El título de mi escrito hay desmenuzarlo por partes, como dicen por ahí. Número uno, el mismo comienza con el verbo «ser» y no con «estar». El verbo «ser» denota una cualidad permanente, prácticamente intrínseca del ser humano; es decir, que no admite cambios porque se ha convertido en esencia.
No es lo mismo yo estoy asimilado, que yo soy un asimilado. El primer ejemplo denota cierta temporalidad en el asunto y deja entrever esperanza de recuperación si se quiere. El segundo denota que no hay marcha atrás. Visto de manera más sencilla y para que se comprenda que «ser» y «estar» tienen diferencias abismales, incluyo este ejemplo. No es lo mismo decir «eres un loco» que decir «estás loco». En el primero ya uno está frito. Ya no tiene remedio. En el segundo caso, uno está en una fase temporal. No es lo mismo decirle a una mujer «mami eres bien buena», a decirle «mami, estás bien buena». ¿Se va notando la diferencia? En el primer caso el cien por ciento de las veces, se obtendrá una reacción de aceptación; en el segundo, dependerá a quién se le haga el comentario.
En Puerto Rico, un ejemplo de cuán asimilados estamos es preguntarle a la gente: ¿eres casado?, o afirmar: Fulano es casado. Obviamente, tales aseveraciones son ejemplos de los errores que a diario comenten los angloparlantes al no entender la diferencia entre «ser» y «estar». Yo soy en San Juan. La gente se está olvidando del pobre verbo «estar». Mire, cuando la gente se casa, está casada. Sí, porque nadie sabe hasta cuándo durará el matrimonio.
En el asunto particular que nos ocupa, estuvimos asimilados y hemos pasado a ser asimilados. Como dije anteriormente, ya ser asimilados es parte de nuestras vidas. Lo triste --y nos lleva a la parte final del título-- es que desafiamos al que nos pregunte con ¿y qué?
La frase «¿y qué?», la veo como una expresión provocadora y retadora. ¿Y qué? Y qué te importa lo que sea. Y qué, tira pa’lante. En otras palabras, soy asimilado y a ti no tiene que importarte un comino (ponga la palabra que realmente va).
Nuestro sentido de opresión de tantos años y diatriba en contra de todo lo que sea o se asocie con insularismo o folklore, ha aumentado el cretinismo portorrisensis. Todo lo que nos huela a autóctono «es» asociado --ya no está-- a la cosa mala del independentismo, separatismo --huy-- y al cuco del comunismo. Amar la tierra que nos vio nacer es considerado un acto de burla y de pendejería social.
Nuestra poca estima como pueblo nos ha convertido marionetas de los capitalistas cubanos que llegaron en los 60 y que comenzaron a inculcarnos todos los temores y creencias que trajeron cuando abandonaron Cuba. Este grupo fue el que trajo a Puerto Rico la cultura del pescaíto (el timo más famoso en la década de los 60) y la religión de la santería. Esta es la generación de los sándwiches cubanos, los responsables de que al bocadillo se le llamara medianoche. Esta es la secta que se convirtió en más gringos que los mismos estadounidenses nacidos en los Estados Unidos de Norteamérica. A toda esta generación anterior le debemos que seamos unos asimilados en gran parte. Esta generación es la responsable del menosprecio que recibimos los puertorriqueños en nuestra propia tierra por el mero hecho de ser puertorriqueños. De vernos como entes inferiores porque ellos se consideraban los dioses del olimpo cubano. Estos son los precursores de que vivamos en la enajenación de simular la nieve en nuestros patios cuando decoramos para la Navidad. Estos son los que han vivido con la ilusión de que regresarían a Cuba, negándose a ver que ya sus raíces se arraigaron en la tierra del exilio; otros ya murieron y quedaron enterrados y echados al olvido en la tierra que los acogió como hijos exiliados exclusivamente. Los desterrados hijos de Cuba.
«Soy asimilado ¿y qué?» es una frase patética que la estamos convirtiendo en himno nacional. Es el «me don’t care» del jíbaro que se fue para los niuyores y que regresa hablando de la «yarda» y del «hall» porque se le olvidó lo que se le llama «patio» y «pasillo». Es la frase del puertorriqueño que no sabía hablar bien el español cuando se fue y pretende hablar el inglés ahora que regresa. O tal vez es del que se cría con leche de cupones y arropado con la bandera estadounidense, y de infante le dan de mamar el himno de oseicanyusi, sin saber qué es lo que mama o qué es lo que significa.
La psiquis portorrisensis está necesitada de un tratamiento intensivo que la mejore, le aumente la estima y le devuelva el orgullo de ser puertorriqueña. Una dosis intensiva para que no de su tierra al extraño. No hay nada peor que tratar de ser lo que no se es; es pura negación. Y peor aún se tratar de ser lo que no es y vivir orgulloso de tal conducta.
La desasimilación es un proceso que tiene que venir de adentro, de lo más profundo de nuestro ser. Hay que reconocerse que es un espíritu malo que nos está corroyendo el alma. Hay que hacer como los que visitan los grupos de doce pasos, reconocer el problema para tratar de solucionarlo. Hay que ser valientes y decir: Me llamo Marcial y busco ayuda para romper con la adicción a la asimilación.
