miércoles, 11 de mayo de 2011

Con un coctel

I am what I am
and what I am needs no excuses.
I deal my own deck
sometimes the ace, sometimes the deuces.
There's one life, and there's no return and no deposit;
one life, so it's time to open up your closet.
Life's not worth a damn 'til you can say,
"Hey world, I am what I am!"
La Cage Aux Folles

Le visité tan pronto me enteré que había salido del hospital. El cuidador me abrió el portón de la marquesina de la casa de Villa Palmeras para conducirme por la misma sala que había recorrido tantas veces. La casa despedía un olor a humedad y a viejo. Se veía maltrecha; había perdido todo el lustre y majestuosidad de cuando vivía doña Concha, la madre de mi amigo. El techo destacaba los murales esbozados por la filtración continua. Todavía colgaba la que fuera una imponente lámpara de araña en bronce de cuyos brazos colgaron innumerables lágrimas en cristal y que, durante momentos mejores, resplandeció la habitación. Los colores en las cortinas estaban mareados; las paredes, manchadas. La tapicería de los muebles se veía gastada, y algunas butacas mostraban la tela rajada dejando al descubierto el relleno de algodón amarillento. Las losetas de terrazo integral mostraban los embates del exceso de cloro; estaban porosas, y a una que otra la adornaba una cucaracha muerta. Allí sólo se deleitaban las moscas.
La alcoba de Bart se encontraba en la parte trasera. Cuando asomé sigilosamente la cara por la puerta, me sorprendí de verle aún con la abrazadera plástica que le arropaba toda la espalda y el pecho. Debía continuar totalmente inmóvil o, de lo contrario, se estropearía la operación de la columna. Lo observé más delgado que la última vez que compartí con él en el hospital antes de la operación, pero se notaba sobrio. Vi que se había afeitado el frondoso bigote y patillas que llevó por años. Las raíces blancas cobraban prominencia por la falta de tinte y resaltaban todavía más las puntas de la abultada cabellera color negro degradado. Aun así, irradiaba la coquetería natural que le caracterizaba y quedaban rastros de lo majo que había sido. Se encontraba leyendo el libro Lo que sé de mí de Shirley MacLaine que le había regalado años atrás. Sobre la mesita de noche tenía un ejemplar de Alcohólicos Anónimos.
—¿Qué cuenta el enfermo?
Levantó la cabeza y, mostrando su amplia sonrisa a la vez que dejaba caer el libro y levantaba los brazos, comenzó a abanicar las inmensas manos para decirme con su voz barítona, pero vivaracha:
—¡Agustín, qué sorpresa! Llegó quien me faltaba, mi canario favorito. Daaarling, ven acá. Dame un abrazo y siéntate a mi lado; vente, vamos a conversar. Aquí —decía mientras palmoteaba el colchón—. Ya. Pues, fíjate, la operación fue todo un éxito. Dentro de seis meses podré encaramarme en la carrozza para corretear otra vez por las barras y darme mis caiditas —y dijimos simultáneamente—, con un coctel.
Las caiditas —producto de las borracheras—, los cócteles y la famosa carrozza con su fragancia perenne a licor y a cigarrillo me hicieron reír al acordarme de tanta locura vivida. Qué recuerdos. Lo que él no sabía era que la carrozza, el Ford Granada Ghia que había tenido por años ­­­­­­­­­­­­­—el que había servido de transportación colectiva por ser el coche más espacioso y que nos llevaba ritualmente a las discotecas—, solo servía para chatarra luego del aparatoso accidente producto de su juerga más reciente. Bart no caminaría más después de la operación, pero no creo que él fuera consciente de ello. Había vivido enajenado de la realidad y más allá de sus medios económicos. Primero fue la ruina moral, después la quiebra económica y ahora la física.
Hacía veinte años que conocía a Bart. Fue Caridad, una compañera en la agencia de publicidad donde trabajaba, quien nos presentó. Mi profesión y un problema que tuve con mi familia, me obligaron a emigrar de Tenerife. Por su parte, Bart estaba recién llegado del estado de Tejas luego de haber terminado una desastrosa relación con uno de los macho men casados con los que se enredaba constantemente. Su nombre de pila era Bartolomé, pero lo acortó porque detestaba el nombre de su padre y porque entendía que no tenía ningún caché. El día que nos conocimos, me pareció presenciar una representación mal actuada de una tragedia griega. Caridad le acogía en su pecho y Bart gemía desconsolado.
—No puedo, Caridad, no puedo. Lo amo, pero el canalla me dejó por su mujer. Lo odio.
Recuerdo que todos nos miramos estupefactos y lo único que pudimos hacer fue reírnos a carcajadas.
—No se rían, mi caso es grave —nos decía mientras empinaba el brazo para beber un poco del Chivas Regal Reserva que tenía en el vaso de highball—. No quiero vivir. Me quiero morir. No puedo vivir sin él —enseguida se compuso; me miró con su expresión tipo dama de las camelias, se acicaló el pelo y me preguntó—: ¿Y para adónde nos lanzamos esta noche?
La víspera del Día de Reyes de no sé qué año, pero un año después de haberme mudado del piso que Bart había comprado en el condominio Ocean Tower de Isla Verde, recibí una llamada a las dos de la madrugada. Al levantar el auricular, escuché:
—Agustín —sollozaba la voz—.
