Entré corriendo para que no perder la llamada. Levanté el auricular y dije:
—Buenas tardes, habla Marcial.
—¿Junior? —escuché la voz de mi madre bastante temblorosa del otro lado.
—Sí, dime.
—Tu papá se ha puesto malo.
—¿Qué le pasó?
—Pues… Está en el sillón y no me responde. Le hablo y es como si no me escuchara.
—Nos vemos ya mismo; salgo ahora.
Mientras iba de camino para la casa de mis padres, lo único que pensaba era: papi se murió y esta no me lo quiere decir; la guerra de los misterios. ¿Por qué mi madre es así? Toda la vida me ha molestado la manía de ocultarnos cosas; de decir las cosas a medias. De adolescente, me exasperaba más cuando trataba de sacarle ventaja a la diplomacia entre mi padre y yo en la que, para evitar encontronazos de toda clase, no discutiámos de temas relacionados con política ni con religión. No se hablaba de la universidad porque entendía que me habían trastocado la mente en contra de su partido. Él no protestaba por nada que yo hubiera comprado o llevado a la casa; y mi madre, muy astuta, me daba el dinero para que las comprara o, peor aún, aprovechaba para comprar cosas y decirle que las había llevado yo. Cuando me consultaba sobre decisiones y le daba una opinión contraria a la de ella, me decía que papi opinaba de otra manera; por supuesto, de la manera que ella quería que se diera la cosa; pero siempre quedaba al descubierto o por papi o por mí. Jugaba el papel de manipuladora y nos tenía a ambos bajo su dominio.
Llegué a la casa y respiré profundo antes de entrar temeroso de lo que me iba a encontrar. El portón de la sala estaba abierto. Entré y vi a mi padre sentado en el sillón como si se hubiera muerto con los ojos abiertos. “Lo sabía”, pensé.
—Se murió y no me lo querías decir —increpé a mi madre.
—No, está vivo. —me dijo con voz disminuida—. Lo que pasa es que no responde. Está como en un trance.
—Búscate un espejo y tráemelo.
Cuando me trajo el espejo, se lo puse debajo de la nariz y comprobé que estaba con vida.
—Que tú sepas, él no padece de catatonia, ¿verdad?
—No.
De inmediato le pregunté:
—Papi, ¿tú me oyes?
No hubo reacción. Le tomé la mano derecha y le dije:
—Papi, si me oyes, apriétame la mano. ¿Me escuchas?
Me apretó la mano débilmente.
—¿Yo soy tu hijo? Aprieta otra vez si es así.
Me volvió a apretar la mano. Enseguida le dije a mi madre que teníamos que llevarlo al hospital.
—¿Pero a cuál? Tú sabes que él no tiene un médico de cabecera porque no le gusta visitar a los doctores.
—Bueno, pues llamamos al Ashford porque su cancerólogo atiende pacientes allí. A mí no me importa que haya pasado tiempo. Tráeme la guía telefónica.
Muy obediente buscó la guía y llamé una ambulancia. El paramédico nos preguntó que adónde queríamos llevarlo. Le informamos que al Hospital Ashford en el Condado. Cuando investigó si lo aceptaban, le informaron que no había cama; que todo el hospital estaba lleno. Decidimos llamar al Doctor’s Hospital de la calle Fernández Juncos que era la otra opción más cercana y también dijeron lo mismo. Ante lo extraño de la situación, el paramédico nos indicó que los hospitales están renuentes a acceder al ingreso de personas que no tienen récords médicos con ellos por temor a las demandas y problemas legales.
—¿Pues qué podemos hacer entonces? ¿Qué sugieres? —le pregunté al paramédico.
—Creo que lo mejor es llevarlo al Hospital Municipal. Allí tienen que aceptarlo, no se pueden rehusar.
Le dije a mi madre que lo llevaríamos al Municipal; que me guiara el carro, que yo me iba con papi en la ambulancia porque no se podía quedar solo. De camino, miraba a mi padre y vi lo frágil y temeroso que estaba. Me dio dolor ver así al hombre decidido y diligente que había sido desde siempre. El que se echó a cuestas la familia y trajo a los hermanos a vivir a San Juan. Siempre fue un buen padre, buen hermano y, más que nada, un buen proveedor en casa y en casa del hermano mayor.
