Cuando salió de la inconsciencia, Graciela sintió la humedad en la espalda. Se percató de que estaba tirada sobre el piso mojado y de que no podía pararse. Estaba mareada y tenía las manos y los pies atados. Le dolía la cabeza. «¿Dónde estoy?», pensó. Se aterrorizó.
Para tranquilizarse y reafirmarse de que no había pasado nada malo, trató de recordar a la gitana que se le acercó en la estación del tren; en la felicidad que sintió cuando la quiromántica propuso leerle la mano gratuitamente porque se parecía a su nieta.
—¡Claro que sí! Dígame, dígame. ¿Seré campeona de pista y campo? ¿Saldré de La Perla al fin? ¿Viviré en una mansión y tendré un BM? ¿Me voy a casar con un Marc Anthony que me convierta en su Yeilou? ¿Tendré muchos chavos? Dígame que ve medallas de oro en mi futuro.
—Espérate, mi niña. Vamos a ver —la vieja agarró la mano izquierda de la joven y comenzó con la lectura:
—Tienes mucha chispa y veo que eres muy ambiciosa. Quieres llegar lejos. Ajá. ¿Ves estas líneas aquí? —Graciela asintió—. Estas son tus aspiraciones; las tienes bien definidas. Oye, consigues lo que te propones. Este montecito con muchas rayas significa que has llorado mucho y eres infeliz en ocasiones. ¡Uy!, tienes un carácter fuerte y eres bien rencorosa —la adivinadora le cerró la mano hasta hacerle un puño y palpó con sus dedos una línea vertical en el montículo lateral de la palma y continuó—: ¿Ves esa rayita sola aquí? Significa que vas a tener una hija.
—Pues no, porque yo voy a ser una atleta y punto. Los hijos son una carga y nunca me han gustado.
—Pero yo veo que vas a tener una hija.
—Le digo que no; cambie el tema.
—Lo que me está raro es que la línea de la vida esté partida en dos puntos —la gitana se sobresaltó, se llevó la mano a la boca y articuló—: ¡Oh! Ten cuidado, mi niña; veo sangre en tu futuro y…
—¡Ay!, me tengo que ir. Llegó el tren y, si se me va, llego tarde a la universidad. Es mi primer día de clases. Adiós —corrió hacia el tren, pero se viró jubilosa y gritó—: ¡Gracias! Ya verá lo famosa que voy a ser.
«La gitana me lo iba a decir. Ella lo vio. Y yo tan bruta, como siempre, pensando en pajaritos preña’os no la dejé. Si me hubiera quedado un ratito más; si no hubiera salido corriendo como las locas. La maldita prisa. Debí haber esperado el próximo tren. Que estúpida soy; me lo iba a decir y seguí pa’ la universidad. Es mi culpa, me lo busqué; bueno que me pase. Que no, que no es mi culpa. Eso no importa ahora. Tengo que ver cómo salgo de aquí. Si supiera dónde rayos estoy.»
Salió corriendo de la estación del tren hasta llegar a la universidad. Notó que estaba desolada. Quería llegar bien temprano a la cancha de pista y campo para correrla, conocerla bien, hacerla suya antes de entrar a clases. Ansiaba experimentar su rendimiento en esta cancha; si se sentiría tan libre como en las demás. Estaba entusiasmada y se reía sola porque había logrado la beca por deportes que había luchado por ella misma. Ya veía su foto en los periódicos, con los brazos en alto y las manos repletas de medallas; debajo, el titular que leería «Graciela, la Gacela, primer oro en las Olimpiadas».
Su abuela, cuando estaba sobria, la felicitaba porque vivía ilusionada de que, a diferencia de las demás nietas que había criado, Graciela no terminaría vistiendo el uniforme correccional. Esta sería la profesional de la familia.
—Tienes que aprovechar bien esta oportunidad, Chela. La vida te da una sola —le decía cuando le peinaba la sedosa cabellera negra para hacerle la trenza que luego enroscaba en un moño—. El entrenador está contentísimo contigo porque dice que ve muchas posibilidades; que le recuerdas a Javier Culson cuando comenzaba. Jamás olvides lo que pasó con tus hermanas por no estudiar ni hacerme caso. Es más en mi ejemplo: que dejé la universidad para parir muchachos. Chela, sabes que lo que te digo siempre te sale. No quiero lo mismo para ti. Tú eres diferente. Ni la cárcel ni las drogas son para ti, mi'jita. Tú vales más. Vas a s a salir de La Perla, ya vas a ver. Recuerda que tu carrera viene primero. Tu carrera tiene que ser primero.