—Bart, más vale que tengas una buena…
—¡John está muerto! Sabía que algo así iba a pasar; soñé con las moscas otra vez.
—¿John, moscas? ¿Pero quién coño es John?
—John, mi alma gemela.
—¿Pero otra más, tío? ¿Qué sucedió ahora?
—Soñé con las moscas otra vez. Me invadían la casa y...
—Olvídate de las moscas. John, ¿qué pasó con John?
—No sé. Parece que se resbaló en la cocina y se dio contra la lavadora. Yo estaba en el cuarto preparándome para dormir —me lloraba—. Oí un estruendo y, cuando salí, me lo encontré tirado en el piso. Lo toqué y no se mueve. Hay sangre. Sabes que no puedo ver sangre; ven, por favor. Ayúdame. ¡Ay, Dios mío, lo sabía... las moscas!
Colgué y me vestí con lo que encontré. Agarré las llaves del coche y bajé las escaleras lo más rápido que pude. El perro de la casera me vio, pero acostumbrado a verme salir y a entrar a altas horas ni siquiera ladró. Llegué a Isla Verde en menos de veinte minutos. Llamé por el intercom y Bart me dio acceso.
Cuando salí del elevador en el noveno piso, el eco de la música me guió hasta el apartamento. La puerta estaba abierta y me detuve en el umbral. Observé que todas las luces estaban encendidas y en el tocadiscos Shirley Bassey gritaba: «This is my life, and I don´t give a damn for lost emotions…». Noté que la prominente serigrafía de Rodón, Las manos de Alicia Alonso, yacía encima del sofá; estaba toda rayada y con el vidrio hecho añicos. Sobre la mesa del comedor había dos moldes tamaño familiar con los residuos de lo que fueran paellas marineras, rodeados de botellones vacíos de ginebra junto a tres botellas de cava Dom Pérignon Brut hasta la mitad. Un cenicero desbordante de colillas y tal vez otras cosas completaba la escena. Cuando iba a entrar, Bart salió de la nada y se me cuelga del cuello.
—La camisa que le compré. Tiene la camisa ensangrentada. Ha muerto John; ha muerto el amor de mi vida.
—Eso lo quiero ver —lo eché hacia un lado y me dirigí a apagar la música.
—Está tirado en la cocina —se me acercó otra vez—. La camisa que se estrenó hoy, la que yo le compré para su…
Pasé a la cocina y allí estaba: un trigueño corpulento, tirado boca arriba, vestido completamente de blanco y con una mancha roja sobre el labio inferior y en el cuello de la camisa. Le toqué el pecho y palpé que se movía. Al pegarme a la cara, el tufo a alcohol provocó náuseas en mí y me irrité. Toqué la supuesta sangre y, por lo espesa, concluí que era Ketchup.
—John —le llamé—. John, despierta —enseguida le propiné par de hostias, digo, cachetadas—. ¡Oye!, que te despiertes, joder. ¿Pero es que no me oyes, borracho de mierda?
—¿Ah? ¿Qué carajo pasa contigo, mamao? —balbució medio aturdido.
—Me cago en la puta madre. BARTOLOMÉ, este tío lo que tiene es una borrachera asquerosa. No me llames más para estas pendejadas. Si te emborrachas y tienes problemas con la escoria que te juntas, a mí no me llames ni cuentes conmigo. ¿Me oyes? Estoy harto de rescatarte de todos los jaleos en que te metes. Se acabó; de ahora en adelante, te las arreglas como puedas. No puedo, chato, no puedo más —sin mirarle, salí del apartamento.
Para el tiempo que compartió su piso —digo— apartamento conmigo, Bart obtuvo la posición de director de contabilidad en el área de Banquetes en uno de los hoteles más prestigiosos de San Juan. Parecía estar estable porque llevaba tres meses en un tórrido romance con un adonis italoamericano —mucho más joven que él—, al que habían transferido recientemente de los Estados Unidos para hacerlo gerente de operaciones del hotel. Al comienzo del cuarto mes, el chico se hartó de la borrachera continua, le salió lo de napolitano y terminó la relación. Bart, devastado al haber perdido a su príncipe azul o su gay charming —como decía, se dedicó a llegar a las cuatro de la madrugada a la oficina para dejar todos los asuntos resueltos antes de las doce del mediodía. Una hora más tarde, se le encontraba sentado en una silla del comedor de su casa, acariciando el vaso Tupperware, tamaño heroico, desbordante de Vodka Calvert.
Durante el mismo intervalo, falleció su padre. De acuerdo con el testamento, Bart pasó a ser el albacea del capital que había amasado su padre como prestamista. De ahí en adelante, comenzaron los festejos y celebraciones a granel costeadas por Bart. Hasta los pekineses de los mancebos militares que vivían en el apartamento de esquina —a quienes apodamos las wacas encubiertas— tuvieron su cotillón. Los bacanales se convirtieron en rutina casi diaria. (Digo casi diaria porque los lunes Bart «invernaba».) La conga de gente de apariencia sospechosa que entraba y salía del apartamento comenzó a molestar y a preocupar a los vecinos. Le siguieron las madrugadas continuas por la playa y las rondas en la carrozza por el residencial Lloréns Torres en busca del amor esquivo y de cocaína. Poco a poco desaparecieron los enseres eléctricos, los ordenadores, el piano, la porcelana Lladró, las joyas de la familia y los amigos como yo.