Era su único hijo y, aunque no me lo decía, me demostraba que me quería con sus actos. Me tomó años aceptar que ese individuo, indefenso ahora, había dado lo mejor de sí con lo poco que tenía, pero qué mucho era. Sólo tenía un segundo grado que aprobó estudiando de noche; donde conoció y se enamoró de mi madre antes de que la brincaran de grado, como decían antes. Vivía orgulloso de haber sido mozo de uno de los restaurantes más conocidos de San Juan, La estrella de Italia, de donde aprendió la receta de la salsa boloñesa —salsa con carne molida— escondido en un armario para aprender cómo el chef la preparaba y se la enseñó a mi madre, y así convertirse en el plato dominguero que se preparaba cuando teníamos visita. Me acordé de cómo se jactaba de haberle pagado la cuenta a Luis Muñoz Marín, antes de que este fuera gobernador, porque había dejado la cartera o no tenía dinero; de cómo bailaba con Ruth Fernández cuando esta cantaba con la orquesta de Mingo y los Whoopee Kids en los té danzantes que se celebraban en El Escambrón; de cuando fue jurado y acuñó la frase de “la curia” para llamar los familiones de los vecinos de enfrente: “llegó la curia”.
De niño, me encantaba que hablara de sus experiencias porque viajaba en el tiempo; que me contara de cuando era niño donde me lo imaginaba desgreñado y descamisado corriendo por los campos de Morovis huyendo de alguna fechoría o de la reprimenda de Yía, la madrastra, que siempre lo amó como si fuera su hijo carnal. Me gustaba que me contara cómo la empleada del Registro Demográfico fue la que me puso el nombre porque a ella el nombre de Israel, que era el que él quería para mí, le parecía horrendo; de cómo le preguntó a papi el nombre y él dijo que se llamaba Marcial y así me inscribieron. (Tengo la certeza que si la empleada del registro hubiera sabido que el verdadero nombre de papi era Marciano, me hubiera puesto de nombre Israel.)
Gozaba mucho cuando me llevaba al parque Muñoz Rivera a visitar el museo, a ver los animales disecados y a ver los cocodrilos enfermos que tenían en una charca descuidada; de cuando me llevó al parque a ver la nieve que había traído en avión desde Nueva York, doña Felisa, la alcaldesa de San Juan; de la angustia que le vi en la cara cuando me llevó a cortar yerba la víspera del Día de Reyes y, sin querer, me cortó el muslo con el cuchillo. También recordé cuánto lo detestaba cada vez que le pedía una bicicleta y me decía que no porque no quería que me rompiese una pierna, ya había sufrido lo suficiente con el problema de que su hijo tuviera las piernas arqueadas y de luchar contra el pediatra para evitar que me pusiera abrazaderas para enderezármelas.
—Él no es ningún paralítico para que le pongan esas porquerías —le decía a mi madre quien lloraba, como siempre, ante la intransigencia de mi padre—. El nene no es lisiado ni anormal y no lo voy a martirizar no importa lo que me diga el médico.
—Pero, Marciano…
—Dije que no; punto y se acabó.
Entramos por la Sala de Urgencias del hospital. De inmediato lo pasaron a un salón grande y lo cambiaron a otra camilla para esperar a que lo viera un médico. Momentos después, llegó mi madre toda nerviosa. Le dije que lo cogiera con calma que había que esperar ahora. Aproveché para averiguar si sabía algo más de lo sucedido y me dijo que no, que ella llegó del trabajo y lo encontró sentado en el sillón con el televisor prendido y la lata de cerveza en la mesita de centro; que no sabía nada más. Esta vez le creí.
Luego de un rato, mi padre comenzó a salir del letargo. Miraba el techo como si no supiera dónde se encontraba. Me decía:
—Mira los gusanos en el techo. Busca el Fleet para matarlos.
Le volví a agarrar la mano y noté que tenía frío. El médico vino y dijo que había que dejarlo en observación durante toda la noche. Pedí una manta y lo arropé. Le dije a mi madre que iría a casa:
—Yo regreso mañana para ver cómo sigue todo, pero después de que salga de la clase de los sábados.
