viernes, 18 de marzo de 2011

La madraza leal


La monja se levantó, se acercó al micrófono, sonrió y comenzó a decir:
«Mi madre, doña María Iluminada Marcé Vda. de Leal, fue una de las mujeres más ricas y prestigiosas en toda La Habana; todas sus propiedades le fueron confiscadas por el régimen de Fidel Castro; tal evento provocó que mi padre infartara y, días más tarde, muriera. Antes del deceso, don Fernando Leal de la Calzada, su difunto esposo —que en paz descanse—, aconsejó a su mujer a que huyera a Puerto Rico por los vínculos empresariales que la familia tenía en la isla. Es así que mi madre llega aquí a principio de la década de los 60, en medio de la revolución cubana, vestida de luto, junto con dos hijas: María Cristina y yo.
»Doña Iluminada —como quería que le llamaran— se negó a dejarle a Fidel, como herencia incautada, las piedras preciosas que adornaban sus alhajas. Llegado el momento de la partida, con astucia, como mejor pudo y pidiendo perdón a Dios por el acto atroz que iba a cometer, acomodó sólo las piedras preciosas más valiosas en un paquete que se introdujo en la cavidad vaginal de la misma manera que lo hicieron las demás damas de sociedad que la precedieron. Así logró sacar gran parte de los diamantes, esmeraldas y rubíes de la familia Marcé y Leal; inversión que sirvió para restablecer su prestigio y darse a conocer en Puerto Rico como la viuda acaudalada de la familia Leal.
»Como papá se dedicó por años a la exportación de cemento de Cuba a Puerto Rico y estableció nexos empresariales con el Gobierno insular, con la familia Ferré y la familia Bacardí, doña Iluminada no fue ninguna desconocida para muchas familias adineradas de Puerto Rico. Con frecuencia, mis padres viajaban a San Juan para disfrutar de los ágapes que celebraba el Gobierno, en los que cimentaban relaciones comerciales y personales con gente influyente en las diversas ramas gubernamentales y sociales. A mi madre no le fue fácil adaptarse a Puerto Rico, pero su carácter férreo y tenaz le ayudó a sobrevivir la diáspora.
»Tan pronto llegó y con la ayuda de un empresario muy influyente conocido de mi padre, alquiló una propiedad en el casco de San Juan ubicada en la calle Sol. Era un apartamento rústico en un tercer piso, que para ganar acceso había que subir unas escaleras inhóspitas por lo mal acondicionada que estaban; tenía tres dormitorios, una cocinilla, sala y comedor juntos y dos balcones; uno que daba para la calle Sol y otro que miraba hacia la Bahía de San Juan. Por las mañanas, los rayos solares se colaban por la puerta del balcón que enmarcaba la bahía y llegaba hasta la cocina como para darnos los buenos días. Por las noches nos íbamos a la terraza, sacábamos los sillones y nos sentábamos a respirar el aire salitroso y a mirar las estrellas. A veces, en un tocadiscos pequeño, mamá nos ponía los maltratados discos en 78 revoluciones de sus zarzuelas favoritas: Cecilia Valdés y La corte del faraón. El piso de la vivienda era de losetas grandes blancas y negras en las que Cristina y yo jugábamos peregrina y el techo era muy alto con largas vigas de caoba colocadas paralelamente para darle firmeza. Me encantaban los techos altos porque no nos daba tanto calor. Recuerdo que para Navidades, cuando hacía frío, mi madre hervía agua en un cazo y después lo colocaba debajo de las frazadas dejándonoslas calientitas.
»Como mamá era una mujer muy atractiva, alta, caderas anchas, ojos marrones que miraban de manera penetrante, y siempre llevaba la melena negra recogida en un moño con una flor de amapola natural, no había hombre en San Juan que no quedara impresionado con la viuda rica —como le llamaban por lo bajito— y tratara de pretenderla buscando casarse con ella o tal vez administrarle el caudal. Pero mi madre, adelantada a su época, comentaba a sus amigas que no le impondría un padrastro a sus hijas para que las maltratara; que prefería la compañía de Dios y de su Cachita.
