jueves, 20 de octubre de 2011

ANA



A Toñita, mi madre


Como todos los días, se levanta a las tres de la madrugada para salir a trabajar como empleado municipal del recogido de basura de la capital. Se frota la cara con ambas manos para espantar el sueño. A punto de salir, con una mano, agarra la bolsa de papel de estraza con el sándwich que Mercedes, su mujer, le ha preparado; con la otra, el termo de café. Baja las escaleras deprisa y sale por el oscuro zaguán, a esperar la transportación pública que lo llevará a Río Piedras. Allí lo recogerá el camión de basura. La ruta de hoy comienza en el barrio Buen Consejo y termina en el barrio Venezuela. No tiene idea de lo que descubrirá hoy.
Ya encaramado en el camión, la empinada cuesta para llegar al arrabal le recuerda las jaldas de su pueblo natal Juyuya. Las viviendas a ambos lados de la calle construidas en cemento y madera lucieron colores intensos en las paredes alguna vez; hoy, reflejan el color mareado adornado de suciedad y abandono. Según se acerca a recoger la basura, percibe las miradas desconfiadas escondidas tras las cortinas de cretona estampada que dan privacidad al interior de las viviendas.
La calle, que hiede a orín y a licor, la enjuaga el agua sucia y el excremento que sale por una boca del alcantarillado. El bitumul ha cedido a las aguas negras, dejando al descubierto los cráteres medianos en el pavimento. Terreno de pobres.
Se ven los remanentes de lo que fueron árboles con historia que ahora evidencian la deforestación que antecede el desarrollo de un vecindario recordado cada cuatro años y listo para ser desplazado. Allí residen exclusivamente los que no tienen alternativas de mudarse a otro lugar; los que pudieron salir han preferido olvidar.
***
La mujer se levantó presurosa con la intención de ordenar la casucha en la que está casi segura de que ha vivido dieciocho años. Luego de asearse, recogió su cabellera crespa en un moño del que irradian todas las canas que abrazan su cabeza. Pasa las manos por la frente, mira a su alrededor y piensa: «La casa necesita arreglo, pero no hay con qué». Sabe que es una de las viviendas más pobres del arrabal; de las pocas casas que todavía dejan colar los destellos solares por las rendijas de la madera cuando amanece.
En su interior, hay una nevera pequeña, una antigua estufa de gas querosén con dos hornillas que tiznan todo y un comedor de metal, con un tope laminado amarillo y dos sillas que hacen juego. En lo que ella llama sala, hay dos sillones de caoba medio encolados y con la pajilla rajada; opuestos a un televisor pequeño destartalado —con una antena abanderada de papel de aluminio en las puntas—, y colocado sobre una caja de madera en la que alguna vez transportaron ajos. Tiene colgada una cortina floreteada que esconde los dormitorios. En cada habitación, hay un colchón encima de un marco de muelles sobre bloques de cemento. En la habitación que tiene una mesita con una lámpara, un muchacho se ha quedado dormido con un libro de matemáticas sobre el pecho.
A ella le pesa el cansancio de los años; cansancio de tanto lavar y planchar, de tanto bajar y subir la cuesta. Tiene que continuar luchando hasta que su hijo termine la escuela. Confía en que la virgen hará todo lo posible y que él saldrá del arrabal cuando tenga un trabajo estable y decente con el gobierno. Sólo la angustia que el Ejército se le adelante; que se lo lleve y se lo maten en Vietnam.
El ruido del camión de la basura la saca del ensimismamiento. Esta molesta porque lleva dos semanas con los desperdicios dentro de la casa —para evitar que los perros viren el zafacón—, y porque la semana anterior los basureros no aparecieron a hacer el recorrido rutinario. «Son unos irresponsables» repite como letanía.
Al agarrar el cesto de basura la puya el aguijonazo de la artritis; ha empeorado. Sin embargo, achaca el dolor a la proximidad de la temporada navideña; la frialdad siempre le aumenta la molestia en las coyunturas, pero piensa que un sobo con alcohol lo arregla todo.
Abre la puerta en el momento preciso en que el empleado municipal pasa frente a su puerta. Automáticamente, él se acerca y le dice: «Deme acá, doña». Le agarra el cesto de basura y sube la cuesta para vaciarlo en el camión que está más arriba sin darle tiempo a quejarse. A la vez que el empleado vierte la basura, una lata de salsa de tomate cae del zafacón y rueda por la cuesta hasta parar con los pies de la mujer. Tal descuido la enfurece más.
—Mere, ¡jei! Tenga más cuida’o con la basura. ¿Oyó? Yo soy diabética, ¿sabe? Si esa lata me llega a cortar…