—Está bien, Junior —me contestó.
Al otro día, fui a buscarlo a la sala de urgencias y me dijeron que lo habían pasado a un cuarto. Me dieron el número y subí. Al llegar a la habitación, me encontré a mi madre otra vez llorosa y pensé: se murió esta vez y volvió a ocultármelo, pero no.
—¿Qué pasó ahora que estás acá afuera? —le pregunté interrumpiendo la conversación que tenía con un muchacho más joven que yo.
—Tu papá está como una fiera, no quiere saber de mí. Mira, él es el doctor que tiene el caso de tu papá.
Luego de las presentaciones y de que el médico me dijera que no le hiciera caso porque el papá de él tenía demencia y actuaba de la misma manera, me dijo que mi padre, al salir de la inconsciencia, pensaba que estaba en casa; concluyó que mami había alquilado la casa y que todos los demás pacientes en el cuarto los habían acomodado en su dormitorio. Me tuve que reír ante tanta insensatez.
—Está diciendo barbaridades y las malas palabras las dice como si nada —añadió mi madre con cara de vergüenza ajena.
—Voy a verlo.
—Está en la segunda cama a su derecha —me indicó el médico.
—Gracias, doctor.
Cuando llegué, le vi los ojos desorbitados. Enseguida una de las señoras que acompañaba a otro enfermo me puso al corriente: “Oiga, qué malo habla ese señor. ¡Dios mío! ¿Es su papá?”. Asentí y me sonreí, pero no hubo margen para darle importancia porque mi padre me comentó tan pronto llegué:
—Oye, esa mai tuya, mira lo que me ha hecho.
—¿Qué te hizo la mujer tuya?, cuéntame —le seguí la corriente.
—Mira, mira. Mira alrededor. Me alquiló la casa sin mi permiso.
—Que te alquiló la casa…
—Sí, mira toda esa jodía gente que no me deja dormir. Esos son dominicanos. ¡CÁLLENSE, CARAJO! —gritó antes de que pudiera evitarlo—. Te voy a decir una cosa anda listo con esa mujer, que se te queda con la tuya o te la alquila. Que no te coja de pendejo. No seas pendejo. Esa mujer es mañosa.
—Qué tarde viniste a darte cuenta —le dije sin poderme contener.
—¡Ah!, me jodí yo ahora. ¿Tú también?
—Papi, estás en el hospital —traté de calmarlo.
—Mira los gusanos en el techo. Búscate el Fleet, búscate el Fleet.
—No hay gusanos; es el plafón. Ahora dime, ¿qué fue lo que pasó? ¿Qué te tomaste?
—Nada, me tomé una Percocet con una cerveza porque tenía mucho dolor. Me dolía el cuerpo.
—¡Con una…! Pero… ¿Y lo que te dio fue una reacción adversa a la mezcla?
—Sí. ¿Qué tú creías que yo pendejamente me iba a matar? ¡Ay, Junito!
Me tuve que reír. Lo dejé y fui adonde el doctor y le expliqué lo sucedido. Mi madre asustada me dijo:
—Tú vas a tener que venir a darle el almuerzo los días que esté aquí porque él no me quiere ver ni en pintura y está que si me coge me hace cantos. ¡Dios mío!, como está ese hombre. Está como loco.
En los días que siguieron, fui a atenderlo al hospital y a darle la comida al mediodía. Las guerras con los “inquilinos” eran menos. Mi madre me llamaba y le informa como seguía el enfermo. Le llevaba la ropa que le había lavado y me llevaba la usada. Al cabo de los dos días y como notaron que estaba más claro de mente, le dieron de alta. Ya se le había pasado la manía y comprendía que la mujer no le había alquilado ni la habitación ni la casa.
Cuando volví a verle el fin de semana, noté que estaba desvariando otra vez. Llegué y me senté en la sala y, desde la cocina me miraba como si hubiera llegado un enemigo o, peor aún, el amante de su mujer. Lo saludé y me miró como con odio. Como seguí hablando con mami y no le hice caso, se molestó más y se allegó a mí para ordenarme:
—Te me vas pa’l carajo ahora mismo. A sonsacarme la mujer, no. Aquí no te quiero más. A joder pa’ otro la’o.
