sábado, 27 de agosto de 2011

Un instante de pasión, una vida de verdad

Cegar mis ojos quisiera y en la oscuridad buscarte.

Lacrar mi boca quisiera y dentro de mí hablarte, hablarte.

Tapiar mis oídos quisiera y en el silencio escucharte.
Cerrar mis manos quisiera y con mis puños destruirlo todo, todo.

Cegar, lacrar, tapiar, cerrar todo esto quisiera para saber mi verdad.

Mi verdad, Camilo Sesto
Little did we know
Where the road would lead
Here we are a million miles away from the past
Travelin' so fast now
There's no turning back
If our sweet April dream doesn't last
Are we just April fools
Who can't see all the danger around us
If we're just April fools
I don't care, we'll find our way somehow
No need to be afraid
True love has found us now
 The April Fools, Dionne Warwick

«¿Por qué tú hablas como las nenas?» No sé qué propició que me acordara nuevamente de la pregunta que me hiciera la hija de la beautician del barrio. Me bañó otra vez la vergüenza que me produjo aquel comentario hiriente, indiscreto e imprudente, pero inocente y tan veraz. Reviví el tormento cuando me di cuenta de que no tenía amigos leales; de la jauría de hipócritas que se mofaban a mis espaldas diciendo que era diferente o lo que me ofende repetir. Yo no era de esa manera. Ya; no iba a dejar que ese pasado, penoso, doloroso y angustioso arruinara la noche inolvidable que me esperaba.
No podía creer que había bajado cincuenta y seis libras y un cuarto. Me miraba en el espejo de cuerpo entero detrás de la puerta del baño, y aún no podía reconocer la imagen que reflejaba. Era otro. Me gustaba en extremo lo que veía. El hip hugger blanco apretado y a la cadera me lucía muy bien. Por primera vez estaba delgado. Hubiera sido bueno si las nalguitas hubieran sido más protuberantes para verme más sexy. Me había puesto una camisa de cuadros en tonalidades de marrón con las mangas enrolladas hasta los codos y ajustada, dejando el pecho al descubierto para que resaltara el crucifijo que llevaba en la cadena. Me acerqué al espejo en busca de algún vello facial. ¡Maldita sea, qué castigo! Todavía no había rastro de nada y ello me mortificaba. Se suponía que ya a los veintiún años tuviera algo de pelo facial. Ansiaba tener barba, y poder dejarme un bigote abultado o unas patillas espesas como las de Gustavo; lo hacían ver tan atractivo, tan varonil.
Me aclaré la garganta y practiqué de nuevo bajar el registro engolando la voz:
—Nos vemos, Rafael. Jum, jum; adiós, guapo. Rafa, Rafy, Rafaaa —le decía al espejo al mismo tiempo que coqueteaba conmigo guiñándome un ojo.
Me despedí de mami. Le dije que iba a un get-together en casa de Gustavo; que no me esperara. Agarré la botella de vino, la bolsa con lo que haría la ensalada, tiré la puerta y salí.
Conocí a Gustavo en una clase de psicología que tomamos juntos durante mi tercer año de universidad. Era un tipo simpático, esbelto, cariñoso, desprendido, despistado y muy vivaracho. Gustavo me hacía reír y su risa era muy contagiosa. Éramos tan iguales y tan diferentes. Yo provenía del arrabal, y Gustavo de la clase media alta. Yo tenía el pelo castaño oscuro rizo; y él, cobrizo lacio. Yo había estudiado en un colegio católico y él, en uno secular, pero en los dos bullía la misma malquerencia hacia la iglesia católica. Ambos trabajábamos para costearnos los estudios. Había un amor fraternal porque éramos hijos únicos de madres viudas, aunque percibía que resentía que yo fuese más inteligente que él. Nos unían el cine de Fellini, Pasolini y Buñuel, las obras de Tennessee Williams, la lírica de Gustavo Adolfo Bécquer, la música de Abba, Barbra Streisand, Edith Piaf y de Joan Manuel Serrat. Él conocía todo de mí; yo de él, apenas nada.