Aquél numerito no lo podía seguir nadie. Apenas se dormía una noche completa. Lo que precipitó mi decisión de salir del aquel manicomio y distanciarme de Bart fue el agrio incidente la noche en que dos oficiales de la Policía me tomaron por uno de los narcómanos que merodeaba la residencia y me arrestaron cuando salía del condominio. Luego de un extenso interrogatorio, la policía concluyó que no era un traficante; todo había sido un malentendido. En el mismo cuartel de Lloréns Torres, me juré que jamás regresaría a casa de mi amigo; y así fue.
Por medio de Caridad, me enteraba del deterioro de Bart. Su dependencia alcohólica incrementó a tal grado que, en menos de dos años, ya había despilfarrado $2.5 millones. Había perdido el piso en Isla Verde por falta de pago y el trabajo en el hotel como consecuencia de los descuadres y las ausencias continuas. Se había visto obligado a regresar a vivir con su madre, a quien le hipotecó la casa, le malgastó la pasta que quedaba de herencia, y ambos terminaron viviendo del Seguro Social de ella, de Rehabilitación Vocacional, y de los cupones. Cuando se evaporó el dinero; se esfumaron los amantes nocturnos, el perico y los porros, pero aparecía para alcohol. Se acabaron los festejos, pero no el alcohol. Se deterioró la salud. Nadie le visitó más hasta la muerte de doña Concha.
El velatorio se celebró en la Funeraria Puerto Rico Memorial y fue memorable. Caridad y yo llamamos a las wacas encubiertas y acordamos ir juntos a acompañar a nuestro amigo en su momento de dolor. Al entrar por la puerta de la funeraria, Bart apareció vestido de negro de pie a cabeza, algo apurado y nos dice:
—Ay, gracias por venir. Y en especial a ti, Agustín. Siéntanse como en su casa. Vengo enseguida.
Todos nos miramos y dedujimos hacia adónde se dirigía por todas las escapadas que sucedieron mientras estuvimos allí. Cerca de la funeraria, había una barra en la que se metía a subir el nivel de alcohol y armarse de valor para lidiar con todo el montaje funerario.
Daaarling, no se queden acá afuera. Tenemos café y hors d’ouvres en la kitchenette. Pasen a la capilla para que vean lo bonita que está la caja y lo bien que arreglaron a mami. Yo probé la caja para asegurarme de que iba a estar cómoda. Fíjate, me hicieron precio; sólo financié catorce mil dólares. Ustedes disculpen que no los pueda atender como se merecen —nos decía abanicando las inmensas manos—, pero comprendan mi situación. Vengo enseguida.
Caridad, quien le conocía desde la infancia, nos comentó:
—Ese es el resultado de parir un feto que estuvo en el vientre de una cuarentona primeriza faltándole cuatro días para cumplirse el año. Tan fácil que hubiera sido si Concha lo hubiera abortado. Le dije a ella y al viejo que no pusieran de albacea a este demente irresponsable, pero no me hicieron caso. Si esto lo pasan en el cine, hasta las butacas lloran. Pero esto lo arreglo yo ya mismo. Este me va a escuchar. Bartolomé, ven acá…
Luego de la hospitalización, todos regresamos a visitarle más a menudo. Uno le llevaba dulces y otro le traía una cantidad ínfima de dinero para que comprara sus cigarros. Nos turnábamos para ir a la casa y cooperábamos con la limpieza y los gastos del hogar. A veces, alguien le dejaba una comprilla en la alacena. Poco a poco, todos volvimos a formar parte de su vida. A pesar de toda la locura, incidentes y malos ratos, me apenó ver a un tío que tuvo todo lo que quiso y lo perdió por el desenfreno con la bebida y su ilusión de encontrar el amor perfecto o su gay azul. Tal vez Dios, Jehová o quien fuese dio más peso al buen corazón de Bart. Parecía un acto milagroso la gran suerte que tuvo de no contagiarse ni con SIDA ni con hepatitis durante todos estos años. Aunque se veía maltratado, irradiaba paz al fin.
Rememoramos gran parte de las aventuras. Nos reímos de las tragedias, los amores no correspondidos y las infatuaciones mal habidas hasta que me levanté para despedirme. Le abracé con fuerza sin saber que sería la última vez que lo haría.
—Me marcho, Bartolomé.
—¡Agustín! Bartolomé, jamás. Bart, daaarling, Bart.
—Siempre te he querido y lo sabes. Me alegra mucho verte bien. Cuídate. Nos hablamos mañana.
—Fíjate —me guiñó a la vez que se frotaba la barbilla con la mano derecha—, si me hubiera quedado contigo, tal vez estuviéramos juntos todavía.
—Lo dudo —le dije con la voz quebrada a la vez que le besaba la mejilla y le daba el abrazo final.
Me despedía de un gran amigo y hermano, pero un mal amante. Mi compañero de farras moriría esa noche de un paro cardíaco a las once, a la hora exacta en que llegábamos en la carrozza y entrábamos a las discotecas, alborotados, flamantes y triunfales con un coctel.