Mi madre se quedó lívida y yo quedé anonadado ante el comentario.
—Vamos —comenzó a empujarme tratando de sacarme de la butaca—. Te dije que te fueras pa’l carajo. Aquí no te quiero más.
—¡Marcial! —gritó mi madre.
—No te metas que esto no es contigo.
—Déjalo, yo me voy —lo interrumpí.
—Seguro, vete; fuera.
Tan pronto salí, atravesó el brazo frente a mi madre mientras aguantaba el portón con la otra mano para impedir que saliera a despedirme.
—No te preocupes, hablamos después —le dije para calmarla.
—Aquí no te quiero más y no tienes que buscar un carajo; punto y se acabó.
Esa tarde fui a cenar a un restaurante de comida rápida que había cerca en lo que llegaba la hora de mi padre irse a dormir. Regresé a la casa alrededor de las 8:30. Mi madre, muy angustiada, me dijo que si no fuera por lo enfermo que estaba, hubiera mandado los cuarenta y pico de años de casada a la mierda y lo hubiera dejado solo; que no le gustaba como me había tratado; estaba harta. Y bien harta tendría que estar porque el discurso altisonante no es su estilo.
Acordé con ella, para evitar problemas y que no fuera a atacarme sin ninguna razón y yo le fuera a dar un golpe mortal o un empujón tratando de defenderme, visitarla después que él se acostara y así hice hasta la semana cuando murió.
Ese último día —me enteré después— que mi padre, sentado en el sillón mientras miraba televisión, le dijo muy apenado a mí madre:
—Son las 6:00 y no ha llegado.
Mi madre no le pregunto, pero dedujo que se refería a su sobrina. Al acompañarlo al cuarto, se dio cuenta de que estaba con flojera y le notó la muerte en la cara. Ante su temor, llamó a la sobrina para que le orara y se despidieran.
Esa noche volví a recibir la misma llamada de días atrás.
—¿Junior? —era mi madre con voz temblorosa del otro lado.
—Sí, dime.
—Tu papá se ha puesto malo.
—Se ha puesto malo, no —le dije—; se murió.
—Sí, se murió.
De inmediato, me cambié de ropa y me dirigí a Villa Palmeras. Cuando llegué, ya mi prima estaba en la casa con su marido. Logré escuchar cuán contentos estaban porque se había ido en paz; que le cantaron unos coritos de la iglesia —lo que me dio a entender que estaba agonizando cuando se los permitió sin protestar ni mandarlos para ningún sitio—, y mi madre me contó detalladamente lo acontecido. Al hablar de la preocupación de él de que eran las 6:00 y no había llegado, le dije:
—Mami, no era Rosita a quien él quería ver; era a mí. Él estaba esperando que yo llegara para arreglar las cosas. Se te fue la mejor.
—Pues… Ya llamé a la funeraria —cambió el tema como para evitar que la regañara, como siempre me decía—. Le voy a comprar un traje nuevo…
—Un traje ¿qué? —la interrumpí—. Pero traje para qué. Un hombre que nunca se ha puesto un traje nada más que cuando se casó contigo. Por el amor a Dios, cómprale una guayabera que es lo que ha usado por años, si quieres cómprale una de manga larga. O mejor aún, mantén la caja cerrada.
Luego de mucha paciencia, insistencia y diálogo logré convencerla para que le comprara una guayabera blanca y negociamos que fuese de manga larga. Jamás transigió con tener la caja cerrada. Después nos llevó a todos al cuarto para enseñarnos el atuendo que se pondría el primer día de viudez.
—¿Verdad que esos colores están bien? Ahora no se usa el negro completo; es el medio luto. “Busca en el manualito que tienes de cómo se prepara un velorio”, pensé decirle. Total si al final y a la postre, ya tenía la decisión tomada y haría lo que le viniera en gana, como siempre.
