La monja se levantó y se acercó al micrófono para su discurso panegírico:
«Mi madre, Doña María Iluminada Marcé Vda. de Leal, fue una de las mujeres más ricas y prestigiosas en toda La Habana; todas sus propiedades le fueron confiscadas por el régimen de Fidel Castro. Llegó a Puerto Rico a finales de la década de los 50, en medio de la revolución cubana junto con sus dos hijas: María Cristina y yo.
«Doña Iluminada —como quería que le llamaran— perdió sus posesiones en Cuba, excepto parte de las piedras preciosas que adornaban sus alhajas. Llegado el momento de la partida, se negó a quedarse sin nada y, con astucia, como mejor pudo y pidiendo perdón a Dios, acomodó sólo las piedras preciosas en un paquete que se introdujo en la cavidad vaginal. Así sacó una parte de los diamantes y rubíes; inversión que sirvió para restablecer su prestigio y darse a conocer en Puerto Rico.
«Mi madre nunca fue fácil, pero sí muy madre. Tan pronto pudo, nos matriculó en un exclusivo colegio de monjas españolas, para que aprendiéramos todos los oficios que practicaron nuestras antecesoras, y vitales para ser —llegado el momento— esposas modelo. Conmigo no se dio. Yo seguí los pasos de mi tía Lilly. Me llamaban la santa de la familia por ser monja. No di problemas, pero tampoco nietos.
«Cristina fue siempre rebelde. En una de sus rabietas, se autodenominó atea —qué Dios la perdone—. En otro ímpetu, increpo a mamá: “¡Prefiero estar muerta antes de someterme a un hombre o ser una mantenida!”.
«Cuando mi hermana entró a la universidad, mamá por poco infarta porque esperaba que su hija fuese a estudiar a la prestigiosa Universidad Católica en Ponce donde iban las niñas de familia bien de la Isla, y donde la misión era conseguir un maridito adinerado que las mantuviera como reinas. Cristina jamás estuvo de acuerdo con estudiar tan lejos de sus amigas y todas decidieron ingresar en la universidad pública del Gobierno; la maldita Universidad de Puerto Rico, como la apodaba mi madre.
«Mi hermana no terminó los estudios en la universidad porque, durante el tercer año, se enamoró de un estudiante de medicina. Creyente fiel del amor libre y, a conciencia, Cristina quedó encinta. Al cabo de siete meses, parió una niña enfermiza de tez blanca con cabello levemente ensortijado, y para colmo, como decía la abuela: “Una negra e hija del pecado, una bastarda. ¡La gente! ¡Qué vergüenza para la familia!”.
«Para mamá, tener una nieta fuera de matrimonio era como si la mácula familiar regresara luego de haber perdido la fortuna y tenido que dejar todo en Cuba. Lo único que aplacó su desdicha fue cuando Ignacio, el novio de Cristina, terminó y se casó finalmente con ella, aunque hubiese sido detrás de la iglesia.
«Mamá fue más feliz cuando ambos se mudaron cerca de ella y porque, como repetía, a la nena la tenían como a una reina. Ignacio trajo a la casa una nana dominicana llamada Korea para que ayudara con el cuido de mi sobrina María Eugenia.
«Cristina y la nana se entendían muy bien. Korea tenía una hija llamada Yocasta, de la misma edad de Eugenia. Ambas estaban siempre juntas y se llevaban como hermanas. Para mamá, las bendiciones de la Virgen de la Caridad del Cobre y el Cristo de los Milagros regresaban a la familia.
«La contentura duró —y aquí me tengo que reír— hasta el día que mamá preguntó a María Eugenia, con cuatro años ya, que qué quería ser cuando fuera grande. La respuesta de Eugenia fue: “Quiero ser sirvienta como Korea”.
«Furibunda, sin el consentimiento y a espaldas de mi hermana, mamá despidió a Korea. La chantajeó con que se fuera de la casa o contactaría a sus amigos en las altas esferas del Gobierno para que le quitaran a Yocasta y la devolvieran a Santo Domingo.
«Al año siguiente, María Eugenia expiró abrazada a Cristina y a mamá, víctima de una infección incurable. De ahí en adelante, la alegría en la casa de la familia Leal hizo mutis. Mamá vistió de negro y no se la vio más en ninguna actividad social.
«Cristina se abandonó a la congoja. Perdió la mente hasta no reconocer ni su sombra. Ignacio la internó en un sanatorio del que no salió jamás. Comenzó a tener experiencias en las que aparecían cristales en las manos ante la supuesta presencia del espíritu de Eugenia. Nadie en el sanatorio pudo explicar la aparición de los cristalitos en el piso, en las manos ni en las mejillas de Cristina. Ni tampoco por qué dejaron de aparecer cuando comenzaron a escucharse conversaciones alegres en la habitación de la hija de Doña María Iluminada Marcé Vda. de Leal. Solamente Cristina vio el ángel nocturno que la acompañó hasta su amanecer. Jamás comprendió que fue mi madre la que la sostuvo en la vida y lo hará ahora por siempre. Antier murió mi hermana; ayer, mi madre. Que por fin descansen en paz. Oremos. Dios te salve María...».
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