domingo, 8 de mayo de 2011

No son los regalos

Hoy se celebra el Día de las madres. Yo lo llamaría el Día de la esclava. Por años, en este día, los familiones lo dedican a visitar a la madre. La doña tiene que limpiar la casa para que esté irmaculada cuando vengan los hijos. Tiene que preparar la comida porque no se pueden ir sin comer. Los hijos e hijas de la gran madre le traen los regalos: la olla de presión, la lavadora, la plancha nueva, el juego de ollas. En síntesis, la doña termina explotá y loca porque se vayan los hijos, las hijas, los yernos, las nueras, los nietos, las nietas y hasta algún que otro biznieto.
El caso con mi madre es diferente. Mi madre no tiene que cocinar. El regalo más maravilloso y que me lo agradece hasta abril del próximo año es que la lleve a su pueblo natal: Jayuya.
Eso hicimos ayer. Luego de entregarle los regalos, porque no creo en días específicos para celebrar, se encaramó como la Reina de Saba en la guagua —gafas oscuras y todo— y partimos rumbo a Ponce. Ya frente a las letras funestas —con complejo de H-O-L-L-Y-W-O-O-D ponceño que nos asustan al llegar—, nos desviamos hacia Adjuntas. Como la vez anterior, nos perdimos y fuimos a dar a la carretera vieja de Adjuntas. Preguntamos, nos orientaron y viramos. Ajá. Regresamos a la carretera 10. Estábamos en ruta nuevamente. La vez pasada nos perdimos también y fuimos a tener a un restaurante rústico al principio de otro desvío al final de la carretera 10. Esta vez, nos perdimos a propósito con idea de almorzar allí.
Mi madre quedó fascinada porque el muchachito dizque la reconoció. Le dije: «Mami, de quien se acordó fue de los dos mastodontes que te acompañan. Somos los inolvidables». «No, no; se acordó de mí». Bueno, pues si quieres creerlo…
Allí estudiamos las vitrinas con la comida y pedimos un plato de arroz con gandules, pernil picadito y viandas que nos costó sólo cinco dólares el plato. Mi madre pidió un dulce de lechosa (dulce de papaya) y se llevó un poco más. Tomamos refrescos y la cuenta no llegó ni a $25.00. You-know-who estaba que se reía sola.
Pasadas las 12:00 nos despedimos de los dueños del local. Mi madre le echó muchas bendiciones. Viramos y salimos a la carretera para buscar y doblar por la entrada que dice Jayuya - Barranquitas. No fue buena idea haber almorzado antes para entrar en las curvas que nos conducen a Jayuya, pero sobrevivimos. Visitamos primero al primo que se nos quedó la vez anterior.
Como toda la familia es diabética se me ocurrió ir a Sam’s tempranito en la madrugada y comprarle a cada primo una caja tamaño heroico de Splenda. Todos tienen problemas con el azúcar. Si les llevo dulce, como que no. Cualquier otro comestible le sube al azúcar. ¿Qué cosa se le puede regalar que sugiera que uno se preocupa por la salud de ellos? Pues el Splenda. Lo agradecieron muchísimo.
La otra idea que tenía era pasar por la Hacienda San Pedro, la torrefactora que produce el cafecito artesanal llamado La Finca. Pues para allá nos dirigimos. La molienda está prácticamente en la misma ruta que el Parador Gripiñas, en el barrio Coabey un poco después de La piedra escrita,. El lugar está venido a menos, pero con una estructura muy interesante. A lo lejos, escuchamos un barullo de sonido que provenía de un lugar en un segundo piso. Era el restaurante que estaba repleto de visitantes que llegaron en un autobús tipo AMA. Preguntamos y nos dijeron que, para comprar café había que seguir derecho hasta la parte de atrás.
La tiendita me encantó. Tenía sus sillitas en metal tipo café europeo. El techo del caserón en madera rústica te arropa cuando entras. Tiene una especie de balcón para los que quieran sentarse en lo alto. Las máquinas para colar café eran de última generación. Me sorprendió el que nos atendió porque tenía acento mexicano.
—¿De dónde eres? —pregunté.
—Vengo de California. Mi madre es puertorriqueña y mi padre mexicano.
—¿Y qué te dio con venir para acá?
—Nada. Me cansé de tener que viajar tanto para llegar a los sitios. Aquí lo tengo todo cerquita.
—¿Y te acostumbras?
—Me acostumbro y me encanta.
Luego de tomarnos el café con espumita y capuchino y de apertrecharnos todas las clases de caféseses que se nos antojaron —el café más claro, el más robusto—, salimos locos de contentos con nuestro cargamento para la ciudad.
Mi madre no paraba de dar gracias «a Dios y a la Virgen» por un viaje tan maravilloso. Descubrió que el marido de la sobrina habla más que ella. Llegamos a San Juan a las 7:00 de la noche con una mujer nueva. Mi madre. Le monté el abanico que le regalé —porque tiene acondicionador de aire y no lo usa— y nos despedimos. Me reafirmo que no es cuestión de regalos.

martes, 3 de mayo de 2011

La carrera

Cuando salió de la inconsciencia, Graciela sintió la humedad en la espalda. Se percató de que estaba tirada sobre el piso mojado y de que no podía pararse. Estaba mareada y tenía las manos y los pies atados. Le dolía la cabeza. «¿Dónde estoy?», pensó. Se aterrorizó.
Para tranquilizarse y reafirmarse de que no había pasado nada malo, trató de recordar a la gitana que se le acercó en la estación del tren; en la felicidad que sintió cuando la quiromántica propuso leerle la mano gratuitamente porque se parecía a su nieta.
