. No sabes si se molestan con tu imprudencia.
—Jorge, olvídate. Son latinos, viejo. Yo no voy a estar masticando el inglés durante todo el viaje si puedo evitarlo.
Me dejó con la palabra en la boca y se les acercó. La cara de la señora se iluminó. Ella sí que no sabía nada de inglés. Al acercarme, logré escuchar que se llamaba Margarita. Ambas se abrazaron y permanecieron juntas durante toda la charla. Yo, muy correctamente, me presenté. Los señores se identificaron como Agustín, el hijo de la señora, y Pedro, un amigo de la familia. Durante el viaje me dio la impresión de que eran más que amigos, pero, como esos menesteres no me quitan el sueño, formamos un gran quinteto durante toda la excursión.
Desde que nos subimos al ómnibus el día siguiente, Orquídea y Margarita se mantuvieron hablando todo el tiempo. Ella compartió que venía de Puerto Rico y era la primera vez que visitaba Europa. Orquídea le comunicó que éramos cubanos exiliados y residíamos en Miami. Sin que Margarita pudiera reaccionar, le habló de nuestros hijos y del motivo del viaje. Me daba gracia porque una hablaba tan pronto la otra se oxigenaba.
La razón principal para incluir Marruecos en la excursión era la ilusión de conocer Ceuta. Quería averiguar por qué mi padre, un maravilloso cascarrabias español que emigró a Cuba, se repetía constantemente: «Me cago en Ceuta. Me cago en Ceuta».
Después de varios días de recorrer iglesias y monumentos, llegamos al sur de España, lugar donde nos montamos en el transbordador que nos llevaría a Ceuta. El autobús en el que viajamos navegaba con nosotros en la parte baja de la embarcación. Atracamos y nos montamos en el autobús nuevamente para el recorrido por tierra. Al fin estaba en Ceuta. Al ver lo feo que era aquel territorio español y que no había mucho que hacer, solo me restó decir:
—¿Y esto es Ceuta? ¡Me cago en Ceuta!
La vigilancia en estos lugares es extrema para impedir el trasiego de ilegales. La guía turística nos advirtió que aseguráramos bien los pasaportes porque tendríamos muchos problemas si los perdíamos o nos los robaban. Como llevaba una carterita de tela debajo del pantalón, antes de salir del hotel acomodaba en ella los pasaportes junto con el dinero y las tarjetas de crédito.
Por otro lado, la experiencia en los demás lugares de Marruecos fue memorable, aunque Orquídea y yo tuvimos nuestras acostumbradas desavenencias. Tan pronto se presentó la oportunidad, nos encaramamos en unos camellos famélicos. Ella se montó primero. Le tomé infinidad de fotos, pero ella me recriminó que casi todas resaltaban más sus inmensas caderas que las del camello.
En otro momento que caminábamos por la Medina entre burros y podredumbre, me metí en una tienda a ver no recuerdo bien qué cosas. Casi al instante, escuché que algo caía y detrás el ay de Orquídea. Al salir, la vi de bruces sobre el piso lleno de excremento de burros, tratando de ponerse de pie. No pude contener la risa. Parecía una morsita tratando de nadar. Unos extraños la ayudaron a levantarse. El abrigo estaba todo manchado de caca de burro y no sé de qué más. Su mirada asesina hizo que se esfumara mi risa. Traté de agarrarla por el brazo, pero me rechazó. Ese día fue uno de varios en que no me dirigió la palabra.
Marruecos, en términos generales, me encantaba. La temperatura era muy fresca y, además, en todos los restaurantes, los mozos servían a los varones primero y dejaban a las mujeres para lo último. ¡Ay, señor! Era preciso ver la cara de disgusto de Orquídea y de las estadounidenses. Acostumbradas a la corrección política gringa, ninguna entendía la mala costumbre de los marroquíes trogloditas.
Una de las noches, esto fue ya en Casablanca, nos engalanamos porque era la cena formal que se acostumbra en este tipo de excursiones. Antes de entrar al restaurante, delante de todo el mundo y para rescatar algunos puntos de los que había perdido, halé a Orquídea por el brazo y la abracé. Con la voz engolada y tratando de imitar a Humphrey Bogart, le dije una de las famosas frases que dijo Rick en la película «Casablanca».
