miércoles, 11 de mayo de 2011

Con un coctel

I am what I am
and what I am needs no excuses.
I deal my own deck
sometimes the ace, sometimes the deuces.
There's one life, and there's no return and no deposit;
one life, so it's time to open up your closet.
Life's not worth a damn 'til you can say,
"Hey world, I am what I am!"
La Cage Aux Folles

Le visité tan pronto me enteré que había salido del hospital. El cuidador me abrió el portón de la marquesina de la casa de Villa Palmeras para conducirme por la misma sala que había recorrido tantas veces. La casa despedía un olor a humedad y a viejo. Se veía maltrecha; había perdido todo el lustre y majestuosidad de cuando vivía doña Concha, la madre de mi amigo. El techo destacaba los murales esbozados por la filtración continua. Todavía colgaba la que fuera una imponente lámpara de araña en bronce de cuyos brazos colgaron innumerables lágrimas en cristal y que, durante momentos mejores, resplandeció la habitación. Los colores en las cortinas estaban mareados; las paredes, manchadas. La tapicería de los muebles se veía gastada, y algunas butacas mostraban la tela rajada dejando al descubierto el relleno de algodón amarillento. Las losetas de terrazo integral mostraban los embates del exceso de cloro; estaban porosas, y a una que otra la adornaba una cucaracha muerta. Allí sólo se deleitaban las moscas.
La alcoba de Bart se encontraba en la parte trasera. Cuando asomé sigilosamente la cara por la puerta, me sorprendí de verle aún con la abrazadera plástica que le arropaba toda la espalda y el pecho. Debía continuar totalmente inmóvil o, de lo contrario, se estropearía la operación de la columna. Lo observé más delgado que la última vez que compartí con él en el hospital antes de la operación, pero se notaba sobrio. Vi que se había afeitado el frondoso bigote y patillas que llevó por años. Las raíces blancas cobraban prominencia por la falta de tinte y resaltaban todavía más las puntas de la abultada cabellera color negro degradado. Aun así, irradiaba la coquetería natural que le caracterizaba y quedaban rastros de lo majo que había sido. Se encontraba leyendo el libro Lo que sé de mí de Shirley MacLaine que le había regalado años atrás. Sobre la mesita de noche tenía un ejemplar de Alcohólicos Anónimos.
—¿Qué cuenta el enfermo?
Levantó la cabeza y, mostrando su amplia sonrisa a la vez que dejaba caer el libro y levantaba los brazos, comenzó a abanicar las inmensas manos para decirme con su voz barítona, pero vivaracha:
—¡Agustín, qué sorpresa! Llegó quien me faltaba, mi canario favorito. Daaarling, ven acá. Dame un abrazo y siéntate a mi lado; vente, vamos a conversar. Aquí —decía mientras palmoteaba el colchón—. Ya. Pues, fíjate, la operación fue todo un éxito. Dentro de seis meses podré encaramarme en la carrozza para corretear otra vez por las barras y darme mis caiditas —y dijimos simultáneamente—, con un coctel.
Las caiditas —producto de las borracheras—, los cócteles y la famosa carrozza con su fragancia perenne a licor y a cigarrillo me hicieron reír al acordarme de tanta locura vivida. Qué recuerdos. Lo que él no sabía era que la carrozza, el Ford Granada Ghia que había tenido por años ­­­­­­­­­­­­­—el que había servido de transportación colectiva por ser el coche más espacioso y que nos llevaba ritualmente a las discotecas—, solo servía para chatarra luego del aparatoso accidente producto de su juerga más reciente. Bart no caminaría más después de la operación, pero no creo que él fuera consciente de ello. Había vivido enajenado de la realidad y más allá de sus medios económicos. Primero fue la ruina moral, después la quiebra económica y ahora la física.
