Era mi tercer día en la isla luego de décadas
de ausencia. Me despertaron las campanas de la catedral. Eran las siete de una
mañana caribeña. El cuarto del hotel se había vuelto caluroso porque afuera era
la temperatura era más baja que en el interior. La ciudad todavía dormía. Los
destellos solares resaltaban el deterioro de los adornos navideños.
Bajé a pie hasta la Plaza de Colón. Tomé un
taxi para que me llevara a la plaza del mercado en Santurce. Por el camino,
recordé los tiempos que pasé ayudando a mi tío en su puesto de venta de
legumbres y hortalizas cuando apenas tenía doce años.
Mi tío, cuñado de mami, me hizo su
asistente a insistencias de ella en su desespero de que “sentara cabeza”. A los
doce años ni se es niño ni se es adulto, pero uno se cree que se las sabe
todas. Había sido un pequeñín tranquilo y estudioso hasta que, de buenas a
primera, me rebelé contra todo y contra todos. Me volví respondón y
desobediente. Para aquellos tiempos, los pobres no tenían ni la noción ni el
dinero para pagar por profesionales de la salud, como les llamaban ahora. Antes
les llamaban loqueros. Así que mi madre
habló con su cuñado y me mandaron para la plaza todas las tardes y los sábados.
Era muy a fin con mi tío porque siempre
estaba de buen humor y se interesaba en mí y en cuanto cuento le contara. Le
gustaba la pelota y me llevaba a veces a ver los juegos de los cangrejeros en
el Hiram Bithorn. A él le confié la persecución que había conmigo en la escuela
como consecuencia de mi peso. Le conté de mi deseo de dejarla e irme a
trabajar con él a tiempo completo. Él se opuso a que hiciera como él,
que dejó la escuela; que si abandonaba los estudios me iba a arrepentir más
adelante; ni siquiera por los atropellos
de los demás, que eso pasaba; que no desobedeciera a las monjas, que me quedara
callado. Que estudiara matemáticas para que me hiciera contable y le llevara
las finanzas del puesto. Con él aprendí el valor del dinero, a identificar las
buenas viandas. Me dijo siempre que no tratara de engañar al cliente porque, un
cliente descontento era la ruina del negocio.
Recuerdo que, en la plaza, la
algarabía era contagiosa. Siempre había alguien a carcajadas. Hasta la luz que se
colaba por las puertas era más centelleante. Cada viernes mi tío me pagaba en
efectivo y añadía una propina para que me comprara frutas en el puesto de
Marina, una viuda que siempre estaba acompañada de su pícara hija de mi misma
edad. Su espacio era el último donde acaba la plaza y ella se ocupaba de
mantenerlo muy limpio. Marina, para mí, era la mejor vendedora de frutas porque
las pregonaba con una hermosa tonadilla, con voz de soprano, seguida de una
sonrisa que le cubría casi toda la cara. Vestía, como uniforme, una
chaqueta sin mangas marrón rojizo sobre una blusa verde aceituna, de mangas
largas enrolladas hasta los codos.
Madre e hija parecían sacadas de una
pintura de Botero. Tenían hermosos ojos redondos, color azabache, protegidos
por párpados caídos. La niña había heredado la dulzura de la madre. Y, según su
progenitora, terminaría como la artesana de la familia. A su corta edad, ya
preparaba deliciosos confites a base de ralladura de coco y avellana. Nada
las preocupaba.
Sabía que le gustaba a la hija de Marina
porque siempre me cobraba de menos. Pero yo tenía la cabeza en otros menesteres
que no eran enamoramientos. La nena era
bonita y simpática, pero había decidido que el matrimonio era para pendejos.
Quería ser libre y hacer lo que me viniera en gana sin tener a nadie que me supervisara
o me restringiera.
Al terminar el año escolar, como me
botaron del colegio y mi padre murió de un infarto, mi madre su mudó a los Estados
Unidos. Volvió al Bronx de donde había salido, donde recibiría el respaldo de
su familia. La única razón de venir a Puerto Rico fue estar con su marido
porque, para aquellos tiempos, la mujer seguía al marido adonde fuese que él
fuera.
Allá en el barrio, luego de pasar una
estadía en una correccional por problemas de drogadicción, me espigué. Con la
ayuda del consejero, me examiné y obtuve mi cuarto año por estudios libres.
Entré un una escuela vocacional, asistido de rehabilitación vocacional, y me
hice de un grado asociado en contabilidad como quería mi tío. No me casé porque
todavía pensaba que el matrimonio era para pendejos; además, nadie me soportaba
mucho. Un loquero me dijo que tenía un vacío en el corazón que no parecía
llenarse con nadie. Mi madre lo supo siempre y me lo dijo de otra manera: “Lo
que pasa contigo es que tú no quieres a nadie”. Esa fue la sentencia y siempre
me la creí.