El empleado detiene la faena y se voltea porque el tono agudo de la voz fañosa de la mujer le es conocida. Frunce el ceño porque no puede descifrar dónde la ha escuchado, pero está seguro de que proviene de antaño. «¿De dónde?» La mira y nota que también tiene un lunar de pelo encima del pómulo izquierdo casi pegado a la comisura del ojo. Tal rasgo distintivo le cautivó más. «Sé que la conozco, pero de dónde», pensó.
La mente lo transporta a Jayuya. Vuelve a verse montado sobre la yegua pinta que corría disparada desde la casa hasta llegar a Coabey a visitar a Mercedes, quien cinco años más tarde compartiría su vida con él y le pariría los hijos. Percibe otra vez el olor a hoja de plátano y a café que emanaba de su piel cuando era niño. Regresa a la barraca donde la familia se apiñaba para protegerse de los ciclones; a cuando ordeñaba a Tomacita, la vaca tuerta. Vuelve a respirar el olor del río que corría detrás de la casa, y en el que se metía para aplacar el calor y el cansancio después de ayudar a su padre a cultivar la tierra; pero no logra precisar el momento.
Vuelve a tirar otra lata para que la mujer le recrimine y, a la vez, le dé tiempo a ubicar dónde escuchó esa voz tan particular por vez primera. Embravecida se allega hasta donde él. El trabajador no presta atención a lo que dice; sólo se concentra en el metal de voz. La deja que hable e inquiere después:
—Doña, ¿cómo usted se llama?
Ella lo mira extrañada, pero responde:
—Ana. ¿Por qué?
Se concentra aun más y la imagen aparece vívida esta vez. Se ve de trece años y en la casa de madera con el piso de tierra y con la puerta de saco donde se crió, situada en la calle del cementerio. Frente a su madre está la mujer de tez blanca que —con el mismo nombre, la misma voz, el mismo lunar de pelo, de cabello cobrizo claro recogido en un moño, delgada, llorosa y de estatura baja— llegó a la casa ese día regalando unas niñas. La que lleva en brazos tiene la cara sucia y grita; la que agarra de la mano se queja de que está cansada de tanto caminar; que quiere regresar a casa. La mujer lleva todo el día implorando casa por casa que alguien se haga cargo de las pequeñas porque ella tiene que huir de su marido. En la cara lleva las marcas del castigo conyugal. Por más que ha rogado, a nadie en el pueblo le sobra dinero para alimentar otra boca más.
Regresa al presente y le pregunta con dulzura si ha vivido en Jayuya alguna vez. Ella frunce el ceño y le contesta:
—Yo nací en Jayuya, sí. Pero ¿a qué viene tanta pregunta, cristiano?
El hombre se emociona más. Cuando Ana se dispone a entrar a la residencia, él busca la manera de retenerla. No quiere pasar por alto la oportunidad de averiguar más. Quiere asegurarse de que es la misma mujer que llegó a su casa aquella vez. Esta vez se atreve a preguntarle:
—Ana, ¿usted no tuvo dos hijas y las regaló?
—¿Cómo? ¡No! Ya deje de preguntarme cosas.
—Pero piense bien, piense bien.
Ana queda perpleja. La mirada denuncia que se cuestiona por qué este señor hediondo a basura quiere resucitar un mundo de maltratos que ha quedado con los muertos. Mas la curiosidad la empuja hacia el pasado. En su cara se pinta el recuerdo de algo. Sorprendida le dice que sí que regaló una hija que se llamó Crucita.
—Doña Ana —insiste el hombre mostrando contentura—, mire a ver si usted pregonó, no a una, sino a dos hijas por todo el pueblo de Jayuya —ella niega con la cabeza—; ¿está segura de que no fueron dos?
Ana se queda en un trance. Otro recuerdo lejano emerge en su memoria enmohecida por el sufrimiento y el cansancio. Con voz queda responde:
—Era sólo una y se la dejé a la comadre Milla.
—¿Está segura, doña? ¿Usted no tuvo otra nena que se llamaba Toñita, la menor de las dos?
Ana palidece. Se tapa la boca a la vez que su cara se desencaja. Las piernas le flaquean y busca sostén en un sillón de latón que tiene frente a la entrada de la casa. Comienza a sollozar.
—Mi otra hija. ¿Cómo es posible que la haya olvidado? Sí, sí. Es verdad. Ahora me arrecuerdo. Esa fue la que le dejé a la vecina de la comadre Milla, creo. Que vivían casa con casa. No estoy segura si la señora se llamaba Fela.
—Sí, sí. Era Fela y era mi mamá, doña Ana —le grita él soltando una carcajada y abrazándola—. Su Toñita es mi hermana de crianza. Ella lleva años, años tratando de encontrarla. Sólo sabíamos que usted se llamaba Ana. Desde pequeña Toñita ha cargado con el único recuerdo que usted le dejó; la foto descolorida que todavía guarda en algún álbum familiar. Nunca perdió las esperanzas de encontrarla.
La mujer, atónita ante lo que escucha y entre llanto, se persigna y cuestiona dónde viven sus hijas y si están bien. Él le contesta todo: de sus matrimonios y de sus hijos. De dentro de la vivienda sale un adolescente. El hombre se queda perplejo.
—¿Qué pasa, mami? —pregunta el joven.
—Ese es el hijo mío.
—Doña, pero si es la misma cara de mi ahijado, el hijo de Toñita.
—¿De qué habla este señor?
—Ya mismo te cuento, mi hijo.