No es lo mismo yo estoy asimilado, que yo soy un asimilado. El primer ejemplo denota cierta temporalidad en el asunto y deja entrever esperanza de recuperación si se quiere. El segundo denota que no hay marcha atrás. Visto de manera más sencilla y para que se comprenda que «ser» y «estar» tienen diferencias abismales, incluyo este ejemplo. No es lo mismo decir «eres un loco» que decir «estás loco». En el primero ya uno está frito. Ya no tiene remedio. En el segundo caso, uno está en una fase temporal. No es lo mismo decirle a una mujer «mami eres bien buena», a decirle «mami, estás bien buena». ¿Se va notando la diferencia? En el primer caso el cien por ciento de las veces, se obtendrá una reacción de aceptación; en el segundo, dependerá a quién se le haga el comentario.
En Puerto Rico, un ejemplo de cuán asimilados estamos es preguntarle a la gente: ¿eres casado?, o afirmar: Fulano es casado. Obviamente, tales aseveraciones son ejemplos de los errores que a diario comenten los angloparlantes al no entender la diferencia entre «ser» y «estar». Yo soy en San Juan. La gente se está olvidando del pobre verbo «estar». Mire, cuando la gente se casa, está casada. Sí, porque nadie sabe hasta cuándo durará el matrimonio.
En el asunto particular que nos ocupa, estuvimos asimilados y hemos pasado a ser asimilados. Como dije anteriormente, ya ser asimilados es parte de nuestras vidas. Lo triste --y nos lleva a la parte final del título-- es que desafiamos al que nos pregunte con ¿y qué?
La frase «¿y qué?», la veo como una expresión provocadora y retadora. ¿Y qué? Y qué te importa lo que sea. Y qué, tira pa’lante. En otras palabras, soy asimilado y a ti no tiene que importarte un comino (ponga la palabra que realmente va).
Nuestro sentido de opresión de tantos años y diatriba en contra de todo lo que sea o se asocie con insularismo o folklore, ha aumentado el cretinismo portorrisensis. Todo lo que nos huela a autóctono «es» asociado --ya no está-- a la cosa mala del independentismo, separatismo --huy-- y al cuco del comunismo. Amar la tierra que nos vio nacer es considerado un acto de burla y de pendejería social.
Nuestra poca estima como pueblo nos ha convertido marionetas de los capitalistas cubanos que llegaron en los 60 y que comenzaron a inculcarnos todos los temores y creencias que trajeron cuando abandonaron Cuba. Este grupo fue el que trajo a Puerto Rico la cultura del pescaíto (el timo más famoso en la década de los 60) y la religión de la santería. Esta es la generación de los sándwiches cubanos, los responsables de que al bocadillo se le llamara medianoche. Esta es la secta que se convirtió en más gringos que los mismos estadounidenses nacidos en los Estados Unidos de Norteamérica. A toda esta generación anterior le debemos que seamos unos asimilados en gran parte. Esta generación es la responsable del menosprecio que recibimos los puertorriqueños en nuestra propia tierra por el mero hecho de ser puertorriqueños. De vernos como entes inferiores porque ellos se consideraban los dioses del olimpo cubano. Estos son los precursores de que vivamos en la enajenación de simular la nieve en nuestros patios cuando decoramos para la Navidad. Estos son los que han vivido con la ilusión de que regresarían a Cuba, negándose a ver que ya sus raíces se arraigaron en la tierra del exilio; otros ya murieron y quedaron enterrados y echados al olvido en la tierra que los acogió como hijos exiliados exclusivamente. Los desterrados hijos de Cuba.
«Soy asimilado ¿y qué?» es una frase patética que la estamos convirtiendo en himno nacional. Es el «me don’t care» del jíbaro que se fue para los niuyores y que regresa hablando de la «yarda» y del «hall» porque se le olvidó lo que se le llama «patio» y «pasillo». Es la frase del puertorriqueño que no sabía hablar bien el español cuando se fue y pretende hablar el inglés ahora que regresa. O tal vez es del que se cría con leche de cupones y arropado con la bandera estadounidense, y de infante le dan de mamar el himno de oseicanyusi, sin saber qué es lo que mama o qué es lo que significa.
La psiquis portorrisensis está necesitada de un tratamiento intensivo que la mejore, le aumente la estima y le devuelva el orgullo de ser puertorriqueña. Una dosis intensiva para que no de su tierra al extraño. No hay nada peor que tratar de ser lo que no se es; es pura negación. Y peor aún se tratar de ser lo que no es y vivir orgulloso de tal conducta.
La desasimilación es un proceso que tiene que venir de adentro, de lo más profundo de nuestro ser. Hay que reconocerse que es un espíritu malo que nos está corroyendo el alma. Hay que hacer como los que visitan los grupos de doce pasos, reconocer el problema para tratar de solucionarlo. Hay que ser valientes y decir: Me llamo Marcial y busco ayuda para romper con la adicción a la asimilación.
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