—El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos. 
Sin darle oportunidad a reaccionar, le planté un beso como solo yo sé darlos, y Orquídea se quedó muda y perpleja. Raro en ella. (Lo de muda, quise decir.) Margarita y sus acompañantes se desternillaban de la risa. Mi debut como galán de cine y el beso fueron los temas de conversación durante toda la cena. Esa noche la pasamos estupendamente bien. Ayudó mucho que nos tomáramos varias botellas de Federico Paternina. Pero había que hacerlo porque sí y ¡olé!
Terminamos el recorrido por Marruecos en el puerto de Rabat para volver a tomar el transbordador de regreso a España. Llegamos como a las nueve de la mañana. Orquídea seguía molesta conmigo porque me había pasado en las copas por tercera ocasión y me había puesto —según ella— imprudente al revivir la caída de ella en la Medina y por chistar sobre su madre, mi queridísima suegra (lo de queridísima es obvio). Antes de salir de la habitación, me leyó la cartilla y me exigió el pasaporte. Como todavía me duraba la borrachera, abrí la carterita, lo saqué y se lo di sin pensarlo dos veces. Por molestarla se me ocurrió decir:
—Toma y cuidado con botarlo.
Lo que interpreté de su mirada fue escalofriante. Por todo el camino se mantuvo sin hablarme y hasta se lo agradecí. Había momentos que trataba de descansar la cabeza sobre su hombro para aliviar el martilleo continuo, pero su venganza era agitar los hombros para que mi cabeza rebotara sobre ellos.
Tan pronto llegamos al muelle, ella salió con Margarita detrás de la guía turística. Yo me retraje en lo que me bebía una de las botellas de agua filtrada tamaño heroico que cargaba en el bulto de mano. Orquídea notó que tardaba y se detuvo a esperarme. Tal vez pensó que me podía caer al agua y dejarla viuda en su viaje de aniversario. Para demostrar mi agradecimiento, le dije:
—Gracias, mi capullito de alelí. Te adoro por ser tan buena conmigo.
—Óyeme lo que te voy a decir. Suspéndeme las bromitas porque me tienes calientita.
Me le arrimé para darle un beso y se alejó. Puse cara de niño abandonado, y me le pegué de nuevo. Esta vez tuvo que echarse a reír y me abrazó. Como la conozco, dije para mis adentros.
Fuimos los últimos en subir por las empinadas escaleras. Margarita y los muchachos ya se encontraban dentro del barco y nos observaban desde cubierta. Orquídea se me adelantó, sacó el pasaporte de la cartera para entregárselo al militar que estaba en la entrada del barco. No sé qué pasó. Lo único que vi fue el pasaporte volar hasta caer en el agua. Los ojos de Orquídea parecían llenarle la cara. Se había quedado con la boca abierta.
—¿Qué pasó con el pasaporte? —le pregunté.
Después de que le volviera el espíritu al cuerpo, me dijo aterrada:
—El descarado este lo dejó caer. Se lo fui a dar y encogió el brazo.
Sentí cómo la sangre latina me subía ante lo que consideré una afrenta y un desprecio hacía mi mujer.  
—Esto lo vamos a arreglar ahora.
—No, Jorge, vas a empeorar las cosas. Tú tienes malos cascos y aquí no es como para sacar pecho ni ponerte guapo. Esta gente tiene otras costumbres y es de armas tomadas. 
 La guía turística nos sugirió que bajáramos hasta calmarnos. Nadie sabía qué hacer. No comenté nada más porque sabía que Orquídea estaba poseída de un desespero total, aunque mantuviera la compostura. La guía regresó a discutir con el oficial. La controversia seguía en aumento hasta el punto que no se sabía quién gesticulaba más. El conductor de nuestro autobús subió y haló a la guía porque notó que el militar había echado mano a su arma. El chofer la regresó al muelle donde esperábamos nosotros. La mujer no paraba de pasarse las manos por la cabeza.