Ya frente al camión de basura, el hombre voltea y nota el abrazo que se dan ambos seres. Por los fragmentos de conversación que capta, concluye el interés del muchacho en conocer el pasado que desconocía. Ana, secándose las lágrimas, comienza el relato, a la vez que entran a la casucha de madera. El empleado municipal se monta en el camión disfrutándose la alegría que le dará a su hermana. Imagina la cara que pondrá cuando le diga: «Comadre, siéntese que le tengo un notición. Encontré a Ana».

miércoles, 12 de octubre de 2011

CIVISMO



Tratando de evitar el tapón de las cuatro de la tarde aquel miércoles 25 de abril del 1978, atajaba por una de las calles perpendiculares a la avenida Barbosa que daba a la avenida Ponce de León. Regresaba a casa en el primer carrito que acababa de comprarme con mi propio dinerito. Era un pequeño MG descapotable, azul metálico, en el que me veía muy elegante y poderoso.
Por lo visto, ese día, fuimos muchos los que pensamos acortar la ruta por el mismo atrecho.
—Qué fila más larga —me dije luego de detenerme a esperar el cambio de luz.
En lo que esperaba, veo por el espejo retrovisor a una musculosa mujer rubia, sentada en el lado del pasajero, que agredía implacablemente al chofer de un enorme Ford LTD. La energúmena agarraba la cabeza del hombre como balón con intenciones de arrancársela para tirarla en la parte de atrás del vehículo; la enjuta víctima recibía las agresiones sin inmutarse. Sólo apretaba las manos contra el guía y miraba para el frente con una mirada de perro acostumbrado al maltrato. 
“¡Dios mío! —pensé a la vez que desorbitaba los ojos—. Ya mismo él se descontrola y responde a los atropellos; se le enrosca encima a la doña; quita el pie del pedal del freno, lo pone sobre el de la gasolina y el monstruo de LTD me destroza mi carrito nuevo”.
Comencé a híper ventilarme ante tal posibilidad. Estaba atrapado entre la fila de carros frente a mí y el espectáculo de horror que se daba detrás.
La mujer seguía con más intensidad. La cara del hombre estaba cada vez más rojiza e hinchada. Ella —por sus gestos— le vociferaba, y lo abofeteaba, y lo zarandeaba y le arrancaba el pelo; y él resistía el embate de aquella mujer desquiciada mientras el carro se batía de lado a lado.
Los minutos eran eternos.
—Dios mío, que cambie el semáforo ya.
Al fin el carro de enfrente comenzó a moverse. Hice lo mismo. El portaaviones del agredido y la iracunda se quedó detenido. Aceleré la marcha, estaba cerca ya de la Ponce de León.
—Que no cambie la luz, que no cambie —gritaba a toda boca.
Salí a la avenida. Mi carrito estaba seguro. Volví a mirar por el espejo retrovisor. No había rastros del LTD.
—Que me importa lo que pase con esos dos —dije momentos antes de sentir la colisión.
Horrorizado vi cómo mi carro se desbarataba con el impacto. El camión de basura que iba frente de mí se había detenido para dejar pasar a una vieja que cruzaba ilegalmente la calle. Fue terrible. El motor de mi carro quedó destrozado debajo de aquel vehículo hediondo a basura y a letrina. Lo más que me indignó fue que nadie se preocupó por ayudarme.

