Siempre me ha gustado mucho la televisión desde que era pequeño. Recuerdo cuando comenzó en el 1954. Los hijos de mi tía compraron una tan pronto salió y todos nos sentábamos a ver la señal del indio en la pantalla. Ese era el gran evento de la noche: hipnotizarnos con la imagen del indio.
Previo a la televisión, la División de Educación a la Comunidad, si mi mente no me falla y así era que se llamaba, entretenía a los residentes de los caseríos con películas que la división producía y que proyectaban en las paredes de los edificios. A las siete de la noche, la muchachería llegaba con sillas para esperar la presentación de los cortometrajes.
Más adelante cuando, las televisoras tenían programación de novelas y series, los vecinos más cercanos a mi casa compraron un modelito más moderno, y todos los muchachos del vecindario nos arremolinábamos en casa de doña Geña, la planchadora, para ver las Aventuras del Capitán Real. Después del programa, se reunían las mamás para ver la novela de llamada La bruja de Loíza Aldea. Todo un espectáculo.
Con el tiempo, y a medida que mejoraron las cosas los televisores fueron cambiando y los servicios también. Llegó la era de la televisión a colores; llegaron los programas enlatados, donde uno buscaba una estación de radio que reproducía el sonido original de la película. A ese embeleco le llamaron dual language; traducido de manera libre podría decir que era transmisión simultánea de ambos idiomas. Años posteriores llegó la televisión por cable.
Recuerdo que me había mudado a un apartamento pequeño y lo primero que hice fue llamar a la única compañía que ofrecía el servicio. Según pasaron los años, añadí servicios y canales hasta llegar a la era digital. De más está decir que ya había la competencia satelital y había llegado con intenciones de quedarse. La moda era tener televisión por cable. En las oficinas, se miraba de reojo al que todavía tuviera la antenita encima del televisor o encima de la casa.
Nunca he sido esclavo de la moda, pero, alrededor del 2005, también tenía lo que llaman los canales Premium, los locales, los canales de deporte; y trajeron incluido en un paquete de servicios los canales de música. Para mí, este último servicio fue la octava maravilla porque la música me apasiona, cualquiera que sea. La utilizo para trabajar deprisa (aquí escucho música movida, principalmente salsa); la utilizo para desacelerarme (aquí entra la instrumental y de nueva era) y para estudiar o revisar trabajos (aquí me acompañan Bach, Mozart y los grandes de la música clásica).
El servicio de cable no era nada perfecto. A veces, llegaba a la casa pendiente a ver algún programa especial y terminaba diciendo como decían «los cablistas»: el cable se había ido; se me fue el cable. Lo próximo era llamar a alguien:
—Mira, ¿tienes cable o se te fue?
Para gran parte de la gente especialmente un amigo que prefiero no identificar, tal evento significaba que el fin del mundo se acercaba. Se acababa la vida porque no podía ver, qué se yo, cualquier lata estadounidense que estuviera de moda. Por otro lado, llegaba cualquier tormenta y cuando más interesado estaba uno en ver por dónde iba el huracán en el Weather Channel porque no quería ver a las alarmistas locales, me llevaban la señal. Luego la devolvían cuando ya no había luz. ¿Ya para qué?
Mi caso fue diferente. No hubo problemas de huracanes ni apagones. Sencillamente, me levanté un domingo y busqué el canal de música que interesaba y… Así me quedé, en el suspenso: «¿Pero y qué pasó? Tengo la factura al día. No hay nada de música.»
Sin entrar en pánico me preparé para llamar a la compañía y a esperar largas horas en lo que contestaban. Ese día tuve que esperar tanto que ya me sabía el orden de los anuncios y, un poco más, los podía recitar de memoria. Luego de más de media hora, me atendió una persona a quien conté mi desdicha de no tener el servicio de música.
—¿Pero le salen las burbujitas en la pantalla?
—¿Las qué?
—Las burbujitas.
Pensé que me estaba tomando el pelo, pero le contesté:
—Ni burbujas ni ocho cuartos. La pantalla está en negro, pero todo lo demás funciona bien.
—Muy bien, señor. Le enviaremos un mecánico para que verifique la línea. ¿Tiene árboles cerca donde está nuestra cajita?
—¿Árboles? Pero si la caja está en la habitación.
—No —me contestó muerto de la risa—, si hay árboles cerca de donde están las líneas de cable.
—Bueno, sí. Los palos de panapén.
—Muy bien. Es posible que estén creando problemas con la señal.
—Pero es que solamente tengo problemas con los canales de música. Lo demás se ve maravillosamente bien.
Dos días más tarde, llegó la guagua del servicio de cable de la que se bajó un señor muy formal que, luego de preguntarme cuál era el problema, me pidió subir al techo para revisar la línea.
Yo, mostrando ser muy buen puertorriqueño, me fui tras él y me encaramé en el techo también. Había un poco de agua empozada porque recientemente había llovido. No sé cómo fue, pero cuando el empleado tocó el cable húmedo, sintió un corrientazo que lo sacó de balance.
—¿Esta casa está graundeá? —me preguntó.
—¿Perdóneme?
—Que si tiene ground.
—¿Usted se refiere al cable verde que corre por las tuberías eléctricas?
—Sí.
—Bueno, estas casas son viejas. A mí me parece que no.
—¡Ah!, pues eso es. Aquí no hay ground. Usted es el que nos está dañando la troncal en la otra calle. La corriente corre y nos afecta todo el servicio en este sector.
No podía creer lo que escuchaba. Atónito le pregunté:
—Y entonces ¿qué?
—Pues nada. Yo le voy a desconectar el servicio de cable hasta que usted arregle el problema eléctrico que tiene en su casa.
—¿Cómo es?
—Sí, le desconecto el servicio, usted lo sigue pagando para que no le corten el servicio. Cuando arregle el problema de luz que usted tiene, le reconectamos.
—A ver si lo entiendo bien: usted me dice que me va a desconectar el cable, ¿pero que lo tengo que seguir pagando para que no me corten el servicio que no voy a tener? ¿Así es la cosa?
—Exactamente.
—Y cuando yo arregle la luz, ustedes vienen y me reconectan.
—Seguro que sí.
—¿Pues me cree que no? Mire, ya tengo bastantes problemas con ustedes cada vez que nos quedamos sin servicio por días. Gracias, pero yo estaba considerando cambiarme para la competencia de ustedes y usted, con esta decisión me ha convencido que ya es hora de un cambio. Espérese un momento en lo que le traigo la caja convertidora y ahora sí que me corta el cable.
—Pero señor…
—No, no; gracias mil. Se lleva la caja, que para el martes espero tener el satélite encima de la casa.
Luego de una breve discusión y hacer que el empleado me firmara un papel que evidenciara la devolución de la caja, el hombre se marchó. Inmediatamente, llamé a la competencia y el martes siguiente, en horas de la tarde, ya disfrutaba de toda una programación digital y treinta y nueve canales de música.
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