A Toñita, mi madre
Como
todos los días, se levanta a las tres de la madrugada para salir a trabajar
como empleado municipal del recogido de basura de la capital. Se frota la cara
con ambas manos para espantar el sueño. A punto de salir, con una mano, agarra
la bolsa de papel de estraza con el sándwich que Mercedes, su mujer, le ha
preparado; con la otra, el termo de café. Baja las escaleras deprisa y sale por
el oscuro zaguán, a esperar la transportación pública que lo llevará a Río
Piedras. Allí lo recogerá el camión de basura. La ruta de hoy comienza en el
barrio Buen Consejo y termina en el barrio Venezuela. No tiene idea de lo que descubrirá
hoy.
Ya
encaramado en el camión, la empinada cuesta para llegar al arrabal le recuerda
las jaldas de su pueblo natal Juyuya. Las viviendas a ambos lados de la calle construidas
en cemento y madera lucieron colores intensos en las paredes alguna vez; hoy, reflejan
el color mareado adornado de suciedad y abandono. Según se acerca a recoger la
basura, percibe las miradas desconfiadas escondidas tras las cortinas de
cretona estampada que dan privacidad al interior de las viviendas.
La
calle, que hiede a orín y a licor, la enjuaga el agua sucia y el excremento que
sale por una boca del alcantarillado. El bitumul ha cedido a las aguas negras,
dejando al descubierto los cráteres medianos en el pavimento. Terreno de
pobres.
Se ven los remanentes de lo que fueron árboles con historia que ahora
evidencian la deforestación que antecede el desarrollo de un vecindario recordado
cada cuatro años y listo para ser desplazado. Allí residen exclusivamente los
que no tienen alternativas de mudarse a otro lugar; los que pudieron salir han
preferido olvidar.
***
La
mujer se levantó presurosa con la intención de ordenar la casucha en la que está
casi segura de que ha vivido dieciocho años. Luego de asearse, recogió su cabellera
crespa en un moño del que irradian todas las canas que abrazan su cabeza. Pasa las
manos por la frente, mira a su alrededor y piensa: «La casa necesita arreglo, pero no hay con qué». Sabe que es una de las viviendas más
pobres del arrabal; de las pocas casas que todavía dejan colar los destellos
solares por las rendijas de la madera cuando amanece.
En
su interior, hay una nevera pequeña, una antigua estufa de gas querosén con dos
hornillas que tiznan todo y un comedor de metal, con un tope laminado amarillo y
dos sillas que hacen juego. En lo que ella llama sala, hay dos sillones de
caoba medio encolados y con la pajilla rajada; opuestos a un televisor pequeño
destartalado —con una antena abanderada de papel de aluminio en las puntas—, y colocado
sobre una caja de madera en la que alguna vez transportaron ajos. Tiene colgada
una cortina floreteada que esconde los dormitorios. En cada habitación, hay un
colchón encima de un marco de muelles sobre bloques de cemento. En la
habitación que tiene una mesita con una lámpara, un muchacho se ha quedado
dormido con un libro de matemáticas sobre el pecho.
A
ella le pesa el cansancio de los años; cansancio de tanto lavar y planchar, de
tanto bajar y subir la cuesta. Tiene que continuar luchando hasta que su hijo termine
la escuela. Confía en que la virgen hará todo lo posible y que él saldrá del
arrabal cuando tenga un trabajo estable y decente con el gobierno. Sólo la
angustia que el Ejército se le adelante; que se lo lleve y se lo maten en Vietnam.
El
ruido del camión de la basura la saca del ensimismamiento. Esta molesta porque
lleva dos semanas con los desperdicios dentro de la casa —para evitar que los
perros viren el zafacón—, y porque la semana anterior los basureros no
aparecieron a hacer el recorrido rutinario. «Son unos irresponsables» repite
como letanía.
Al
agarrar el cesto de basura la puya el aguijonazo de la artritis; ha empeorado.
Sin embargo, achaca el dolor a la proximidad de la temporada navideña; la
frialdad siempre le aumenta la molestia en las coyunturas, pero piensa que un
sobo con alcohol lo arregla todo.
Abre
la puerta en el momento preciso en que el empleado municipal pasa frente a su
puerta. Automáticamente, él se acerca y le dice: «Deme acá, doña». Le agarra el
cesto de basura y sube la cuesta para vaciarlo en el camión que está más arriba
sin darle tiempo a quejarse. A la vez que el empleado vierte la basura, una
lata de salsa de tomate cae del zafacón y rueda por la cuesta hasta parar con
los pies de la mujer. Tal descuido la enfurece más.
—Mere,
¡jei! Tenga más cuida’o con la basura. ¿Oyó? Yo soy diabética, ¿sabe? Si esa
lata me llega a cortar…
El
empleado detiene la faena y se voltea porque el tono agudo de la voz fañosa de
la mujer le es conocida. Frunce el ceño porque no puede descifrar dónde la ha
escuchado, pero está seguro de que proviene de antaño. «¿De dónde?» La
mira y nota que también tiene un lunar de pelo encima del pómulo izquierdo casi
pegado a la comisura del ojo. Tal rasgo distintivo le cautivó más. «Sé que la
conozco, pero de dónde», pensó.