jueves, 6 de octubre de 2011

Carne de presidio






La noche que Héctor regresó a vivir con su padre fue la misma que Betsy lo abofeteó. Gilberto, el padrino, no supo más de él hasta que lo llamaron por teléfono:
—Berto —era la voz de Mikey— te tengo una mala noticia.
—¿Qué pasó?
—A Héctor lo tirotearon y está en el hospital.
Gilberto sintió una punzada en el corazón porque le tenía mucho cariño al pilemierdita ignorante, como le llamaba. La noticia no lo tomó por sorpresa; siempre supo cuál sería el futuro de su ahijado.

Gilberto se encontraba con Héctor su ahijado en las reuniones familiares que los abuelos celebraban constantemente. Esa vez, lo encontró peleando por el control del vídeo juego que él le había regalado, y alegando que la hermana era una tramposa; Argelia, por supuesto, decía lo contrario. Cuando ya le iba a pegar el puño a la nena, el alarido del papabuelo con la retahíla de epítetos que le siguieron detuvo al muchacho:
—Egoísta, abusador, mal hermano, yo no sé qué carajo te pasa con tu hermana.
En medio de la algarabía, Gilberto notó algo que jamás había visto en ningún ser humano. El niño se puso las manos temblorosas en los oídos por un instante, hizo un giro de cabeza vertiginoso, se petrificó y cambió la mirada como si hubiese entrado en un trance. Gilberto se acercó al abuelo tratando de calmarlo y le advirtió:
Mikey, no pierdas el tiempo que no te está escuchando. Él no está presente. Se te fue del aire; está en su mundo. No lo regañes más.
Héctor se crió en la barriada que su padrino apodó Hungry Hill. Su madre Betsy estaba presa por haber asaltado a un agente federal. La gente del barrio llamaba a la familia «Los Robinson» porque la negación de la realidad de Mikey y su esposa era tan impresionante que era risible. Ellos se comportaban como si la casita de madera y cinc fuera un castillo lujoso ubicado en una urbanización exclusiva de Guaynabo. Sin embargo, la barriada era un bolsillo de pobreza en medio de condominios y urbanizaciones de clase media alta cerca de Trujillo Alto. Una pequeña quebrada de aguas negras, de intensa fragancia, circundaba la parte posterior de las residencias y se desbordaba cuando llovía mucho. En el sector todos eran familia y están emparentados de alguna manera con uno de los diez más buscados por el por el FBI, A***.
Héctor tenía diez años cuando lo estigmatizaron con el síndrome de atención con hiperactividad. De ahí en adelante, el niño comenzó a tomar un medicamento nuevo para tratar la condición. Mikey notaba que la medicina lo atontaba, pero pensaba que era mejor que estuviera así a que estuviera brincando y saltando por los alrededores, matando los lagartijos y apedreando las reinitas. De lo contrario, tenía que recurrir a los correazos para que entrara en juicio. A pesar de ello, Héctor tenía buen sentido del humor. Era un niño delgado, pequeño para su edad, de pelo negro lacio, con una risa contagiosa y —como decía la gente— con cara de yonofuí. Su único complejo era que sus nalgas eran demasiado grandes para ser varón, pero tal vergüenza no la compartía con nadie.
Gilberto siempre inspiró respeto en el niño porque lo trataba como si fuera un adulto demostrándole el cariño que sentía por él. Cada vez que el niño compartía con su padrino, se mostraba más relajado y contento. En cierta ocasión se le escuchó decir:
—Padrino, ¿por qué tú no me adoptas y me llevas a vivir contigo?
—No, no puede ser. Yo viajo mucho fuera del país. ¿Quién te cuidaría? Lo siento.
—Tú tampoco me quieres, ¿verdad? —le dijo en tono triste a la vez que le pegó la cabeza en el pecho para enjugarse las lágrimas.
Siempre que Gilberto visitaba a la familia, llegaba con libros de aventuras para que tanto Héctor como Argelia leyeran y desarrollaran la imaginación. Traía dos ejemplares iguales para que cada cual tuviera el suyo y así evitar las garatas entre ellos. Siempre que le preguntaba por lo que quería ser cuando fuera grande, Héctor repetía lo mismo:
—Yo quiero ser cirujano plástico, como tú, porque ahí hay mucho billete, padrino. Yo me voy a encargar de sacar a los viejos de esta mierda de sitio, pa’ que vivan mejor. A un lugar donde los huracanes no le lleven más el techo. Tú vas a ver.