De camino a la cancha, no notó que la seguían. No se percató de que alguien se le acercaba. Un brazo robusto le agarró por el cuello y la asió contra un cuerpo fornido y sudado. Trató de zafarse, forcejeó, pero el agarre no cedía. Sólo sintió el golpe que la cabeza dio contra la pared y no supo más.
Miró a su alrededor y notó que estaba en un cuarto pequeño y sombrío. Por las ventanas, aunque estaban cerradas, se colaban los destellos de luz que alumbraban el polvo que se suspendía en aquel espacio desconocido. Sólo había trapeadores sucios, escobas y cubos y un fuerte olor a agua estancada. De una percha improvisada colgaban unos vaqueros y una camisa floreteada manchada por el sudor. Al sentir que algo le picaba la pierna, levantó la cabeza y vio que tenía el pantalón rasgado y enfangado. Se alarmó más cuando notó que la cremallera estaba rota.
«¿Dónde me habrán metido?» Trató de zafarse, pero el cordón estaba bien atado a su espalda. «Papito Dios, ayúdame a salir de aquí. Esto es como una covacha, pero ¿de quién? Por lo menos sé que es de día. ¡Dios mío! Tengo que salir de aquí. Si hubiera algo con lo que pudiera cortar este cordón. Viene alguien. Déjame hacerme la dormida.»
Dejó el ojo derecho entreabierto y vio vagamente cuando la puerta del cuarto se abrió y apareció una silueta descamisada que se detuvo en el umbral. Por la corpulencia, supuso que podría ser la misma persona que la había agarrado y tirado contra la pared.
—Oye, nena. Despierta —le dijo mientras se le acercaba para la patearla por el costado derecho.
—¡Ay, bruto! ¿Dónde estoy?
El hombre no contestó. Graciela comenzó a revolverse en el piso tratando de soltarse. Al moverse sintió dolor en el sexo y aumentó su pavor. Aguantó el llanto, pero no le cupo duda de que la habían violado.
—¡Qué me has hecho, bestia! —preguntó con un tono desconocido.
—Eh, eh. Calladita y sin insultos, novillita.
El hombre se acercó y se paró frente a ella. Era un calvo barrigón que, por estar barbudo y mostrar una alfombra de canosos vellos rizos en el pecho, le provocó repugnancia.
—¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Nada, llegaste esta mañana.
«¿Esta mañana? Necesito salir de aquí. Tengo que ingeniármelas. ¿Pero qué puedo hacer? ¡Qué jodienda! Esto es busca’o. Es mi culpa; quién me manda a llegar tan temprano y no venir acompañada. Abuela me lo advirtió y no le quise hacer caso. A mí no me gusta andar con rabos. Cuando se entere, tendré que escuchar la cantaleta toda la vida: “Te lo dije, pero nunca me haces caso”. Y joderá y joderá. Graciela, concéntrate. Vamos a ver, ¿cómo te las arreglas para salir de aquí? Después briegas con todo lo demás. Lo importante ahora es zafarte o que te suelte. Sí, que me suelte. Pero y si hay alguien más. Pregunta, Graciela; pregunta».
—Has sido el bocadito más rico que me he comido en años —le interrumpió el pensamiento aspirando un seseo lascivo entre dientes mientras se frotaba la entrepierna.
Se sintió sucia y un taco se formó en la garganta. «Me has jodido, pero no te voy a dar el gusto de verme llorar. Estuviste dentro de mí. Me manoseaste. Dios, no me dejes vomitar. O sí, si vomito tal vez me coge asco y... Tengo que pensar rápido. Quiero bañarme para sacarme la peste de ese tipo. Necesito bañarme… Que no me vuelva a tocar porque… Graciela, acá; pregunta, coño, pregunta».
—Que me digas dónde estoy. ¿Quién más me hizo esto? —se oyó decir.
—¿Para qué quieres saber? Estás conmigo y eso es lo que importa.
Se agachó y comenzó a manosearle las musculosas piernas largas. Ella pensó gritarle toda la inmundicia que pasaba por la mente, pero decidió que era más prudente callar y tratar de ganarse la confianza del secuestrador.