—No se preocupen. Vamos a lidiar con la situación, pero estos parroquianos son muy tercos y machistas. Si por alguna razón no pudieran zarpar con el resto de los viajeros, yo me quedo con ustedes y le digo al conductor del autobús que continúe con la excursión. No me voy hasta que resolvamos esta incómoda situación. Solamente hay un pequeño problema.
—¿Cuál? —pregunté.
—Hoy es sábado y tendremos que esperar hasta el lunes. Las oficinas gubernamentales están cerradas durante el fin de semana.
Comencé a dar vueltas en el muelle sin saber qué pensar, decir ni hacer. Me atormentaba la idea de que tampoco se pudiera resolver el problema el lunes siguiente y tuviéramos que quedarnos no sabía cuánto tiempo o hasta que nos llegara otro pasaporte desde los Estados Unidos. De ahí en adelante, la cadena de temores se desató: y si se nos acaba el dinero, y en qué lugar nos vamos a quedar, y si no aceptan tarjetas de crédito, y qué de mis negocios, los contratos, el bote. Enseguida vi una inmensa nube negra sobre mí que trataba de tragarme.
En una de las múltiples vueltas que di de lado a lado en aquel muelle, noté a un hombre que pintaba la parte mohosa del barco. Al acercarme a él, observé que el pasaporte todavía flotaba sobre el agua: las olas lo acercaban y alejaban del borde del muelle. El individuo jugaba con el pie dentro del agua. Llevaba una gorra para protegerse del sol. Al notar mi presencia, me miró de reojo y con desconfianza. Tenía que inventarme algo. Así que le dije:
Salam aleikum.
Aleikum salam.
—Amigo, si te pago veinte dólares americanos, ¿crees que podrías estirar el pie y rescatar el pasaporte?
—Por veinte dólares, no.
—Treinta.
—No.
—Cuarenta. Cincuenta. Cien.
—Ni por cien. Ahora, por doscientos cincuenta dólares, lo hago mejor —me dijo con acento bereber—, se lo entrego en la gorra.
Todos miraban atentos a la conversación transportada por el viento. Me quedé pensando si pagaba. Miré a Orquídea y su desespero me convenció de que no debía regatear en ese momento.
—Trato hecho.
—Dame el dinero primero.
—No, señor. Primero el pasaporte y luego el dinero.
Orquídea se mantenía pegada a la guía, quien seguía llamando por celular a no sé cuántas personas. El desinteresado hombre —lo de «desinteresado» lo digo con toda la ironía posible— se acostó bocabajo en el borde del muelle. Se quitó la gorra con toda su parsimonia, la amarró al palo donde tuvo enroscada la brocha, y la sumergió con la lentitud característica de quien le saca úlceras al resto de la humanidad y se queda con cara de lechuga. Entonces el pasaporte se hundió. Un asombro comunal se escuchó desde la cubierta del barco y yo me aterré. Lo único que me vino a la mente fue: Ahora sí que se jodió la cosa.
Pero no. El pasaporte volvió a salir a la superficie. El hombre sumergió la gorra con más cuidado. El agua se tragó el pasaporte por segunda ocasión. Otra vez se escuchó el asombro desde la cubierta. El paisano jamás perdió la calma. Siguió maniobrando el palo con la gorra. Esta vez, al sacarla del agua, el pasaporte estaba dentro. Rápido se puso de pie, me hizo una reverencia y me entregó el pasaporte con una mano; con la otra hizo un gesto de que le pagara. Cumplí con el trato.
La algarabía fue excepcional. Todos los que estuvieron pendientes de la maniobra vitoreaban y aplaudían. Orquídea corrió y se me enganchó del cuello y, raro en ella porque no es muy expresiva en público, me dio el beso más efusivo que he recibido de ella en mi vida.
—Te adoro, Rick.
—¿Rick?
—El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos
—¡Ah! —fue lo único que le dije alternado con una risa nerviosa.
La abracé transmitiéndole todo el amor que siento por ella. Todos en el barco seguían con los vítores y los aplausos. Margarita lloraba de alegría. La guía se acercó y nos dijo:
—Vamos, tortolillos, que ya estamos bastante retrasados.