—¡Claro que sí! Dígame, dígame. ¿Seré campeona de pista y campo? ¿Saldré de La Perla al fin? ¿Viviré en una mansión y tendré un BM? ¿Me voy a casar con un Marc Anthony que me convierta en su Yeilou? ¿Tendré muchos chavos? Dígame que ve medallas de oro en mi futuro.
—Espérate, mi niña. Vamos a ver —la vieja agarró la mano izquierda de la joven y comenzó con la lectura:
—Tienes mucha chispa y veo que eres muy ambiciosa. Quieres llegar lejos. Ajá. ¿Ves estas líneas aquí? —Graciela asintió—. Estas son tus aspiraciones; las tienes bien definidas. Oye, consigues lo que te propones. Este montecito con muchas rayas significa que has llorado mucho y eres infeliz en ocasiones. ¡Uy!, tienes un carácter fuerte y eres bien rencorosa —la adivinadora le cerró la mano hasta hacerle un puño y palpó con sus dedos una línea vertical en el montículo lateral de la palma y continuó—: ¿Ves esa rayita sola aquí? Significa que vas a tener una hija.
—Pues no, porque yo voy a ser una atleta y punto. Los hijos son una carga y nunca me han gustado.
—Pero yo veo que vas a tener una hija.
—Le digo que no; cambie el tema.
—Lo que me está raro es que la línea de la vida esté partida en dos puntos —la gitana se sobresaltó, se llevó la mano a la boca y articuló—: ¡Oh! Ten cuidado, mi niña; veo sangre en tu futuro y…
—¡Ay!, me tengo que ir. Llegó el tren y, si se me va, llego tarde a la universidad. Es mi primer día de clases. Adiós —corrió hacia el tren, pero se viró jubilosa y gritó—: ¡Gracias! Ya verá lo famosa que voy a ser.
«La gitana me lo iba a decir. Ella lo vio. Y yo tan bruta, como siempre, pensando en pajaritos preña’os no la dejé. Si me hubiera quedado un ratito más; si no hubiera salido corriendo como las locas. La maldita prisa. Debí haber esperado el próximo tren. Que estúpida soy; me lo iba a decir y seguí pa’ la universidad. Es mi culpa, me lo busqué; bueno que me pase. Que no, que no es mi culpa. Eso no importa ahora. Tengo que ver cómo salgo de aquí. Si supiera dónde rayos estoy.»
Salió corriendo de la estación del tren hasta llegar a la universidad. Notó que estaba desolada. Quería llegar bien temprano a la cancha de pista y campo para correrla, conocerla bien, hacerla suya antes de entrar a clases. Ansiaba experimentar su rendimiento en esta cancha; si se sentiría tan libre como en las demás. Estaba entusiasmada y se reía sola porque había logrado la beca por deportes que había luchado por ella misma. Ya veía su foto en los periódicos, con los brazos en alto y las manos repletas de medallas; debajo, el titular que leería «Graciela, la Gacela, primer oro en las Olimpiadas».
Su abuela, cuando estaba sobria, la felicitaba porque vivía ilusionada de que, a diferencia de las demás nietas que había criado, Graciela no terminaría vistiendo el uniforme correccional. Esta sería la profesional de la familia.
—Tienes que aprovechar bien esta oportunidad, Chela. La vida te da una sola —le decía cuando le peinaba la sedosa cabellera negra para hacerle la trenza que luego enroscaba en un moño—. El entrenador está contentísimo contigo porque dice que ve muchas posibilidades; que le recuerdas a Javier Culson cuando comenzaba. Jamás olvides lo que pasó con tus hermanas por no estudiar ni hacerme caso. Es más en mi ejemplo: que dejé la universidad para parir muchachos. Chela, sabes que lo que te digo siempre te sale. No quiero lo mismo para ti. Tú eres diferente. Ni la cárcel ni las drogas son para ti, mi'jita. Tú vales más. Vas a s a salir de La Perla, ya vas a ver. Recuerda que tu carrera viene primero. Tu carrera tiene que ser primero.
De camino a la cancha, no notó que la seguían. No se percató de que alguien se le acercaba. Un brazo robusto le agarró por el cuello y la asió contra un cuerpo fornido y sudado. Trató de zafarse, forcejeó, pero el agarre no cedía. Sólo sintió el golpe que la cabeza dio contra la pared y no supo más.

Miró a su alrededor y notó que estaba en un cuarto pequeño y sombrío. Por las ventanas, aunque estaban cerradas, se colaban los destellos de luz que alumbraban el polvo que se suspendía en aquel espacio desconocido. Sólo había trapeadores sucios, escobas y cubos y un fuerte olor a agua estancada. De una percha improvisada colgaban unos vaqueros y una camisa floreteada manchada por el sudor. Al sentir que algo le picaba la pierna, levantó la cabeza y vio que tenía el pantalón rasgado y enfangado. Se alarmó más cuando notó que la cremallera estaba rota.
«¿Dónde me habrán metido?» Trató de zafarse, pero el cordón estaba bien atado a su espalda. «Papito Dios, ayúdame a salir de aquí. Esto es como una covacha, pero ¿de quién? Por lo menos sé que es de día. ¡Dios mío! Tengo que salir de aquí. Si hubiera algo con lo que pudiera cortar este cordón. Viene alguien. Déjame hacerme la dormida.»
