La noche que Héctor regresó a vivir con su padre fue la misma que Betsy lo abofeteó. Gilberto, el padrino, no supo más de él hasta que lo llamaron por teléfono:
—Berto —era la voz de Mikey— te tengo una mala noticia.
—¿Qué pasó?
—A Héctor lo tirotearon y está en el hospital.
Gilberto sintió una punzada en el corazón porque le tenía mucho cariño al pilemierdita ignorante, como le llamaba. La noticia no lo tomó por sorpresa; siempre supo cuál sería el futuro de su ahijado.
Gilberto se encontraba con Héctor en las reuniones familiares que los abuelos celebraban constantemente. Esa vez, lo encontró peleando por el control del vídeo juego que él le había regalado, y alegando que la hermana era una tramposa; Argelia, por supuesto, decía lo contrario. Cuando ya le iba a pegar el puño a la nena, el alarido del papabuelo con la retahíla de epítetos que le siguieron detuvo al muchacho:
—Egoísta, abusador, mal hermano, yo no sé qué carajo te pasa con tu hermana.
En medio de la algarabía, Gilberto notó algo que jamás había visto en ningún ser humano. El niño se puso las manos temblorosas en los oídos por un instante, hizo un giro de cabeza vertiginoso, se petrificó y cambió la mirada como si hubiese entrado en un trance. Gilberto se acercó al abuelo tratando de calmarlo y le advirtió:
—Mikey, no pierdas el tiempo que no te está escuchando. Él no está presente. Se te fue del aire; está en su mundo. No lo regañes más.
Héctor se crió en la barriada que su padrino apodó Hungry Hill. Su madre Betsy estaba presa por haber asaltado a un agente federal. La gente del barrio llamaba a la familia «Los Robinson» porque la negación de la realidad de Mikey y su esposa era tan impresionante que era risible. Ellos se comportaban como si la casita de madera y cinc fuera un castillo lujoso ubicado en una urbanización exclusiva de Guaynabo. Sin embargo, la barriada era un bolsillo de pobreza en medio de condominios y urbanizaciones de clase media alta cerca de Trujillo Alto. Una pequeña quebrada de aguas negras, de intensa fragancia, circundaba la parte posterior de las residencias y se desbordaba cuando llovía mucho. En el sector todos eran familia y están emparentados de alguna manera con uno de los diez más buscados por el por el FBI, A***.
Héctor tenía diez años cuando lo estigmatizaron con el síndrome de atención con hiperactividad. De ahí en adelante, el niño comenzó a tomar un medicamento nuevo para tratar la condición. Mikey notaba que la medicina lo atontaba, pero pensaba que era mejor que estuviera así a que estuviera brincando y saltando por los alrededores, matando los lagartijos y apedreando las reinitas. De lo contrario, tenía que recurrir a los correazos para que entrara en juicio. A pesar de ello, Héctor tenía buen sentido del humor. Era un niño delgado, pequeño para su edad, de pelo negro lacio, con una risa contagiosa y —como decía la gente— con cara de yonofuí. Su único complejo era que sus nalgas eran demasiado grandes para ser varón, pero tal vergüenza no la compartía con nadie.
Gilberto siempre inspiró respeto en el niño porque lo trataba como si fuera un adulto demostrándole el cariño que sentía por él. Cada vez que el niño compartía con su padrino, se mostraba más relajado y contento. En cierta ocasión se le escuchó decir:
—Padrino, ¿por qué tú no me adoptas y me llevas a vivir contigo?
—No, no puede ser. Yo viajo mucho fuera del país. ¿Quién te cuidaría? Lo siento.
—Tú tampoco me quieres, ¿verdad? —le dijo en tono triste a la vez que le pegó la cabeza en el pecho para enjugarse las lágrimas.
Siempre que Gilberto visitaba a la familia, llegaba con libros de aventuras para que tanto Héctor como Argelia leyeran y desarrollaran la imaginación. Traía dos ejemplares iguales para que cada cual tuviera el suyo y así evitar las garatas entre ellos. Siempre que le preguntaba por lo que quería ser cuando fuera grande, Héctor repetía lo mismo:
—Yo quiero ser cirujano plástico, como tú, porque ahí hay mucho billete, padrino. Yo me voy a encargar de sacar a los viejos de esta mierda de sitio, pa’ que vivan mejor. A un lugar donde los huracanes no le lleven más el techo. Tú vas a ver.