Esa noche, para celebrar nuestro aniversario, cenamos a la luz de las velas en la habitación del hotel. De más estar decir que fue extremadamente apasionada y como el primer día. Estoy seguro de que, de haber tenido unos cuantos años menos, hubiésemos engendrado nuestro cuarto hijo durante aquel momento de pasión superlativa.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Oráculos

1 m. Respuesta que da Dios, o por sí o por sus ministros.
2 Respuesta que daban los dioses paganos, a través de las pitonisas o los sacerdotes. *Adivinar.
3 Estatua o cualquier cosa que representaba a la divinidad a quien se interrogaba,
 o lugar dedicado a ella: "El oráculo de Delfos".
4 (n. calif.) Persona a quien se atribuye tanta *sabiduría y autoridad
que todos aceptan como indiscutible lo que dice. Se usa frecuentemente con ironía.

Diccionario del uso del español, María Moliner

 La Asociación de profesoras católicas carismáticas de Puerto Rico me invitó a su trigésima tercera convención anual para que dictara una conferencia magistral que titulé: La superchería y el significado de la fe cristiana en mi vida. No sé por qué me seleccionaron. A lo mejor fue porque era egresado del mismo colegio católico que la presidenta y ella conocía cuán estudioso era yo de la lectura religiosa y todas sus vertientes. Luego de la presentación de todo el pedigrí —que tenía estudios en filosofía, en divinidad y demás—, me acerqué al micrófono y comencé mi disertación:
«Buenos días a todas. Siempre me ha gustado el mundo de lo desconocido. Para mí, la palabra “desconocido” tiene matices de algo misterioso, peligroso; a veces, dañino y hasta mortal. Mi contacto con la religión y la superchería se remonta a cuando vivía en El Falansterio. Para quien no sepa, El Falansterio es lo que denomino como el primer caserío federal. Hoy lo llamarían el walk-up más antiguo de San Juan. (Hubo risas).
»Frente a casa, vivía una familia muy particular, compuesta de dos ancianos y el nieto. El viejo era un cero a la izquierda, pero la vieja llamada Dominga tenía unas costumbres muy particulares. Llevaba siempre un moño de donde irradiaban todas las canas que le abrazaban la cabeza. Más que pitonisa, era yerbera. Para todo mal, tenía un remedio con plantas. Preparaba sus emplastes y mejunjes en un mortero de madera de ausubo que heredó de su abuela. Era exclusivo para sus brebajes. Detrás de la puerta conservaba siempre un vaso de agua con una barra de alcanfor para que recogiera las vibraciones negativas.
»Su particularidad y lo más que me impresionaba era su enorme paño enredado en la cabeza para fijar todas las hojas que se colocaba y así aliviar la jaqueca. Era una vieja voluntariosa. Debajo del brazo, cargaba siempre una varita de cualquier planta medicinal con la que acababa con el desorden de los muchachos. En varias ocasiones sentí el ardor del foetazo en mis piernitas. Para lo vieja tenía una fuerza sorprendente.
»El fuego era su único punto débil. No podía verlo. Ante él, se descomponía y lloraba sin consuelo. Luego me enteré que fue que lo perdió todo en uno que consumió casi todas las casas de la barriada en que se crió. Como era tan vieja, ya los estragos de aquel fuego se confundían entre las arrugas.
»Dominga era una médium o lo que, para aquel entonces, llamaban “medio-unidad”. Todos los martes, ella realizaba una sesión para despojar la casa de malas influencias y espíritus. Disfrutaba ver cómo se retorcía cuando sentía un espíritu o algún fluido cerca de ella.
»Con frecuencia, la vieja Dominga, llamaba a mi mamá para hacer las sesiones espiritistas y prepararle amuletos de resguardo. Ella fue la primera que notó que mi papá era víctima de un trabajo que ella no podía resolver. Alertó a mi madre que fue que la primera mujer de papi quien le hizo un trabajo para que volviera con ella y hacerme a mí su hijo. Dominga recomendó que fuéramos todos a ver a don Félix en Cataño, al bravo de aquellos tiempos. A regañadientes, fuimos. Los remedios que recomendaron aquella tarde, recetas para baños y velas, lograron exorcizar el maleficio espiritual. Después de tal evento, a mi papá no hubo quien lo hiciera participar de tales reuniones. Se volvió incrédulo. Fue como si le hubieran echado otra maldición para que no creyera en nada. Lo único que no pudieron quitarle fue la afición al juego y a la bebida. Murió con ambas. (Que el señor lo haya acogido en su seno, escuché decir).
»A nosotros, al nieto y a mí, nos metían en el dormitorio por el tiempo que durara la sesión. Ambos, nos desternillábamos de la risa cuando doña Dominga comenzaba a dar con las manos sobre la pecera llena de agua y a hablar en jeringonza. La imitábamos en el cuarto y nos azotábamos con las sábanas y con las almohadas para sacarnos lo malo. Cercano al final de la sesión, nos llamaban uno a uno y, con las yerbas, nos azotaban para resguardarnos de “el Enemigo”. Qué ridiculez, ¿verdad?».