Hacía veinte años que conocía a Bart. Fue Caridad, una compañera en la agencia de publicidad donde trabajaba, quien nos presentó. Mi profesión y un problema que tuve con mi familia, me obligaron a emigrar de Tenerife. Por su parte, Bart estaba recién llegado del estado de Tejas luego de haber terminado una desastrosa relación con uno de los macho men casados con los que se enredaba constantemente. Su nombre de pila era Bartolomé, pero lo acortó porque detestaba el nombre de su padre y porque entendía que no tenía ningún caché. El día que nos conocimos, me pareció presenciar una representación mal actuada de una tragedia griega. Caridad le acogía en su pecho y Bart gemía desconsolado.
—No puedo, Caridad, no puedo. Lo amo, pero el canalla me dejó por su mujer. Lo odio.
Recuerdo que todos nos miramos estupefactos y lo único que pudimos hacer fue reírnos a carcajadas.
—No se rían, mi caso es grave —nos decía mientras empinaba el brazo para beber un poco del Chivas Regal Reserva que tenía en el vaso de highball—. No quiero vivir. Me quiero morir. No puedo vivir sin él —enseguida se compuso; me miró con su expresión tipo dama de las camelias, se acicaló el pelo y me preguntó—: ¿Y para adónde nos lanzamos esta noche?
La víspera del Día de Reyes de no sé qué año, pero un año después de haberme mudado del piso que Bart había comprado en el condominio Ocean Tower de Isla Verde, recibí una llamada a las dos de la madrugada. Al levantar el auricular, escuché:
—Agustín —sollozaba la voz—.
—Bart, más vale que tengas una buena…
—¡John está muerto! Sabía que algo así iba a pasar; soñé con las moscas otra vez.
—¿John, moscas? ¿Pero quién coño es John?
—John, mi alma gemela.
—¿Pero otra más, tío? ¿Qué sucedió ahora?
—Soñé con las moscas otra vez. Me invadían la casa y...
—Olvídate de las moscas. John, ¿qué pasó con John?
—No sé. Parece que se resbaló en la cocina y se dio contra la lavadora. Yo estaba en el cuarto preparándome para dormir —me lloraba—. Oí un estruendo y, cuando salí, me lo encontré tirado en el piso. Lo toqué y no se mueve. Hay sangre. Sabes que no puedo ver sangre; ven, por favor. Ayúdame. ¡Ay, Dios mío, lo sabía... las moscas!
Colgué y me vestí con lo que encontré. Agarré las llaves del coche y bajé las escaleras lo más rápido que pude. El perro de la casera me vio, pero acostumbrado a verme salir y a entrar a altas horas ni siquiera ladró. Llegué a Isla Verde en menos de veinte minutos. Llamé por el intercom y Bart me dio acceso.
Cuando salí del elevador en el noveno piso, el eco de la música me guió hasta el apartamento. La puerta estaba abierta y me detuve en el umbral. Observé que todas las luces estaban encendidas y en el tocadiscos Shirley Bassey gritaba: «This is my life, and I don´t give a damn for lost emotions…». Noté que la prominente serigrafía de Rodón, Las manos de Alicia Alonso, yacía encima del sofá; estaba toda rayada y con el vidrio hecho añicos. Sobre la mesa del comedor había dos moldes tamaño familiar con los residuos de lo que fueran paellas marineras, rodeados de botellones vacíos de ginebra junto a tres botellas de cava Dom Pérignon Brut hasta la mitad. Un cenicero desbordante de colillas y tal vez otras cosas completaba la escena. Cuando iba a entrar, Bart salió de la nada y se me cuelga del cuello.
—La camisa que le compré. Tiene la camisa ensangrentada. Ha muerto John; ha muerto el amor de mi vida.
—Eso lo quiero ver —lo eché hacia un lado y me dirigí a apagar la música.
—Está tirado en la cocina —se me acercó otra vez—. La camisa que se estrenó hoy, la que yo le compré para su…
Pasé a la cocina y allí estaba: un trigueño corpulento, tirado boca arriba, vestido completamente de blanco y con una mancha roja sobre el labio inferior y en el cuello de la camisa. Le toqué el pecho y palpé que se movía. Al pegarme a la cara, el tufo a alcohol provocó náuseas en mí y me irrité. Toqué la supuesta sangre y, por lo espesa, concluí que era Ketchup.
