domingo, 8 de mayo de 2011

No son los regalos

Hoy se celebra el Día de las madres. Yo lo llamaría el Día de la esclava. Por años, en este día, los familiones lo dedican a visitar a la madre. La doña tiene que limpiar la casa para que esté irmaculada cuando vengan los hijos. Tiene que preparar la comida porque no se pueden ir sin comer. Los hijos e hijas de la gran madre le traen los regalos: la olla de presión, la lavadora, la plancha nueva, el juego de ollas. En síntesis, la doña termina explotá y loca porque se vayan los hijos, las hijas, los yernos, las nueras, los nietos, las nietas y hasta algún que otro biznieto.
El caso con mi madre es diferente. Mi madre no tiene que cocinar. El regalo más maravilloso y que me lo agradece hasta abril del próximo año es que la lleve a su pueblo natal: Jayuya.
Eso hicimos ayer. Luego de entregarle los regalos, porque no creo en días específicos para celebrar, se encaramó como la Reina de Saba en la guagua —gafas oscuras y todo— y partimos rumbo a Ponce. Ya frente a las letras funestas —con complejo de H-O-L-L-Y-W-O-O-D ponceño que nos asustan al llegar—, nos desviamos hacia Adjuntas. Como la vez anterior, nos perdimos y fuimos a dar a la carretera vieja de Adjuntas. Preguntamos, nos orientaron y viramos. Ajá. Regresamos a la carretera 10. Estábamos en ruta nuevamente. La vez pasada nos perdimos también y fuimos a tener a un restaurante rústico al principio de otro desvío al final de la carretera 10. Esta vez, nos perdimos a propósito con idea de almorzar allí.
Mi madre quedó fascinada porque el muchachito dizque la reconoció. Le dije: «Mami, de quien se acordó fue de los dos mastodontes que te acompañan. Somos los inolvidables». «No, no; se acordó de mí». Bueno, pues si quieres creerlo…
Allí estudiamos las vitrinas con la comida y pedimos un plato de arroz con gandules, pernil picadito y viandas que nos costó sólo cinco dólares el plato. Mi madre pidió un dulce de lechosa (dulce de papaya) y se llevó un poco más. Tomamos refrescos y la cuenta no llegó ni a $25.00. You-know-who estaba que se reía sola.
Pasadas las 12:00 nos despedimos de los dueños del local. Mi madre le echó muchas bendiciones. Viramos y salimos a la carretera para buscar y doblar por la entrada que dice Jayuya - Barranquitas. No fue buena idea haber almorzado antes para entrar en las curvas que nos conducen a Jayuya, pero sobrevivimos. Visitamos primero al primo que se nos quedó la vez anterior.
Como toda la familia es diabética se me ocurrió ir a Sam’s tempranito en la madrugada y comprarle a cada primo una caja tamaño heroico de Splenda. Todos tienen problemas con el azúcar. Si les llevo dulce, como que no. Cualquier otro comestible le sube al azúcar. ¿Qué cosa se le puede regalar que sugiera que uno se preocupa por la salud de ellos? Pues el Splenda. Lo agradecieron muchísimo.
La otra idea que tenía era pasar por la Hacienda San Pedro, la torrefactora que produce el cafecito artesanal llamado La Finca. Pues para allá nos dirigimos. La molienda está prácticamente en la misma ruta que el Parador Gripiñas, en el barrio Coabey un poco después de La piedra escrita,. El lugar está venido a menos, pero con una estructura muy interesante. A lo lejos, escuchamos un barullo de sonido que provenía de un lugar en un segundo piso. Era el restaurante que estaba repleto de visitantes que llegaron en un autobús tipo AMA. Preguntamos y nos dijeron que, para comprar café había que seguir derecho hasta la parte de atrás.
La tiendita me encantó. Tenía sus sillitas en metal tipo café europeo. El techo del caserón en madera rústica te arropa cuando entras. Tiene una especie de balcón para los que quieran sentarse en lo alto. Las máquinas para colar café eran de última generación. Me sorprendió el que nos atendió porque tenía acento mexicano.
—¿De dónde eres? —pregunté.
—Vengo de California. Mi madre es puertorriqueña y mi padre mexicano.
—¿Y qué te dio con venir para acá?
—Nada. Me cansé de tener que viajar tanto para llegar a los sitios. Aquí lo tengo todo cerquita.
—¿Y te acostumbras?
—Me acostumbro y me encanta.
Luego de tomarnos el café con espumita y capuchino y de apertrecharnos todas las clases de caféseses que se nos antojaron —el café más claro, el más robusto—, salimos locos de contentos con nuestro cargamento para la ciudad.
Mi madre no paraba de dar gracias «a Dios y a la Virgen» por un viaje tan maravilloso. Descubrió que el marido de la sobrina habla más que ella. Llegamos a San Juan a las 7:00 de la noche con una mujer nueva. Mi madre. Le monté el abanico que le regalé —porque tiene acondicionador de aire y no lo usa— y nos despedimos. Me reafirmo que no es cuestión de regalos.

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