«Graciela, no la embarres. Mantente tranquila. Después te lamentas… Concéntrate en cómo sales de este lío. Tengo que pensar en algo rápido. No puedo dejar que este sucio se vaya, pero tampoco quiero que me vuelva a violar. Tengo que avanzar. Dios mío, ilumíname la mente. Si se me va…».
Al ponerse de rodillas para intentar montarla, a Graciela se le ocurrió decir:
—Oye, espérate, estoy muy incómoda.
Enseguida la cara del individuo se llenó de sorpresa. Graciela respiró y continuó:
—Vamos a hacer una cosa. ¿Por qué no me sueltas y así te acomodas mejor encima de mí?
—¿Cómo es?
—Bueno, también quiero disfrutarlo. No todo puede ser para ti.
—¡Ah!, ¿sí? No sabía que te había gustado.
—Claro, no seas egoísta, papi.
—Pues ahora es que es. Pensé que no te dabas cuenta de lo que te hacía, bandidita —a la vez que volvía a aspirar el seseo—. Tiernecilla, qué rica.
—Así que has sido tú solamente.
—Yo solito. Yo me basto solo. Llámame Monchín. Vas a ver que ahora vamos a gozar más que horita porque estás despierta.
«Así que no hay nadie más. A este pendejo lo manejo yo. Vas a ver gordo de…»
—Puedo ver que tienes mucha experiencia, Monchín. Enséñame a disfrutarte, macharrán. Suéltame pa’ que veas.
—Seguro. Échate pa’cá, pa’ soltarte, condená. Cuando te suelte, tienes que hacer como que no quieres —dijo con gozo.
«Al fin. No te desesperes. No te… Cuando te suelte las piernas... Sí, sí; suéltame. Avanza, maldito. Graciela, calma; que no vaya a darse cuenta. Me jode la peste que tiene. Avanza con tus sucias manos y suéltame, coño. Eso es. Vamos, avanza; que avances.»
Graciela se puso de lado y Monchín le desató las manos para que pudiese acomodarse mejor sobre el piso. En lo que le soltaba los pies, ella tuvo extremo cuidado de mantener las manos abiertas y pegadas al piso para no levantar sospecha.
«Ya me soltó. ¿Ahora qué? ¿Qué le digo ahora? Dios mío, dirígeme. Tengo que conseguir que me ponga de pie. Eso, que me ponga de pie…»
Cuando pretendía ir sobre ella nuevamente, la joven le suplicó en tono urgente:
—Me estoy orinando; necesito ir al baño. Levántame porque estoy débil, apúrate.
—Pero… Aquí no hay baño. Te voy a levantar pa’ que te mees en aquel cubo, pero no te puedes sentar. Quiero verte mear pará —dijo mientras le rozaba la cara. Le provocó asco, pero asintió.
Monchín la agarró por los brazos y la levantó. Ella volvió a sentir deseos de vomitar cuando el vaho a alcohol le azotó la cara.
«Ya estoy de pie. Ahora es; ahora o nunca. Que salga el tiro por donde salga. Respira. Ahora.»
Sin pensarlo más, Graciela levantó las manos y azotó las orejas de Monchín. A la vez, subió la rodilla con toda la fuerza que tuvo y le pegó en los genitales. Monchín se dobló y aulló de dolor. Volvió a levantar la rodilla y le pegó más fuerte en la cara para que la cabeza diera contra la pared y perdiera el sentido. Se arrancó la ropa interior porque no dejaba subir el pantalón, y mecánicamente la guardó en el bolsillo. Enseguida buscó por dónde salir.
La puerta estaba abierta y huyó hacia la claridad. Tenía que avanzar antes de que el agresor volviera en sí. Corrió hacia una segunda puerta, rotó la perilla y la abrió. Salió despavorida sin saber adónde se dirigía. Mientras corría, vio que había estado en una casucha cerca de un estadio de pista y campo. Corría y corrían sus lágrimas. Le fue familiar aquel lugar.
«¡Esta es la universidad! Me violó en la misma universidad. Santo Dios, dime por dónde salgo. ¿Hacia dónde corro? Sácame de aquí.»
Corría, corría. En esta carrera se jugaba la vida. Salía de la pista y buscaba la calle. Tenía que avanzar. No podía parar. Tenía que seguir. No quería parar.