—John —le llamé—. John, despierta —enseguida le propiné par de hostias, digo, cachetadas—. ¡Oye!, que te despiertes, joder. ¿Pero es que no me oyes, borracho de mierda?
—¿Ah? ¿Qué carajo pasa contigo, mamao? —balbució medio aturdido.
—Me cago en la puta madre. BARTOLOMÉ, este tío lo que tiene es una borrachera asquerosa. No me llames más para estas pendejadas. Si te emborrachas y tienes problemas con la escoria que te juntas, a mí no me llames ni cuentes conmigo. ¿Me oyes? Estoy harto de rescatarte de todos los jaleos en que te metes. Se acabó; de ahora en adelante, te las arreglas como puedas. No puedo, chato, no puedo más —sin mirarle, salí del apartamento.
Para el tiempo que compartió su piso —digo— apartamento conmigo, Bart obtuvo la posición de director de contabilidad en el área de Banquetes en uno de los hoteles más prestigiosos de San Juan. Parecía estar estable porque llevaba tres meses en un tórrido romance con un adonis italoamericano —mucho más joven que él—, al que habían transferido recientemente de los Estados Unidos para hacerlo gerente de operaciones del hotel. Al comienzo del cuarto mes, el chico se hartó de la borrachera continua, le salió lo de napolitano y terminó la relación. Bart, devastado al haber perdido a su príncipe azul o su gay charming —como decía, se dedicó a llegar a las cuatro de la madrugada a la oficina para dejar todos los asuntos resueltos antes de las doce del mediodía. Una hora más tarde, se le encontraba sentado en una silla del comedor de su casa, acariciando el vaso Tupperware, tamaño heroico, desbordante de Vodka Calvert.
Durante el mismo intervalo, falleció su padre. De acuerdo con el testamento, Bart pasó a ser el albacea del capital que había amasado su padre como prestamista. De ahí en adelante, comenzaron los festejos y celebraciones a granel costeadas por Bart. Hasta los pekineses de los mancebos militares que vivían en el apartamento de esquina —a quienes apodamos las wacas encubiertas— tuvieron su cotillón. Los bacanales se convirtieron en rutina casi diaria. (Digo casi diaria porque los lunes Bart «invernaba».) La conga de gente de apariencia sospechosa que entraba y salía del apartamento comenzó a molestar y a preocupar a los vecinos. Le siguieron las madrugadas continuas por la playa y las rondas en la carrozza por el residencial Lloréns Torres en busca del amor esquivo y de cocaína. Poco a poco desaparecieron los enseres eléctricos, los ordenadores, el piano, la porcelana Lladró, las joyas de la familia y los amigos como yo.
Aquél numerito no lo podía seguir nadie. Apenas se dormía una noche completa. Lo que precipitó mi decisión de salir del aquel manicomio y distanciarme de Bart fue el agrio incidente la noche en que dos oficiales de la Policía me tomaron por uno de los narcómanos que merodeaba la residencia y me arrestaron cuando salía del condominio. Luego de un extenso interrogatorio, la policía concluyó que no era un traficante; todo había sido un malentendido. En el mismo cuartel de Lloréns Torres, me juré que jamás regresaría a casa de mi amigo; y así fue.
Por medio de Caridad, me enteraba del deterioro de Bart. Su dependencia alcohólica incrementó a tal grado que, en menos de dos años, ya había despilfarrado $2.5 millones. Había perdido el piso en Isla Verde por falta de pago y el trabajo en el hotel como consecuencia de los descuadres y las ausencias continuas. Se había visto obligado a regresar a vivir con su madre, a quien le hipotecó la casa, le malgastó la pasta que quedaba de herencia, y ambos terminaron viviendo del Seguro Social de ella, de Rehabilitación Vocacional, y de los cupones. Cuando se evaporó el dinero; se esfumaron los amantes nocturnos, el perico y los porros, pero aparecía para alcohol. Se acabaron los festejos, pero no el alcohol. Se deterioró la salud. Nadie le visitó más hasta la muerte de doña Concha.