La audiencia reaccionó empática y se escucharon frases como: «Es verdad; que el Señor la haya perdonado, aleluya». Hubo personas que se persignaron. Sentí que había atinado; me había echado a mi público en el bolsillo. Así que seguí:
«En la universidad, coincidí con amistades que simpatizaban con lo que estaba de moda luego de la llegada de los cubanos a Puerto Rico: la santería. La santería, como había leído, es un mundo tan fantástico como el mundo de las religiones cristianas. De lo que pude guardar en mi archivo mental, los nombres pareados con deidades católicas surgen como recurso para que los negros pudieran hacer alabanzas a sus dioses y recibir respuestas sin que los amitos blancos se enterrasen de a quién le rendían culto. Luego de las guerras tribales, la vencida incorporaba los dioses de la tribu vencedora a los suyos, porque entendían que tales deidades eran más poderosas que las que, hasta ese momento, habían tenido.
»Es aquí que conozco a una mulata que se había hecho el santo. Tuvo que raparse la cabeza, llevar un turbante, y vestir siempre de blanco —ropa interior y todo— por un año. Con ella, visité tambores, bacanales que se le hacían al santo. Me harté de licor y de comida porque se servía de ambas en demasía. Sus danzantes aletargados y algunos revolviéndose por el piso no dejaban de impresionarme. Otra particularidad de estas fiestas era el cuarto destinado a las soperas. Allí ofrecían toda la comida a lo que moraba en ellas. Mi curiosidad siempre intentaba averiguar lo que había dentro, pero la respuesta era la misma: “Eres demasiado curioso. Cuando te hagas el santo, hablamos”.
»En otra ocasión, acompañé a una amiga para que “el padrino” le preparara los collares de Yemayá (entiéndase, La caridad del cobre) y de Changó (Santa Bárbara). Después de haber terminado con ella, el padrino me invitó a que me echara los caracoles. Yo, como curioso al fin, accedí. En resumen, los caracoles indicaban que San Lázaro o Babaluayé pedía mi cabeza y que tenía que vestir un collar púrpura como amuleto protector. La misma semana, mientras trabajaba como sociopenal del Tribunal, traspasé una puerta de cristal en uno de los Hogares CREA; quedé como lechón de mechar, tuve que caminar con bastón por más de un mes, y hasta ahí llegó mi interés en la santería».
Me distrajeron las carcajadas y «los gloria a Dios­». Hasta este momento, la gente asentía y se notaba que la audiencia estaba cautiva. Proseguí:
«Todas las iglesias, todas, han condenado las prácticas anteriores y hasta, incluso, se han mofado de ellas. Sin embargo, desde que tengo uso de razón, las iglesias han sido guarida de pitonisas que vaticinan la venida del Mesías desde el siglo I. Las iglesias sentencian que los que no cumplan con sus dogmas, se achicharrarán en las pailas del infierno. La clarividencia fanática les permite saber quiénes son los elegidos que verán a Dios; y quiénes, no. Su mayor arrogancia es autodenominarse como la iglesia ¡escogida por el Señor! Lo interesante es que hay tantas que uno no sabe cuál de todas tiene la razón o, mejor dicho, “la verdad”.
»No sé si es causalidad o casualidad que mi vida haya estado vinculada a tantos adivinadores y adivinadoras, para ser políticamente correcto. Ciertas veces me predijeron cosas que resultaron falsas y otras que resultaron obvias.
»Vivir esclavo de la superchería santera, espiritista o cristiana le roba la paz mental a cualquiera. Yo no quiero ser esclavo de nada. No me interesa conocer el futuro porque me desespero esperando que venga o no venga lo que tiene y va a venir. Subrayo “va”.
»No creo en pronósticos, ni en horóscopos ni en vaticinios. Considero que los dogmas religiosos de las iglesias son tan fantásticos como la creencia de nuestros indígenas en sus dioses; o mejor aún, tan fantásticos como la virginidad de María o el carruaje de fuego de Elías, que muchos dicen que fue un extraterrestre. Sólo me dedico a vivir de acuerdo con lo que el universo me dicta como bueno. Lo que puedo predecir es que lo bueno es como la verdad: es única y significa algo totalmente distinto para cada cual. Me dejo llevar por mi instinto sin imponerle nada a nadie. Gracias por su atención»
Al terminar, hubo un silencio sepulcral. Observé la audiencia y la mayoría estaba boquiabierta y atónita ante lo que acababa de escuchar. Mi excondiscípula se tapaba la boca y me miraba con ojos de desquiciada, como si recordara en ese momento la disidencia y los debates acalorados entre la hermana Juliana y yo, las suspensiones constantes de la clase de religión y las inquisiciones por retar la fe.