Dejó el ojo derecho entreabierto y vio vagamente cuando la puerta del cuarto se abrió y apareció una silueta descamisada que se detuvo en el umbral. Por la corpulencia, supuso que podría ser la misma persona que la había agarrado y tirado contra la pared.
—Oye, nena. Despierta —le dijo mientras se le acercaba para la patearla por el costado derecho.
—¡Ay, bruto! ¿Dónde estoy?
El hombre no contestó. Graciela comenzó a revolverse en el piso tratando de soltarse. Al moverse sintió dolor en el sexo y aumentó su pavor. Aguantó el llanto, pero no le cupo duda de que la habían violado.
—¡Qué me has hecho, bestia! —preguntó con un tono desconocido.
—Eh, eh. Calladita y sin insultos, novillita.
El hombre se acercó y se paró frente a ella. Era un calvo barrigón que, por estar barbudo y mostrar una alfombra de canosos vellos rizos en el pecho, le provocó repugnancia. 
—¿Qué día es hoy? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Nada, llegaste esta mañana.
­«¿Esta mañana? Necesito salir de aquí. Tengo que ingeniármelas. ¿Pero qué puedo hacer? ¡Qué jodienda! Esto es busca’o. Es mi culpa; quién me manda a llegar tan temprano y no venir acompañada. Abuela me lo advirtió y no le quise hacer caso. A mí no me gusta andar con rabos. Cuando se entere, tendré que escuchar la cantaleta toda la vida: “Te lo dije, pero nunca me haces caso”. Y joderá y joderá. Graciela, concéntrate. Vamos a ver, ¿cómo te las arreglas para salir de aquí? Después briegas con todo lo demás. Lo importante ahora es zafarte o que te suelte. Sí, que me suelte. Pero y si hay alguien más. Pregunta, Graciela; pregunta»­.
—Has sido el bocadito más rico que me he comido en años —le interrumpió el pensamiento aspirando un seseo lascivo entre dientes mientras se frotaba la entrepierna. 
Se sintió sucia y un taco se formó en la garganta. «Me has jodido, pero no te voy a dar el gusto de verme llorar. Estuviste dentro de mí. Me manoseaste. Dios, no me dejes vomitar. O sí, si vomito tal vez me coge asco y... Tengo que pensar rápido. Quiero bañarme para sacarme la peste de ese tipo. Necesito bañarme… Que no me vuelva a tocar porque… Graciela, acá; pregunta, coño, pregunta».
—Que me digas dónde estoy. ¿Quién más me hizo esto? —se oyó decir.
—¿Para qué quieres saber? Estás conmigo y eso es lo que importa.
Se agachó y comenzó a manosearle las musculosas piernas largas. Ella pensó gritarle toda la inmundicia que pasaba por la mente, pero decidió que era más prudente callar y tratar de ganarse la confianza del secuestrador.
«Graciela, no la embarres. Mantente tranquila. Después te lamentas… Concéntrate en cómo sales de este lío. Tengo que pensar en algo rápido. No puedo dejar que este sucio se vaya, pero tampoco quiero que me vuelva a violar. Tengo que avanzar. Dios mío, ilumíname la mente. Si se me va…».
 Al ponerse de rodillas para intentar montarla, a Graciela se le ocurrió decir:
—Oye, espérate, estoy muy incómoda.
Enseguida la cara del individuo se llenó de sorpresa. Graciela respiró y continuó:
—Vamos a hacer una cosa. ¿Por qué no me sueltas y así te acomodas mejor encima de mí?
—¿Cómo es?
—Bueno, también quiero disfrutarlo. No todo puede ser para ti.
—¡Ah!, ¿sí? No sabía que te había gustado.
—Claro, no seas egoísta, papi.
—Pues ahora es que es. Pensé que no te dabas cuenta de lo que te hacía, bandidita —a la vez que volvía a aspirar el seseo—. Tiernecilla, qué rica.
—Así que has sido tú solamente.
—Yo solito. Yo me basto solo. Llámame Monchín. Vas a ver que ahora vamos a gozar más que horita porque estás despierta.
«Así que no hay nadie más. A este pendejo lo manejo yo. Vas a ver gordo de…»
—Puedo ver que tienes mucha experiencia, Monchín. Enséñame a disfrutarte, macharrán. Suéltame pa’ que veas.
—Seguro. Échate pa’cá, pa’ soltarte, condená. Cuando te suelte, tienes que hacer como que no quieres —dijo con gozo.
«Al fin. No te desesperes. No te… Cuando te suelte las piernas... Sí, sí; suéltame. Avanza, maldito. Graciela, calma; que no vaya a darse cuenta. Me jode la peste que tiene. Avanza con tus sucias manos y suéltame, coño. Eso es. Vamos, avanza; que avances.»
Graciela se puso de lado y Monchín le desató las manos para que pudiese acomodarse mejor sobre el piso. En lo que le soltaba los pies, ella tuvo extremo cuidado de mantener las manos abiertas y pegadas al piso para no levantar sospecha.
«Ya me soltó. ¿Ahora qué? ¿Qué le digo ahora? Dios mío, dirígeme. Tengo que conseguir que me ponga de pie. Eso, que me ponga de pie…»
Cuando pretendía ir sobre ella nuevamente, la joven le suplicó en tono urgente:
—Me estoy orinando; necesito ir al baño. Levántame porque estoy débil, apúrate.