El velatorio se celebró en la Funeraria Puerto Rico Memorial y fue memorable. Caridad y yo llamamos a las wacas encubiertas y acordamos ir juntos a acompañar a nuestro amigo en su momento de dolor. Al entrar por la puerta de la funeraria, Bart apareció vestido de negro de pie a cabeza, algo apurado y nos dice:
—Ay, gracias por venir. Y en especial a ti, Agustín. Siéntanse como en su casa. Vengo enseguida.
Todos nos miramos y dedujimos hacia adónde se dirigía por todas las escapadas que sucedieron mientras estuvimos allí. Cerca de la funeraria, había una barra en la que se metía a subir el nivel de alcohol y armarse de valor para lidiar con todo el montaje funerario.
Daaarling, no se queden acá afuera. Tenemos café y hors d’ouvres en la kitchenette. Pasen a la capilla para que vean lo bonita que está la caja y lo bien que arreglaron a mami. Yo probé la caja para asegurarme de que iba a estar cómoda. Fíjate, me hicieron precio; sólo financié catorce mil dólares. Ustedes disculpen que no los pueda atender como se merecen —nos decía abanicando las inmensas manos—, pero comprendan mi situación. Vengo enseguida.
Caridad, quien le conocía desde la infancia, nos comentó:
—Ese es el resultado de parir un feto que estuvo en el vientre de una cuarentona primeriza faltándole cuatro días para cumplirse el año. Tan fácil que hubiera sido si Concha lo hubiera abortado. Le dije a ella y al viejo que no pusieran de albacea a este demente irresponsable, pero no me hicieron caso. Si esto lo pasan en el cine, hasta las butacas lloran. Pero esto lo arreglo yo ya mismo. Este me va a escuchar. Bartolomé, ven acá…
Luego de la hospitalización, todos regresamos a visitarle más a menudo. Uno le llevaba dulces y otro le traía una cantidad ínfima de dinero para que comprara sus cigarros. Nos turnábamos para ir a la casa y cooperábamos con la limpieza y los gastos del hogar. A veces, alguien le dejaba una comprilla en la alacena. Poco a poco, todos volvimos a formar parte de su vida. A pesar de toda la locura, incidentes y malos ratos, me apenó ver a un tío que tuvo todo lo que quiso y lo perdió por el desenfreno con la bebida y su ilusión de encontrar el amor perfecto o su gay azul. Tal vez Dios, Jehová o quien fuese dio más peso al buen corazón de Bart. Parecía un acto milagroso la gran suerte que tuvo de no contagiarse ni con SIDA ni con hepatitis durante todos estos años. Aunque se veía maltratado, irradiaba paz al fin.
Rememoramos gran parte de las aventuras. Nos reímos de las tragedias, los amores no correspondidos y las infatuaciones mal habidas hasta que me levanté para despedirme. Le abracé con fuerza sin saber que sería la última vez que lo haría.
—Me marcho, Bartolomé.
—¡Agustín! Bartolomé, jamás. Bart, daaarling, Bart.
—Siempre te he querido y lo sabes. Me alegra mucho verte bien. Cuídate. Nos hablamos mañana.
—Fíjate —me guiñó a la vez que se frotaba la barbilla con la mano derecha—, si me hubiera quedado contigo, tal vez estuviéramos juntos todavía.
—Lo dudo —le dije con la voz quebrada a la vez que le besaba la mejilla y le daba el abrazo final.
Me despedía de un gran amigo y hermano, pero un mal amante. Mi compañero de farras moriría esa noche de un paro cardíaco a las once, a la hora exacta en que llegábamos en la carrozza y entrábamos a las discotecas, alborotados, flamantes y triunfales con un coctel.

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