Llegó hasta la oficina de Seguridad que había visto cuando llegó, y entre jadeos le dijo al guardián:
—Señor, ayúdeme por favor. Me secuestraron. Me secuestraron y me violaron.
—Cálmate, niña —le dijo el oficial a la vez que agarraba la unidad portátil para llamar a sus superiores—. Mira, es Medina. Avísale a Guzmán que tengo a una muchacha que dice que la secuestraron y la violaron… —y virándose hacía ella inquirió—: ¿Cuándo fue que pasó todo esto?
—No sé. ¿Qué día es hoy?
—Lunes.
—Pues fue hoy mismo —se sentó al lado del guardia y no reprimió más.
—Hoy. ¿Qué hago? Esta muchachita está histérica —esperó la respuesta—. Muy bien, cómo no. Ajá, ajá; a que llegue la Policía y se haga cargo. Diez cuatro. Tranquilízate, mi’ja estás en buenas manos. No te va a pasar nada. Ya mismo llega la Policía. No llores, ya estás segura. Vamos, ya…
Seis meses más tarde, veía como el vientre seguía creciendo. En la visita al ginecólogo, se enteró que tanto ella como el feto estaban contagiados con SIDA. Se llenó de ira y de odio contra quien la había desflorado vilmente, contra quien había tronchado sus sueños.
La Policía había asignado el caso al agente Gutiérrez de la División de Delitos Sexuales. Para sorpresa de ella, el agente había demostrado gran interés en que se hiciera justicia y había asumido una actitud paternalista hacia ella. La llamaba casi a diario para informarle en qué estado se encontraba la investigación y para alentarla a que siguiera hacia delante; pero Monchín seguía libre.
La tarde que atravesaba la plaza de recreo de Río Piedras de camino hacia una tienda de zapatos donde pensaba solicitar empleo, Graciela avistó a Monchín. Estaba parado frente a una barra llamada El gustito, pegado a una cerveza Medalla y cargaba su panza sobre un pantalón vaquero tres tallas más pequeñas y carente de glúteos, con la misma camisa manchada por el sudor que recordaba haber visto en la covacha. El local estaba en dirección paralela al cuartel de la Policía. Al abrir el bolso para sacar su celular y llamar a Gutiérrez, recordó que se lo había dejado a la abuela para que coordinara algo con el Departamento de la familia. Luego de dudarlo un poco, se compuso y se dirigió a denunciarlo.
Llegó hasta el cuartel y le dijo al retén:
—Señor policía, necesito que arresten a mi violador.
El policía llamó de inmediato a dos compañeros después de que Graciela le relatara lo sucedido. Le dijeron que esperara allí, que ellos se encargarían de la situación. Minutos más tarde, traían a Monchín esposado para encerrarlo en una celda. Al verla, se rió y pasó la lengua por el labio superior, a la vez que le dijo mirándole la barriga:
—Ese no es mío; a mí no me lo achacas.
Luego de cuatro meses y habiéndose cumplido el vaticinio de parir una niña, Graciela tuvo que visitar el Centro Judicial de San Juan para testificar de todo lo sucedido. A Monchín le habían radicado cargos por violación y agresión, pero no por secuestro. Tuvo que someterse a las preguntas invasivas que le hizo el fiscal y luego el abogado del agresor. Tuvo que decir si se había acostado con alguien aunque no hubiera habido penetración; si en la casa se dejaba tocar de algún familiar; si se masturbaba, con cuánta frecuencia y con qué se masturbaba; si había consentido a tener penetración anal; si había tenido coito oro-genital; cuántas veces Monchín la había violado; de qué manera se vestía. Graciela sentía que con cada pregunta la volvían a desflorar. El juez escuchó toda la prueba testifical y pericial en contra de Monchín, pero, por tecnicismos relacionados con la devaluada prueba del ADN, no encontró causa probable para acusarlo de violación ni de agresión:
—Absuelto por falta de prueba. Pueden dejar al acusado en libertad —y dirigiéndose a Graciela añadió—: Lo lamento, dama, pero así es la justicia.