Cuando iba a añadir: «Alguna pregunta», sentí unas manos que me halaban para sacarme del salón; otras que, del otro lado, me empujaron. En ese momento, vi cómo todas las carismáticas se pusieron de pie, aplaudieron efusivas y vociferaron: “Fuera, sacrílego, fuera”. 

martes, 5 de mayo de 2015

Voces

 


Las voces me atormentan.

Cállense. Cállense ya.

Me he acercado al borde del andén para aplacarlas.

Ahora gritan.

No hacen caso. Se rebelan.

Cállense. Que se callen.

Me agobian los laberintos de quejas, de sueños rotos, de desvelos, de desesperanzas, de descontentos y de culpas.

He llegado a la estación del tren.

Veo la máquina acercarse a lo lejos.

Se acerca. Está cerca, muy cerca.

Todas las voces callarán.

Irma la paloma

¡Cómo ha quedado sola la ciudad populosa!
La grande entre las naciones se ha vuelto como viuda,
La señora de provincias ha sido tributaria.
Lamentaciones 1:1

La todoterreno subió forzada la empinada cuesta hacia el derrumbado vecindario que acaparó todos los titulares de los periódicos locales aquel octubre de 1985. La barriada hacinó la pobreza injustificada mezclada con mezquindad y codicia; ahora, una babel de barro. Hacía dos semanas desde que Isabel —no la negra; la tormenta— arrasó con el arrabal. Después no volvió a llover, ni una gota. Frente a los residuos siniestros, Tomasa notó los canales que dejaron el agua que vomitaron los escombros. La fetidez mortuoria arropaba aquel monte calvárico. Las antenas de los televisores formaron una muralla de cruces apiñadas al pie del promontorio. Un viento endemoniado sopló por momentos y alborotó el vuelo molestoso de las moscas sobre el enorme sepulcro de ánimas que se marcharon a destiempo; ignorantes de que ya no eran.
Tomasa se estremeció con el fluido fantasmagórico que sintió tan pronto Noel estacionó el vehículo. Le erizó la piel. Se persignó y se bajó. Frunció el ceño, para controlar las lágrimas ante aquel panorama yermo. Se pasó los dedos por los ojos y se secó las lágrimas. Miró a Noel, quien apretaba el volante con ambas manos en su disimulo de que aquello no lo atemorizaba. Ella acercó más al colosal ataúd de barro y recordó a su tía y la paloma.
La tía Irma vecina póstuma de aquel arrabal. La que se jactó siempre de ser la más querida en donde ahora yace. Vivió sola, excepto las veces que Tomasa pasó parte de algún verano con ella. Mi niña, la llamó siempre. La mascota de Irma fue una paloma que perfumó con talco Johnson y le puso anillas de oropel en las patas. Siempre la cargó en una jaula blanca para todos lados hasta el día que se las llevó Isabel. La paloma blanca de Irma. La mujer de la blanca paloma a la que el barrio apodó Irma la Paloma. 
Todos los domingos por la mañana, Irma se vestía de blanco y calzaba taconcillos del mismo color. Recorría la barriada sonando la enorme campana con la que avisaba a los vecinos de Mameyes que prepararan a sus hijos para llevarlos a la catequesis. Era el único día que la paloma no la acompañaba porque el monseñor no permitía animales ni en la iglesia ni en la catequesis. Irma dejaba la jaula con la paloma en casa de su amiga Lolita, quien, siguiendo las instrucciones especificas de su vecina, la velaba hasta que la vieja regresara con los muchachos a las once de la mañana. Por las tardes, Irma agarraba la jaula con su paloma en una mano y en la otra cargaba la cartera en la que llevaba las varillas de incienso y las briscas. Entonces visitaba las casas de sus clientas, en especial la de Lolita, para barajar la suerte de cada quien.