La acompañé para que hiciera todas las gestiones funerarias y le dije que regresaba a casa porque tenía que poner mis cosas en orden y tener la mente despejada para el velorio. Llegué a la casa y me puse ropas más cómodas. Me senté en el sofá y me concentré en el espíritu de mi padre. Sentí como si su presencia estuviera conmigo; no, sabía que su presencia estaba conmigo. Como creo que el espíritu tarda varios días en lo que termina el proceso de desencarnar, le hablé:
—Estás aquí y siento tu presencia. Quiero que sepas que siempre quise contarte mis planes y mis logros, pero mami no me lo permitió para que no te enfadaras y me recriminaras por haber dejado un trabajo seguro con el Gobierno y una pensión por irme a aventurar. Si supieras que comencé a trabajar desde mi casa hace varios años después de renunciar al Departamento del Trabajo. No creo que hubiera aguantado los catorce años que me faltaban para jubilarme; la presión política me consumía. Mira, en este cuarto tengo la oficina. No te enseño los libros porque dirás que he malbaratado demasiado dinero en libros y ¿para qué? Pero desde que estoy trabajando por mi cuenta, he sentido que mi vida ha cambiado mucho y tiene un propósito. Es más, me siento como si estuviera jubilado. Además, comencé a estudiar la maestría en traducción y siento que, al fin, estoy en control de mi vida y haciendo lo que me llena de pasión, y no soy esclavo de nadie. Sé que la intención tuya era que mami me llamara cuando le dijiste: “Son las 6:00 y no llega”, pero sabes cómo es ella y la conoces mejor que yo. Se lo dije. Sé que nuestra convivencia fue muy intensa y de malos ratos en muchos momentos. Como te repetía mami: es que ustedes son dos jueyes machos en una misma cueva. Tus celos no tenían ninguna razón. Nunca te consideré un cero a la izquierda como decías contantemente. Es totalmente anormal celarme de mi madre, pero, por otro lado, te comprendo porque ella misma lo provocó dándome más atención a mí que a ti. Los dos hemos sido víctimas de una mujer que nos ha utilizado para sus conseguir lo que ha querido, aunque soy consciente de que nos ha amado a los dos: de eso no tengo duda. Lo importante es saber que, si alguna deuda espiritual o emocional queda entre tú y yo, la cancelo en este momento. Vete feliz con la confianza de que, al fin, vivo como deseaba vivir. Tengo lo que aspiraba y estoy agradecido de todo lo que has hecho por mí. En suma y resta, te graduaste como papá. A veces, se te iba la mano, pero te graduaste y, gracias a ti, me considero una persona honesta e íntegra. No te preocupes por mí. Descansa en paz.
Al terminar, sentí que la tensión que tenía en el cuello había cedido. Respiré profundo y sonreí porque pude decir lo que, por años, quería decir. Me metí en la cama, y dormí hasta la hora de ir al velorio.
Llegué a las 7:30 a la funeraria San Agustín. Al entrar por la puerta, noté que había vecinos de cuando vivimos en Puerta de Tierra y los vecinos más recientes de Villa Palmeras. El recibidor era bien sencillo y pintado en colores pasteles como para neutralizar las pasiones fúnebres; había par de butacas a la izquierda de la entrada, detrás de las butacas estaba la oficina de la administradora, y había varios sofás al fondo a la derecha. En el medio, había un pasillo que daba a las entradas de las capillas. La única capilla que estaba abierta y encendida era la de don Marcial.
Caminé hasta la entrada y quedé estupefacto. Por lo regular, los deudos se sientan lo más cerca del féretro y se ven todos acongojados y dolidos alumbrados por luz tenue de las lámparas a los extremos de la caja. En este caso, no. En el mismo medio de la capilla y rodeada de todos los conocidos de mi padre y de ella, y encima alumbrada por todas las lámparas fluorescentes, se encontraba mi madre sentada en una silla. Era imposible no darse cuenta que era el centro de aquella farsa. Con tono de voz alto, contaba a todos los acontecimientos ocurridos desde la madrugada:
—…y yo cogí y le oré para que se fuera en calma y tuviera luz y progreso ese espíritu. Cuando se fue, le cerré los ojos, bendito. Llamé a Junior para que viniera enseguida. Llamé a la sobrina, quien vino con el marido. Esperé a que Lucy la de la funeraria me mandara a muchacho con el carro fúnebre. Cuando llegó el encargado de llevarse el cadáver, lo envolvió como en una colcha roja —lo más bonita y con las iniciales de la funeraria— y lo pusieron en una camilla. Como el muchacho vino sin ayudante, Junior ayudo a bajarlo por las escaleras; lo más bien que lo hizo. Yo me metí en el baño porque no quise verlo cuando se lo llevaban. ¿Verdad que la caja es lo más bonita?; oye, esta muchacha me hizo precio; ¿viste que está acojinadita?; ¿viste qué bien lo arreglaron? Y la guayabera es nueva; se la compré…
No aguanté más. Era de locura. Esta señora hablaba, y hablaba y no se callaba. Lo único que me vino a la mente fue gritarle: “Sí, pero te saliste con la tuya y no le respetaste los deseos al difunto. Él te lo había advertido bien claro, que no quería que lo velaran en funeraria”, pero me mantuve callado y sereno; me limité a sonreír y saludar a los conocidos discretamente.