Aquella noche se sentía húmeda y cálida. Las muchachas llegaron puntuales al apartamento de Gustavo. Marisa, su novia, había horneado la lasaña y los amarillitos en almíbar que la destacaban como una cocinera estupenda. Penélope, la mía, llevó un pie relleno de crema de limón cubierto de merengue tostado. Yo, en cambio, pendiente de que mi nueva figura no se echara a perder, llevé la ensalada. Gustavo se encargó del pan con ajo. Al rato de haber cenado, Gustavo y Marisa se retiraron a la recámara.
Con la luz apagada y terminando el vino que nos quedaba en las copas, Penélope y yo permanecimos en la sala escuchando el LP de Dionne Warwick que incluía nuestro tema, The April Fools. Había una inmensa luna llena y luminosa, cuyo destello entraba por la puerta del balcón y nos iluminaba los rostros. Lo demás era penumbra. El butacón resultaba estrecho para acomodarnos a ambos, pero ninguno se quejó porque uno estaba abrazado al otro y eso bastaba.
In an April dream, once you came to me… La música se hacía cómplice de aquel apasionado intercambio de emociones tan excelso. Little did we know where the road would lead… Su boca arropaba la mía cuando me besaba. Las respiraciones se acortaban. Ella estaba lista; yo, no. Are we just April fools who can't see all the danger around us… A cada rato, interrumpía la lujuria poniéndome de pie y dando una vuelta alrededor de la mesa de té. If we're just April fools I don't care... Me frotaba el pelo y respiraba profundo; me sentía indeciso y atribulado; persistía el dilema. We'll find our way somehow… Ella me preguntaba si no la amaba. No need to be afraid… Me arrodillaba frente a ella como si le pidiera perdón, y besaba sus manos asegurándole que no había más mundo para mí que ella. Me acariciaba la frente y jugaba con mi pelo y, al unísono, volvíamos a entregarnos al frenesí. True love has found us now.
Me atormentaba un pensamiento: no dejar que el instinto me arrastrara por un camino que no tuviera marcha atrás y me arrepintiera toda la vida. Tenía que estar totalmente seguro de mí, pero la exaltación me enervaba el juicio cada vez más. Me enredaba en la verdad; aun así, seguíamos descubriéndonos entre besos, ternezas y caricias. El resuello apresuraba y la cordura disminuía, las manos se entrelazaban y se apretaban; se soltaban tratando de descubrir nuestros cuerpos. Menguaba el juicio; aumentaba la tribulación mental. No quería; sí quería. Este era yo, espontáneo, atrevido. Ansiaba darme, amarla sin consecuencias, con toda la veracidad y virilidad que había en mí en ese instante. ¿Y si le hacía daño? No, era mi vida, parte de mi alma. Me dejé arrastrar por lo animal. No importó nada más; sólo ella. Pesó compenetrarnos, rendirnos y hacernos uno. Llenarme, llenarla. Amarla, sí; idolatrarla hasta la inconciencia, obsesionarme hasta perderme en ella. Bloqueé la razón, y me abalancé sobre ella, poseído. Comencé a desabotonarle la blusa. Sus castos pechos resplandecieron contra la luz natural y me hundí en ellos.
En el momento preciso de mi entrega, escuché el violento portazo de la puerta de la recámara. Marisa salió del cuarto desgreñada, arreglándose la blusa y decidida a marcharse. Le advirtió a Penélope que era hora de partir porque Gustavo se encontraba como fiera en celo y era evidente el resultado desastroso que tendría todo aquello. Nadie se opuso. Penélope se levantó para componerse, y yo recobré la cordura. Nos dimos un beso menos apasionado, nos reiteramos cuánto nos venerábamos, y quedamos en vernos al otro día.
Las acompañamos hasta el ascensor. Despedí a Penélope con otro beso, interrumpido por la puerta del elevador. Gustavo y yo regresamos al apartamento. Tan pronto él cerró la puerta, se allegó hasta mí, me apretó la cara con las dos manos y me besó con furia a la vez que me pegaba contra la pared. Traté de frenarle, pero era inevitable. Entre lo inesperado, el asombro, un extraño deseo y su magnetismo, no pude resistirme. Aquél intenso beso agridulce y aquellas manos que comenzaron a abrazarme apasionadamente, me arrancaban el velo que había nublado mi realidad. La cruda verdad se desnudaba ante mí de manera innegable, y no quise rehuirla más. Correspondí.
Fue durante aquel preludio anónimo, en plena oscuridad, envueltos en un delirio desenfrenado y en total correspondencia, que las pieles de ambos se llevaron bien mientras la luna se quedaba sola. Esa noche que lloré en silencio haberle sido infiel a la única mujer que he amado en mi vida, se disiparon todas las indecisiones. Al mismo ritmo que me preparaba para mi destierro amargo e inmutable, el reflejo mustio de la luna sobre el vidrio de la mesa de centro se difuminaba para dar paso al comienzo de un nuevo día.

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