Lolita e Irma vivieron más de quince años en Mameyes entre rencillas y hermandad; una al lado de la otra. Eran polos opuestos —Lolita delgada, la otra entrada en carnes; una, blanca de ojos azules y pelo ensortijado; Irma, trigueña, con dos azabaches por ojos y moño blanco idéntico a las plumas de la paloma. Discutían en su intento de que una obedeciera lo que decía la otra. Sin embargo, la amistad duró hasta que partieron juntas. Ninguna conoció varón. Lolita vivió recordando todos los pretendientes que tuvo. Los amores de Irma fueron su paloma, su religión y las briscas; en ese orden.
Irma era discreta a pesar de que la cartomancia le permitía conocer el destino de cada una de sus clientas: los amores no correspondidos, las infidelidades, las malas nuevas, los hechizos, los embrujos. En las consultas más recientes que le hizo a Lolita y a gran parte de las vecinas el as de copas, la carta del agua, se repitió todas las veces. Lo mismo ocurrió con el caballo de copas invertido y la sota de oros invertida, cartas proféticas de peligros y situaciones nefastas. Durante las consultas, el incienso se negó a quemar. Irma comprendió, pero mantuvo silencio. Una tragedia mayor se acercaba, pero ella no sabía cuál ni cuándo.
Al mes siguiente, el viento se agitó aquella noche. Irma comprendió enseguida. Agarró la jaula con la paloma y partió a casa de Lolita porque pensó estar más segura. Al entrar, Irma abrazó a su amiga con fuerza y le manifestó cuánto la amaba. Lolita se extrañó y respondió sin pensar: yo también. Enseguida abrió un camastro en la salita para que Irma durmiera esa noche cargada de llanto.  Pero Irma no pudo.
Pasada la medianoche, incrementó la lluvia que acompañó a Isabel. Los goterones disonantes golpearon las planchas de cinc de la casita de Lolita. Sin embargo, ella durmió como consecuencia del somnífero que el médico le recetó y que Irma obligó a que ella tomara en dosis mayor. «Para que duermas tranquila, querida; para que duermas y no sientas nada», le mintió.
El clima se violentó más. El agua recia que trajo Isabel comenzó a colarse. De debajo del piso de madera emanó más agua, agua sucia, agua apocalíptica. Irma se arrodilló y oró. Pidió perdón por sus pecados. Tenme piedad, oh Dios. Por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo la culpa, imploró. Pero Dios no la escuchó. El aguacero fue magno. Más agua, más lluvia; a mayor tormenta, mayor rezo. Irma clamó a las benditas ánimas del purgatorio; prometió misas, velas, rezos. Todavía no, mi Señor, permite que podamos salir airosas para servirte de instrumento, suplicó. Pero fue la montaña la que respondió con la explosión. El piso se movió y todo comenzó a resbalar. De la tierra emanó un fuego que la lluvia no pudo apagar. Fuego arcilloso. Humo denso. Humo mojado de lluvia y de dolor. Se escuchó un eco de gritos, de quejidos, de ayes. Lolita jamás se enteró cuando el almendro desplomó el techo de cinc; tampoco del momento en que el agua enlodada arrastró todo el vecindario corriente abajo. Ninguna de las mujeres apareció. En la parte baja, entre el edén de rescatistas enlodados encontraron una jaula que una vez fue blanca, abierta. Vacía. 
Tomasa juntó las manos y oró por su tía. Que Dios la haya acogido en su seno, repitió tres veces como kirie eleison. Un viento álgido azotó y susurró al oído de Tomasa: «Estoy aquí, mi niña». Ella se sobresaltó. Miró hacia todos lados y no vio a nadie. Volteó hacía atrás y notó la expresión de Noel, ensimismado en un punto más arriba de la carretera. Tomasa buscó en la dirección que miraba Noel. Sobre los escombros de lodo estaba un promontorio en forma de paloma con las alas abiertas, una paloma de barro reluciente. El sol se escondió tras una densa nube gris. Comenzó a lloviznar. La voz provino de entre los escombros. Tomasa se frotó los brazos como si se despojara. Entró en la todoterreno y apretó la mano de Noel todavía asida al timón y le dijo:
—Vámonos.

Según bajaban, un espectro translúcido ascendió y se mantuvo debajo de un arcoíris tenue: «Estoy aquí —gritó—. Ven… No te vayas. No me dejes. Vuelve, mi niña, vuelve…».