Me senté en un sofá que había en la sala de espera, pegado a una de las paredes la capilla, pero que miraba para la calle. Mis amistades, los que no le tuvieron temor a ir a Puerta de Tierra de noche, comenzaron a llegar y empezamos a comentar el absurdo que se daba dentro de la capilla. Mi coraje era tan grande porque sabía que la intención detrás de todo esto era que la gente le cogiera pena a ella —y a la vez vieran lo buena que había sido con papi, lo sacrificada y abnegada—, que lo que hacía era reírme por no armar un revuelo en el lugar. Me resigné a decir desternillado de la risa:
—Mira, yo daría cualquier cosa por tener a una espiritista en este momento para que se conectara con el espíritu de ese señor a ver qué diría de mami. Ya me lo imagino: “Mira, como esta condená’ —por no sonar grosero— me metió en una funeraria. Se lo dije que me velara en casa”.
Todos nos echamos a reír. Uno de mis amigos, escuchó a una amiga de mi madre que le decía a otra:
—Bendito, mira al hijo. De seguro que cuando caiga en cuenta llorará y llorará. Esa risa es de nervios.
—Qué ignorante Yo no tengo razón para llorar. El problema de ese espíritu tiene nombre: Toñita —fue mi reacción, y todos nos echamos a reir.
Llegadas las 11:00 de la noche, la encargada comenzó a recoger y a despedir a la gente porque era hora de cerrar. Antes de que mi madre decidiera qué iba a hacer, tuve que aguantar a todas las personas que me presentó: a la dueña de la funeraria, a la que cuidada la monja que vivía al lado de la funeraria, al revendón de la calle San Agustín, a los ex vecinos del Falansterio, donde vivimos por años. Repetía lo mismo: “¿Verdad? que se ve bien, está estudiando para una cosa ahí que no entiendo, creo que es traductor. Junior, ven acá para presentarte…”. “Ya basta”, quería decirle, pero sólo le dije:
—Nos vamos.
—Yo me voy contigo; yo no me quedo sola en casa esta noche.
—Pues tienes que quedarte en tu casa porque en casa no hay sitio para dormir —le dije conteniendo las ganas de decirle—: “¿Qué, ahora tienes miedo de que te salga el muerto durante la noche y hale las piernas”, pero no lo hice. Le dije que la llevaría a su casa y que tratara de dormir. Para mí era importantísimo que se quedara en su casa esa noche para que le perdiera el miedo; de lo contrario, jamás regresaría. Años más tarde comentaría lo valiente que fue al decidir quedarse solita —y enfatizaba “solita”— esa noche en su casa. Cuando se bajó del carro me dijo:
—Me imagino que ahora que se murió tu papá, regresarás a vivir conmigo.
—Estás loca —fue lo que le contesté—. Tú yo no podemos vivir juntos. No puedo vivir con nadie que no me respete.
Se encogió de hombros, me miró con cara de indignación, abrió el portón y se metió en la casa sin decirme adiós.
El funeral estaba planificado para salir a las 10:00 de la mañana y el entierro sería en el Cementerio de Villa Palmeras en Santurce. Cuando llegué, mi madre volvió a sorprenderme otra vez. Estaba frente a la funeraria con la cuñada menor que la había ido a buscar, y estaba explicándole la ruta que llevaría el entierro a un capitán de la policía que se había ofrecido a escoltar el funeral.