—Pero… Aquí no hay baño. Te voy a levantar pa’ que te mees en aquel cubo, pero no te puedes sentar. Quiero verte mear pará —dijo mientras le rozaba la cara. Le provocó asco, pero asintió.
Monchín la agarró por los brazos y la levantó. Ella volvió a sentir deseos de vomitar cuando el vaho a alcohol le azotó la cara.
«Ya estoy de pie. Ahora es; ahora o nunca. Que salga el tiro por donde salga. Respira. Ahora.»
Sin pensarlo más, Graciela levantó las manos y azotó las orejas de Monchín. A la vez, subió la rodilla con toda la fuerza que tuvo y le pegó en los genitales. Monchín se dobló y aulló de dolor. Volvió a levantar la rodilla y le pegó más fuerte en la cara para que la cabeza diera contra la pared y perdiera el sentido. Se arrancó la ropa interior porque no dejaba subir el pantalón, y mecánicamente la guardó en el bolsillo. Enseguida buscó por dónde salir.
La puerta estaba abierta y huyó hacia la claridad. Tenía que avanzar antes de que el agresor volviera en sí. Corrió hacia una segunda puerta, rotó la perilla y la abrió. Salió despavorida sin saber adónde se dirigía. Mientras corría, vio que había estado en una casucha cerca de un estadio de pista y campo. Corría y corrían sus lágrimas. Le fue familiar aquel lugar.
«¡Esta es la universidad! Me violó en la misma universidad. Santo Dios, dime por dónde salgo. ¿Hacia dónde corro? Sácame de aquí.»
Corría, corría. En esta carrera se jugaba la vida. Salía de la pista y buscaba la calle. Tenía que avanzar. No podía parar. Tenía que seguir. No quería parar.
Llegó hasta la oficina de Seguridad que había visto cuando llegó, y entre jadeos le dijo al guardián:
—Señor, ayúdeme por favor. Me secuestraron. Me secuestraron y me violaron.
—Cálmate, niña —le dijo el oficial a la vez que agarraba la unidad portátil para llamar a sus superiores—. Mira, es Medina. Avísale a Guzmán que tengo a una muchacha que dice que la secuestraron y la violaron… —y virándose hacía ella inquirió—: ¿Cuándo fue que pasó todo esto?
—No sé. ¿Qué día es hoy?
—Lunes.
—Pues fue hoy mismo —se sentó al lado del guardia y no reprimió más.
—Hoy. ¿Qué hago? Esta muchachita está histérica —esperó la respuesta—. Muy bien, cómo no. Ajá, ajá; a que llegue la Policía y se haga cargo. Diez cuatro. Tranquilízate, mi’ja estás en buenas manos. No te va a pasar nada. Ya mismo llega la Policía. No llores, ya estás segura. Vamos, ya…

Seis meses más tarde, veía como el vientre seguía creciendo. En la visita al ginecólogo, se enteró que tanto ella como el feto estaban contagiados con SIDA. Se llenó de ira y de odio contra quien la había desflorado vilmente, contra quien había tronchado sus sueños.
La Policía había asignado el caso al agente Gutiérrez de la División de Delitos Sexuales. Para sorpresa de ella, el agente había demostrado gran interés en que se hiciera justicia y había asumido una actitud paternalista hacia ella. La llamaba casi a diario para informarle en qué estado se encontraba la investigación y para alentarla a que siguiera hacia delante; pero Monchín seguía libre.
La tarde que atravesaba la plaza de recreo de Río Piedras de camino hacia una tienda de zapatos donde pensaba solicitar empleo, Graciela avistó a Monchín. Estaba parado frente a una barra llamada El gustito, pegado a una cerveza Medalla y cargaba su panza sobre un pantalón vaquero tres tallas más pequeñas y carente de glúteos, con la misma camisa manchada por el sudor que recordaba haber visto en la covacha. El local estaba en dirección paralela al cuartel de la Policía. Al abrir el bolso para sacar su celular y llamar a Gutiérrez, recordó que se lo había dejado a la abuela para que coordinara algo con el Departamento de la familia. Luego de dudarlo un poco, se compuso y se dirigió a denunciarlo.
Llegó hasta el cuartel y le dijo al retén:
—Señor policía, necesito que arresten a mi violador.
El policía llamó de inmediato a dos compañeros después de que Graciela le relatara lo sucedido. Le dijeron que esperara allí, que ellos se encargarían de la situación. Minutos más tarde, traían a Monchín esposado para encerrarlo en una celda. Al verla, se rió y pasó la lengua por el labio superior, a la vez que le dijo mirándole la barriga:
—Ese no es mío; a mí no me lo achacas.