—¿Y cómo vas en la escuela?
—Jodío, yo creo que este año me cuelgo —encogió los hombros, dobló los brazos con las palmas hacia arriba, a la vez que desplegó su sonrisa amplia.
Cierto día de regreso de la escuela, Héctor recibió una paliza de dos compañeros de clase cuando los escupió como respuesta a que le habían agarrado las nalgas; cosa que lo enfureció de gran manera. Nadie en la escuela vio nada; tampoco él se quejó. Guardó el secreto y alegó en la casa que se había caído por las escaleras. De ahí en adelante, su conducta cambió. Estaba siempre con el ceño fruncido y dejó de reír. Se volvió huraño. Comenzó a alzar pesas y se tornó irascible. Su abuela temía porque, en varias ocasiones, la amenazó con pegarle. Llegaba tarde y con un fuerte olor a licor y a cigarrillos, sin nadie saber de dónde sacaba dinero. Mikey decidió devolvérselo al papá porque ya no ejercía control sobre el menor, pero al mes tuvieron que buscarlo porque el padre lo había acabado a golpes por una malacrianza. Héctor llegó con un brazo enyesado y la retina del ojo derecho desprendida. Si alguien llegaba a la casa, lo miraba de reojo y con el cuerpo encorvado. De inmediato, se escondía en el cuarto hasta que la visita se fuera.
Había conseguido un revólver y dormía con él debajo de la almohada. Todas las noches tenía la misma pesadilla: alguien lo perseguía, lo arrinconaba en una esquina, le sobaba las nalgas, lo golpeaba y lo dejaba tieso con dos disparos en el estómago.
Amanecía lleno de sudor y malhumorado por sentirse que era impotente para defenderse. Nadie sabía que lloraba por las noches porque deseaba haber sido hijo de su padrino. Estaba seguro de que su mala suerte era castigo de un dios que nunca lo escucho ni se apiadó de él. Por eso había dejado de ir al catecismo dominical.
A los quince años, Héctor había abandonado la escuela convencido de que no había necesidad de estudiar. En una conversación con Gilberto le comentó sus planes:
—Yo voy a hacer algo mejor; voy a trabajar de guardaespaldas.
—¿Guardaespaldas de quién, muchacho de Dios?
—Del primo, chico, de A***. Ese es mi ídolo, coño. Le ha comido el culo a los federicos; no lo han podido mangar. Ese macho sí que sabe joder bien, mano.
***
Por un momento, Gilberto cayó en la tortura psicológica de: «Si yo hubiera…, tal vez…». Respiró profundo y se atrevió a preguntar:
—¿Cómo, qué pasó?, ¿se metió algo y se puso imprudente? ¿Qué hizo ahora?
—De meterse algo, no, pero dicen que andaba borracho —respondió Mikey—. Chico, todo sucedió cuando ya regresaba pa’ la casa. Según me dijo la mai —que ahora es la madre sufrida que llora a lágrima tendida y por lo que le dijo el pai—, Héctor andaba enredado con la mujer de un policía. Mi’ qué cojones, con tantas mujeres que hay y el mamaíto se enreda con la de un cabrón policía. Pues ¿qué pasa?, que entonces esa noche el marido de la tipa, con dos guardias más, lo veló y le dieron una salsa, ¿tú me entiendes? Él, como estaba y que cerca de la casa del otro tío, corrió pa´l patio de la casa y agarró un machete que encontró para defenderse, ¿vite? Los guardias le metieron dos tiros en el estómago y le jodieron par de órganos. Lo tienen en intensivo, chico. Yo creo que se nos muere —me dijo entre llanto—. Son unos cabrones. Pero yo voy a investigar bien. Como me lo haigan jodío injustamente, se van a cagar en la madre que los parió. Yo muevo la familia pa’ hacer justicia. Te lo juro por los huesos de mi mai.
Un mes más tarde, todos se enteraban de que, durante el período de tiempo que Héctor estuvo en estado comatoso, la Policía le radicó dos cargos por intento de asesinato. Tan pronto, salió de la inconsciencia y mejoró un poco, lo trasladaron con toda la parafernalia médica al hospitalillo de la cárcel regional de Bayamón. Lo juzgarían como adulto tan pronto pudiera respirar por cuenta propia. Todos entendieron que el caso ya estaba resuelto; culpable o no, era la palabra de un menor arrabalero contra la de tres agentes del orden público.
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