—Mire, Carrasquillo, yo me voy en el carro fúnebre para dirigirlos y que no se pierdan. Todos ustedes nos siguen en sus carros. Entonces pasamos a Marciano por Puerta de Tierra, acuérdese que vivimos muchos años aquí. Vamos por el Falansterio y por la calle San Agustín, y después seguimos para Villa Palmeras. Subimos por la Magdalena del Valle hasta la avenida Eduardo Conde y terminamos en el cementerio.
Nuevamente, deseé tener a una espiritista para escuchar lo que diría ese espíritu al que no le habían respetado sus deseos; no solo lo habían velado en la funeraria, sino que ahora lo pasearían por todo el barrio de Puerta de Tierra y por Villa Palmeras como hacen con las misses ganadoras en los concursos de belleza, y mi madre como la cabecilla de la manada sentada al lado del chofer del carro fúnebre. ¡Dios mío!, qué mujercita.
Fui de los últimos en llegar al cementerio. El primo despidió el duelo porque me había quedado afónico al resfriarme la noche anterior, y no de llorar como pensaban las amigas de mi madre. El último espectáculo que hizo mi madre fue tirar las flores dentro de la tumba para que ningún sinvergüenza —como dijo a modo de despedida de duelo— se las fuera a robar porque le habían costado bastante caras. De ahí cada cual se fue para su casa.
Terminé agotado de tanto reprimir, de tanta indignación. Esa noche me acosté temprano y soñé: me encontraba en el parque cuando mi padre se me apareció con una guayabera azul de manga corta, con el pelo negro abrillantado y peinado hacia atrás como siempre lo tuvo, y se sentó en el banco donde me encontraba, bastante pegado a mí. Lo miré preguntándome en silencio: ¿de qué forma podría entenderse nuestro encuentro si no es por las causas del destino?; o por las causas del mismo Dios que a veces no entiendo.
Me echó el brazo por encima del hombro y me preguntó:
—¿Por qué te fuiste? —enseguida me di cuenta de que se refería a la ocasión cuando me botó de su casa.
—¡Ay!, chico, no me hagas caso. Tú sabes cómo yo soy, que yo me enojo de cualquier cosa. No me puedes hacer caso —mentí—. Ya estamos viejos para esas ñoñerías.
Nos quedamos mirándonos en silencio. Nos pusimos de pie y nos abrazamos varios segundos y recordé la fuerza que sentía cuando me abrazaba de pequeño para llevarme a la cama. Para mí sorpresa, me agarró la cabeza con las dos manos y me dio un beso en la frente como siempre hacía con mis primas. Llegué a decirle que lo quería, y ahí mismo, dio media vuelta y se desapareció no sé por dónde. Esa fue la única vez que soñé con él. No fue necesaria ninguna más. La razón de nuestro encuentro esa noche era para que ambos armonizáramos nuestros destinos, para que él pudiera despedirse de mí y pudiese descansar en paz.
Marcial, lo primero es gracias. Gracias por permitirme leer un escrito tan íntimo, pero supongo por el título del blog, a la vez una herramienta liberadora para ti. Sabes que me hiciste llorar? Y conste que aunque soy muy pasional, eso de llorar leyendo no me ocurre muy a menudo. Qué digo con esto? Que me has tocado la fibra. Me hiciste reír con el cuento de la inscripción de tu nombre, me hiciste reír con las ocurrencias de tu madre...me hiciste llorar con los recuerdos de la relación entre tu padre y tú, pero así también se me aflojaron las lágrimas con el todo ese sentimiento tan fuerte, pero a la vez tan tierno hacia tu mamá.
ResponderEliminarLeyendo tus experiencias me acerco mucho a ti. Me percato que tenemos mucho en común aunque no lo parezca. Pero lo siento así. Y es que de una manera u otra, lo que escribes lo siento cercano. Por ejemplo, las actitudes de mi abuela eran muy parecidas a lo que escribes de tu madre. De hecho, cuando muere mi abuelo, ella parece toda una mártir cuando fue todo lo contrario...porque mucho que lo fastidió! Así también, la maniupalación y otras actitudes...
De otra parte, me pides alguna crítica a tu trabajo...pues me parece que ha sido el mejor. Me hiciste llorar, me hiciste reír.
Te quiero.