—¿Y cómo vas en la escuela?
—Jodío, yo creo que este año me cuelgo —encogió los hombros, dobló los brazos con las palmas hacia arriba, a la vez que desplegó su sonrisa amplia.
Cierto día de regreso de la escuela, Héctor recibió una paliza de dos compañeros de clase cuando los escupió como respuesta a que le habían agarrado las nalgas; cosa que lo enfureció de gran manera. Nadie en la escuela vio nada; tampoco él se quejó. Guardó el secreto y alegó en la casa que se había caído por las escaleras. De ahí en adelante, su conducta cambió. Estaba siempre con el ceño fruncido y dejó de reír. Se volvió huraño. Comenzó a alzar pesas y se tornó irascible. Su abuela temía porque, en varias ocasiones, la amenazó con pegarle. Llegaba tarde y con un fuerte olor a licor y a cigarrillos, sin nadie saber de dónde sacaba dinero. Mikey decidió devolvérselo al papá porque ya no ejercía control sobre el menor, pero al mes tuvieron que buscarlo porque el padre lo había acabado a golpes por una malacrianza. Héctor llegó con un brazo enyesado y la retina del ojo derecho desprendida. Si alguien llegaba a la casa, lo miraba de reojo y con el cuerpo encorvado. De inmediato, se escondía en el cuarto hasta que la visita se fuera. 
Había conseguido un revólver y dormía con él debajo de la almohada. Todas las noches tenía la misma pesadilla: alguien lo perseguía, lo arrinconaba en una esquina, le sobaba las nalgas, lo golpeaba y lo dejaba tieso con dos disparos en el estómago.
Amanecía lleno de sudor y malhumorado por sentirse que era impotente para defenderse. Nadie sabía que lloraba por las noches porque deseaba haber sido hijo de su padrino. Estaba seguro de que su mala suerte era castigo de un dios que nunca lo escucho ni se apiadó de él. Por eso había dejado de ir al catecismo dominical.
A los quince años, Héctor había abandonado la escuela convencido de que no había necesidad de estudiar. En una conversación con Gilberto le comentó sus planes:
—Yo voy a hacer algo mejor; voy a trabajar de guardaespaldas.
—¿Guardaespaldas de quién, muchacho de Dios?
—Del primo, chico, de A***. Ese es mi ídolo, coño. Le ha comido el culo a los federicos; no lo han podido mangar. Ese macho sí que sabe joder bien, mano.
***
Por un momento, Gilberto cayó en la tortura psicológica de: «Si yo hubiera…, tal vez…». Respiró profundo y se atrevió a preguntar:
—¿Cómo, qué pasó?, ¿se metió algo y se puso imprudente? ¿Qué hizo ahora?
—De meterse algo, no, pero dicen que andaba borracho —respondió Mikey—. Chico, todo sucedió cuando ya regresaba pa’ la casa. Según me dijo la mai —que ahora es la madre sufrida que llora a lágrima tendida y por lo que le dijo el pai—, Héctor andaba enredado con la mujer de un policía. Mi’ qué cojones, con tantas mujeres que hay y el mamaíto se enreda con la de un cabrón policía. Pues ¿qué pasa?, que entonces esa noche el marido de la tipa, con dos guardias más, lo veló y le dieron una salsa, ¿tú me entiendes? Él, como estaba y que cerca de la casa del otro tío, corrió pa´l patio de la casa y agarró un machete que encontró para defenderse, ¿vite? Los guardias le metieron dos tiros en el estómago y le jodieron par de órganos. Lo tienen en intensivo, chico. Yo creo que se nos muere —me dijo entre llanto—. Son unos cabrones. Pero yo voy a investigar bien. Como me lo haigan jodío injustamente, se van a cagar en la madre que los parió. Yo muevo la familia pa’ hacer justicia. Te lo juro por los huesos de mi mai.
Un mes más tarde, todos se enteraban de que, durante el período de tiempo que Héctor estuvo en estado comatoso, la Policía le radicó dos cargos por intento de asesinato. Tan pronto, salió de la inconsciencia y mejoró un poco, lo trasladaron con toda la parafernalia médica al hospitalillo de la cárcel regional de Bayamón. Lo juzgarían como adulto tan pronto pudiera respirar por cuenta propia. Todos entendieron que el caso ya estaba resuelto; culpable o no, era la palabra de un menor arrabalero contra la de tres agentes del orden público.