Luego de cuatro meses y habiéndose cumplido el vaticinio de parir una niña, Graciela tuvo que visitar el Centro Judicial de San Juan para testificar de todo lo sucedido. A Monchín le habían radicado cargos por violación y agresión, pero no por secuestro. Tuvo que someterse a las preguntas invasivas que le hizo el fiscal y luego el abogado del agresor. Tuvo que decir si se había acostado con alguien aunque no hubiera habido penetración; si en la casa se dejaba tocar de algún familiar; si se masturbaba, con cuánta frecuencia y con qué se masturbaba; si había consentido a tener penetración anal; si había tenido coito oro-genital; cuántas veces Monchín la había violado; de qué manera se vestía. Graciela sentía que con cada pregunta la volvían a desflorar. El juez escuchó toda la prueba testifical y pericial en contra de Monchín, pero, por tecnicismos relacionados con la devaluada prueba del ADN, no encontró causa probable para acusarlo de violación ni de agresión:
—Absuelto por falta de prueba. Pueden dejar al acusado en libertad —y dirigiéndose a Graciela añadió—: Lo lamento, dama, pero así es la justicia.
«Se lamenta ¿de qué? Justicia ¿de qué? Lo dejó libre. Salió libre. Y yo ¿qué? ¿Me inventé la barriga con SIDA que cargué por nueve meses? Me desgraciaron la vida y nadie tiene culpa. Y mis pesadillas donde vuelve a tocarme y a violarme todas las noches ¿qué? Estoy segura de que si fuera una de esas cabronas que viven en los walk-ups de Guaynabo City o en los condominios de lujo del Condado y tuviera un apellido de comemierda, lo hubieran metido preso y hubieran botado la llave. Pero como no tengo chavos y, peor aún, como vivo en La Perla, pues que me joda. Quién carajo se va a ocupar. No soy nadie ni tengo a nadie con influencias, ni ningún político que saque la cara por mí. Lo que tengo es una puñetera suerte y una cagona que no para de llorar y de joder.­»
Antes de que se lo llevaran, ella se le acercó y le dijo con voz queda que sólo él escuchó:
—Te vas a tragar la risita esa y te vas a comer la lengua, ya verás. Te lo juro.
El fallo judicial la transformó en una mujer insensible. Estaba convencida de que jamás saldría del arrabal o de la pocilga —como le llamaba—, pero alguien tenía que pagar. Ni siquiera la opción de que administrara el punto de drogas en el Bulevar del Valle le llamaba la atención en aquel momento.
—Mira, Chela, te vas a jaltar de chavos. Vitito te quiere a ti porque estás cool, ¿vite?
—No, no quiero. Quizá más después. Tengo que briegar con otras cosas primero.
Un pensamiento bullía en su mente, vengarse del violador y hacer justicia por ella misma. Ella no se quedaría de brazos cruzados. Se dedicó a investigar la rutina de Monchín. Se metió en todos los negocios con la foto que sacó a escondidas del expediente del policía Gutiérrez. Aprendió dónde vivía y dónde se metía. Sabía que era el chulo de una adicta, que se emborrachaba los fines de semana y que cenaba solo todos los días en un restaurante de comida rápida en Río Piedras. Se las cobraría; claro que sí, se las cobraría todas.
***
Esa noche, dijo a su abuela:
—Voy a bajar a la Iglesia San Francisco para oír la misa de 7:00. Vengo tarde; no me esperes.
La abuela, enajenada con tanto alcohol, jamás registró que los lunes por la noche no había misa de 7:00.
—Nena, sí; vete y pídele a Dios para que te dé paz, y ponga su mano poderosa para que ames a tu hija. Esa criatura inocente no tiene la culpa. El Señor no abandona a nadie que le pida con fe. Él es justo. Yo te acompañaría, pero tú sabes que no me siento bien, los achaques de vieja. De paso, tráeme otra cervecita de las que puse a enfriar en el friser. Es más, bájame las que me quedan que se me congelan. Chela…
Graciela no le hizo caso. Salió de la casucha corriendo por el zaguán que da a la calle Norzagaray. Le importó un bledo que la viera el conocido policía encubierto que observaba a lo lejos cualquier posible transacción ilegal. Se acercó al BMW con aros niquelados y metió la cara por la ventana delantera del lado del pasajero.
—Mingo, necesito que me hagas un favor. Llévame a Río Piedras y préstame tu cañón.
Mingo vio la hostilidad desconocida en el rostro de aquella mujer que llevaba una peluca rubia, y no se atrevió a preguntar nada; mucho menos contradecirla. Sintió temor. Se limitó a conducirla y la dejó en la esquina de la plaza donde mismo había divisado a Monchín; justo en el lugar donde decidió denunciarlo. Allí donde conectaba con la calle Ponce de León y en donde juró vengarse. Comenzó a caminar por el lado izquierdo de la acera hasta el negocio que estaba en la misma calle y cerca de la avenida Universidad. Entró, se llegó hasta el fondo y se sentó a esperar. Abrió la mochila para asegurarse de que el revólver estuviera cargado; la cerró y esperó paciente.
Quince minutos más tarde, apareció quien esperaba. El pie le comenzó a temblar mientras le clavaba los ojos; a la misma vez, dejaba caer los rizos rubios de la peluca sobre la cara para que no la reconociese. La respiración se le aceleró. Estaba impaciente.
«Cálmate. Ya falta poco.»
El calvo barbudo entró, pidió una hamburguesa y un refresco. Se sentó a comerla cerca de la salida, pendiente a la puerta como si esperara a alguien; igual que había hecho Graciela momentos antes. Entretenido con la comida, no se percató de que la muerte se le acercó por detrás. Solo sintió el cañón frío en la nuca y escuchó una voz áspera que le dijo:
         —¿Te acuerdas de mí, hijo de puta?