El taxi me dejó en la avenida Ponce de
León y camine por la calle que da frente de la plaza. Lo primero que noté
fueron las tres enormes potalas, aquellos tres aguacates de metal veteados de limo
férreo. Me pareció totalmente desacertada la colocación de aguacates metálicos.
Peor aún, eran unos adefesios tan fríos como la mañana y con un color que
evocaba podredumbre o cuando el aguacate está pasado que solo sirve para que las
mujeres se aceiten el pelo. ¿Por qué no un árbol? ¿Quién sería el de la idea
brillante?
Al entrar por la puerta principal, noté
desde la entrada la escasez de gente en el lugar, contrario a tiempos pasados.
Los placeros estaban con la desesperanza pintada en la cara. Se
escuchaba otro acento, otro cantar melancólico. El piso seguía percudido como en
los viejos tiempos. Al puesto que era de mi tío le habían enmarcado en tres
paredes amarillentas y sobre un mostrador colocaron las lechugas y las berenjenas
lilas. A un costado estaban los tubérculos. Al fondo, de tres cordeles de
cabuya colgaban los billetes de la lotería. Noté las cucarachas muertas en
alguno de los puestos. Un olor distante a frutas me recordó a Marina. Hasta salivé. Seguí el rastro del aroma.
Llegué al puesto de frutas y allí estaba
una mujer delgada de espaldas a mí. La llamé por “Marina”. Se viró lentamente y
me miró con tristeza. Vi los redondos ojos, color azabache, protegidos por
párpados caídos, pero en la cara de una mujer cuarentona como yo.
—Mi madre murió hace dos años. ¿Qué le
puedo vender? —dijo en el mismo tono operístico que una vez escuché.
La reconocí. Me sentí atraído
a abrazarla y protegerla, pero me contuve. No sabía nada de ella.
—Veo que tienes una variedad de dulces.
¿De qué son? —me limité a decir para cambiar el tema.
—Los tengo de coco, de almendras. Estos de
acá están confeccionados con anís y algo de brandi. Todos son artesanales.
Hechos por mí —dijo orgullosa.
La miré con dulzura y sentí una emoción
novedosa en mí. Algo así como lo que le llaman ternura. Todavía ella no había
caído en cuenta de quién yo era. Yo no hice nada por dejárselo saber. Quise
mantenerme en el anonimato. Le compre un surtido, pero no me fui. El flechazo
me obligaba a quedarme un rato más.
—Yo le compraba muchas frutas a tu mamá
—añadí—. Recuerdo que siempre estabas junto a ella. Tu mamá era una trabajadora
genuina y, de lo que recuerdo, parecía quererte mucho. Recuerdo
que tu nombre es Palmira.
Palmira me escuché decir. Su nombre se
cinceló en mí y me revolcó los adentros. Palmira.
—La extraño tanto —interrumpió ella—.
Así que venías por aquí ¿y te acuerdas de mí?
—Sí. Mi tío tenía una puesto aquí mismo y
yo le ayudaba por las tardes. Soy Raúl.
—¿Raúl?
Me apenó que no me recordara. Pude haberle
dicho: “Sí, el muchacho que te gustaba. El "gordito”, pero no lo hice para no
entrar en un pasado que quizá ninguno de los dos quería evocar. Hablé de otras
cosas y hablé de más cosas. Hablamos y hablamos. Recordamos. No sabía cómo
abandonar aquel lugar mágico y repleto de afectos intensos. Luego de un rato, me
escurrí como para no romper el misticismo de aquel puesto azucarado y oloroso a
melcocha.
Al otro día regresé como hormiga; al otro,
también. Compré más dulces, más frutas. Hablé con la hija de Marina hasta
atreverme a invitarla a tomar un café, pero, temeroso al rechazo, me contuve.
Volví a Nueva York, pero ya en la ciudad
regresó a agobiarme la vivencia unitaria. Palmira. Me siento solo, Palmira. Me
atormenta tu recuerdo. Palmira...
Un año más tarde, regresé decidido a
buscarla. Sin perder tiempo, llegué hasta la plaza del mercado. Todavía estaban
los tres adefesios frente a la plaza. Entré corriendo. La encontré tras al mostrador
azucarado como esperándome. Me envalentoné. Le tomé las manos y la invité a
comernos un helado; prefirió un batido de piña natural. Lo sorbió de la misma
manera que me atrapó su ternura: despacio. Nunca fui diestro en asuntos
amorosos; tampoco, ella. Aquel sentimiento que me atormentó desde el inicio,
pudo más que yo. No fue nada fugaz. Nació del día a día, de la costumbre. Llego
el momento en que me atreví a besarla y ella correspondió. Nos perdimos entre
azúcares y melaza. Celebramos una boda modesta en la misma plaza con todos los
placeros de testigo. Transformamos nuestra infelicidad hasta que un resfrío
pudo más que ella. Como planta delicada, la vida se le fue secando hasta que la
consumieron las hormigas.