«Se lamenta ¿de qué? Justicia ¿de qué? Lo dejó libre. Salió libre. Y yo ¿qué? ¿Me inventé la barriga con SIDA que cargué por nueve meses? Me desgraciaron la vida y nadie tiene culpa. Y mis pesadillas donde vuelve a tocarme y a violarme todas las noches ¿qué? Estoy segura de que si fuera una de esas cabronas que viven en los walk-ups de Guaynabo City o en los condominios de lujo del Condado y tuviera un apellido de comemierda, lo hubieran metido preso y hubieran botado la llave. Pero como no tengo chavos y, peor aún, como vivo en La Perla, pues que me joda. Quién carajo se va a ocupar. No soy nadie ni tengo a nadie con influencias, ni ningún político que saque la cara por mí. Lo que tengo es una puñetera suerte y una cagona que no para de llorar y de joder.»
Antes de que se lo llevaran, ella se le acercó y le dijo con voz queda que sólo él escuchó:
—Te vas a tragar la risita esa y te vas a comer la lengua, ya verás. Te lo juro.
El fallo judicial la transformó en una mujer insensible. Estaba convencida de que jamás saldría del arrabal o de la pocilga —como le llamaba—, pero alguien tenía que pagar. Ni siquiera la opción de que administrara el punto de drogas en el Bulevar del Valle le llamaba la atención en aquel momento.
—Mira, Chela, te vas a jaltar de chavos. Vitito te quiere a ti porque estás cool, ¿vite?
—No, no quiero. Quizá más después. Tengo que briegar con otras cosas primero.
Un pensamiento bullía en su mente, vengarse del violador y hacer justicia por ella misma. Ella no se quedaría de brazos cruzados. Se dedicó a investigar la rutina de Monchín. Se metió en todos los negocios con la foto que sacó a escondidas del expediente del policía Gutiérrez. Aprendió dónde vivía y dónde se metía. Sabía que era el chulo de una adicta, que se emborrachaba los fines de semana y que cenaba solo todos los días en un restaurante de comida rápida en Río Piedras. Se las cobraría; claro que sí, se las cobraría todas.
***
Esa noche, dijo a su abuela:
—Voy a bajar a la Iglesia San Francisco para oír la misa de 7:00. Vengo tarde; no me esperes.
La abuela, enajenada con tanto alcohol, jamás registró que los lunes por la noche no había misa de 7:00.
—Nena, sí; vete y pídele a Dios para que te dé paz, y ponga su mano poderosa para que ames a tu hija. Esa criatura inocente no tiene la culpa. El Señor no abandona a nadie que le pida con fe. Él es justo. Yo te acompañaría, pero tú sabes que no me siento bien, los achaques de vieja. De paso, tráeme otra cervecita de las que puse a enfriar en el friser. Es más, bájame las que me quedan que se me congelan. Chela…
Graciela no le hizo caso. Salió de la casucha corriendo por el zaguán que da a la calle Norzagaray. Le importó un bledo que la viera el conocido policía encubierto que observaba a lo lejos cualquier posible transacción ilegal. Se acercó al BMW con aros niquelados y metió la cara por la ventana delantera del lado del pasajero.
—Mingo, necesito que me hagas un favor. Llévame a Río Piedras y préstame tu cañón.
Mingo vio la hostilidad desconocida en el rostro de aquella mujer que llevaba una peluca rubia, y no se atrevió a preguntar nada; mucho menos contradecirla. Sintió temor. Se limitó a conducirla y la dejó en la esquina de la plaza donde mismo había divisado a Monchín; justo en el lugar donde decidió denunciarlo. Allí donde conectaba con la calle Ponce de León y en donde juró vengarse. Comenzó a caminar por el lado izquierdo de la acera hasta el negocio que estaba en la misma calle y cerca de la avenida Universidad. Entró, se llegó hasta el fondo y se sentó a esperar. Abrió la mochila para asegurarse de que el revólver estuviera cargado; la cerró y esperó paciente.
Quince minutos más tarde, apareció quien esperaba. El pie le comenzó a temblar mientras le clavaba los ojos; a la misma vez, dejaba caer los rizos rubios de la peluca sobre la cara para que no la reconociese. La respiración se le aceleró. Estaba impaciente.
«Cálmate. Ya falta poco.»
El calvo barbudo entró, pidió una hamburguesa y un refresco. Se sentó a comerla cerca de la salida, pendiente a la puerta como si esperara a alguien; igual que había hecho Graciela momentos antes. Entretenido con la comida, no se percató de que la muerte se le acercó por detrás. Solo sintió el cañón frío en la nuca y escuchó una voz áspera que le dijo:
—¿Te acuerdas de mí, hijo de puta?
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