La
mente lo transporta a Jayuya. Vuelve a verse montado sobre la yegua pinta que
corría disparada desde la casa hasta llegar a Coabey a visitar a Mercedes, quien
cinco años más tarde compartiría su vida con él y le pariría los hijos. Percibe
otra vez el olor a hoja de plátano y a café que emanaba de su piel cuando era
niño. Regresa a la barraca donde la familia se apiñaba para protegerse de los ciclones;
a cuando ordeñaba a Tomacita, la vaca tuerta. Vuelve a respirar el olor del río
que corría detrás de la casa, y en el que se metía para aplacar el calor y el
cansancio después de ayudar a su padre a cultivar la tierra; pero no logra
precisar el momento.
Vuelve
a tirar otra lata para que la mujer le recrimine y, a la vez, le dé tiempo a
ubicar dónde escuchó esa voz tan particular por vez primera. Embravecida se
allega hasta donde él. El trabajador no presta atención a lo que dice; sólo se
concentra en el metal de voz. La deja que hable e inquiere después:
—Doña,
¿cómo usted se llama?
Ella
lo mira extrañada, pero responde:
—Ana.
¿Por qué?
Se
concentra aun más y la imagen aparece vívida esta vez. Se ve de trece años y en
la casa de madera con el piso de tierra y con la puerta de saco donde se crió,
situada en la calle del cementerio. Frente a su madre está la mujer de tez
blanca que —con el mismo nombre, la misma voz, el mismo lunar de pelo, de cabello
cobrizo claro recogido en un moño, delgada, llorosa y de estatura baja— llegó a
la casa ese día regalando unas niñas. La que lleva en brazos tiene la cara
sucia y grita; la que agarra de la mano se queja de que está cansada de tanto
caminar; que quiere regresar a casa. La mujer lleva todo el día implorando casa
por casa que alguien se haga cargo de las pequeñas porque ella tiene que huir de
su marido. En la cara lleva las marcas del castigo conyugal. Por más que ha
rogado, a nadie en el pueblo le sobra dinero para alimentar otra boca más.
Regresa
al presente y le pregunta con dulzura si ha vivido en Jayuya alguna vez. Ella
frunce el ceño y le contesta:
—Yo
nací en Jayuya, sí. Pero ¿a qué viene tanta pregunta, cristiano?
El
hombre se emociona más. Cuando Ana se dispone a entrar a la residencia, él busca
la manera de retenerla. No quiere pasar por alto la oportunidad de averiguar
más. Quiere asegurarse de que es la misma mujer que llegó a su casa aquella
vez. Esta vez se atreve a preguntarle:
—Ana,
¿usted no tuvo dos hijas y las regaló?
—¿Cómo?
¡No! Ya deje de preguntarme cosas.
—Pero
piense bien, piense bien.
Ana
queda perpleja. La mirada denuncia que se cuestiona por qué este señor hediondo
a basura quiere resucitar un mundo de maltratos que ha quedado con los muertos.
Mas la curiosidad la empuja hacia el pasado. En su cara se pinta el recuerdo de
algo. Sorprendida le dice que sí que regaló una hija que se llamó Crucita.
—Doña
Ana —insiste el hombre mostrando contentura—, mire a ver si usted pregonó, no a
una, sino a dos hijas por todo el pueblo de Jayuya —ella niega con la cabeza—; ¿está
segura de que no fueron dos?
Ana
se queda en un trance. Otro recuerdo lejano emerge en su memoria enmohecida por
el sufrimiento y el cansancio. Con voz queda responde:
—Era
sólo una y se la dejé a la comadre Milla.
—¿Está
segura, doña? ¿Usted no tuvo otra nena que se llamaba Toñita, la menor de las
dos?
Ana
palidece. Se tapa la boca a la vez que su cara se desencaja. Las piernas le
flaquean y busca sostén en un sillón de latón que tiene frente a la entrada de
la casa. Comienza a sollozar.
—Mi
otra hija. ¿Cómo es posible que la haya olvidado? Sí, sí. Es verdad. Ahora me
arrecuerdo. Esa fue la que le dejé a la vecina de la comadre Milla, creo. Que
vivían casa con casa. No estoy segura si la señora se llamaba Fela.
—Sí,
sí. Era Fela y era mi mamá, doña Ana —le grita él soltando una carcajada y
abrazándola—. Su Toñita es mi hermana de crianza. Ella lleva años, años
tratando de encontrarla. Sólo sabíamos que usted se llamaba Ana. Desde pequeña
Toñita ha cargado con el único recuerdo que usted le dejó; la foto descolorida que
todavía guarda en algún álbum familiar. Nunca perdió las esperanzas de
encontrarla.
La
mujer, atónita ante lo que escucha y entre llanto, se persigna y cuestiona dónde
viven sus hijas y si están bien. Él le contesta todo: de sus matrimonios y de
sus hijos. De dentro de la vivienda sale un adolescente. El hombre se queda
perplejo.
—¿Qué
pasa, mami? —pregunta el joven.
—Ese
es el hijo mío.
—Doña,
pero si es la misma cara de mi ahijado, el hijo de Toñita.
—¿De
qué habla este señor?
—Ya
mismo te cuento, mi hijo.
Ya
frente al camión de basura, el hombre voltea y nota el abrazo que se dan ambos
seres. Por los fragmentos de conversación que capta, concluye el interés del
muchacho en conocer el pasado que desconocía. Ana, secándose las lágrimas, comienza
el relato, a la vez que entran a la casucha de madera. El empleado municipal se
monta en el camión disfrutándose la alegría que le dará a su hermana. Imagina
la cara que pondrá cuando le diga: «Comadre, siéntese que le tengo un notición.
Encontré a Ana».