 »Mi madre nunca fue fácil, pero sí muy madre. Enseguida nos matriculó en el Colegio La Inmaculada, un distinguido colegio de monjas españolas exclusivo para niñas, en el que aprendimos todos los oficios que practicaron nuestras antecesoras expatriadas de España, y muy útiles para que —llegado el momento— fuésemos unas esposas modelo de las que hacen todo para mantener a su esposo contento. Conmigo no se dio. Yo seguí los pasos de la tía Lilly, la muy nombrada monja que decía que, cuando oraba tirada bocabajo en el piso y los brazos extendidos en forma de cruz, le aparecían cristales en las manos y las marcas de la corona de espinas de Jesucristo en la frente, pero que nadie nunca vio. Con todo y no ser tan penitente como titi Lilly, me llamaban la santa de la familia. No di problemas, pero tampoco nietos.
»Cristina fue siempre un alma rebelde. Con frecuencia, llamaban a mi madre del colegio para informarle que la habían sorprendido fumando en el baño, halándole las greñas a otra compañera, con la boca llena de hostias sin consagrar, o que no había hecho la tarea. Recuerdo que hubo tres eventos extraordinarios que escandalizaron a las monjas: el primero fue cuando, en una de sus rabietas, se autodenominó atea delante de la principal del colegio y vociferó que Dios era la invención de los hombres y que por eso sus atributos se contradecían; lo que provocó que casi la expulsaran del colegio. El segundo fue cuando se presentó a una fiesta en el paraninfo colegial, auspiciada por las Hijas de María, con una peluca de afro multicolor, una minifalda que terminaba justo debajo de la curvatura de las nalgas, sin bragas y con la cara pintada de flores como los jipis, vociferando: “Peace and love, my darlings, more love than peace”; y la tercera —el “cristinazo” que sublevó de manera superlativa a las monjas y a mamá— fue cuando la sorprendieron en la sacristía de la iglesia besándose con el seminarista, ebria con el vino de consagración del padre José, y con la mano del aspirante a sacerdote debajo de la falda palpándole el sexo.
»Por encima de tanta controversia y con las contribuciones que mi madre hacía al colegio —bancos que decían: donación de la Familia Leal Marcé, compra de libros y enciclopedias para la biblioteca y abanicos de techo para los salones y demás—, mi hermana logró graduarse del colegio. El día de la graduación, las monjas dieron gracias a Dios por haberse liberado de tamaña rebelde que, pese a todo, se graduó con un promedio que le garantizó la entrada a cualquier universidad. Empero, la noche de graduación Cristina purgó sus pecados y no dejó dormir a ninguno de los vecinos del edificio porque se la pasó en el baño vomitando el exceso de licor que cargaba en el cuerpo. Esa noche Cristina también se graduó de niña y pasó a mujer.
»Cuando mi hermana comenzó la universidad, mamá por poco infarta porque esperaba que su hija fuese a estudiar a la prestigiosa Universidad Católica en Ponce donde iban las niñas de familia bien de la Isla, y donde la misión era conseguir un “maridito adinerado” —como ridiculizaba Cristina— “que las mantuviera como reinas”, como rezaba  mamá. Mi hermana jamás estuvo de acuerdo con estudiar tan lejos de sus amigas; así que ella y sus dos amigas más cercanas decidieron ingresar en la universidad pública; “la maldita Universidad de Puerto Rico, la cuna de comunistas”, como la apodó mi madre.
»Para mayor angustia de mi madre, Cristina no terminó los estudios en la universidad porque, creyente fiel del amor libre y a conciencia, quedó encinta durante el tercer año cuando se enamoró de un excéntrico estudiante de medicina. Al cabo de siete meses, nos nació una hermosa niña enfermiza de tez canela con cabello levemente ensortijado y, para colmo, como decía la abuela: “Una negra e hija del pecado, una bastarda. ¡La vergüenza de Leal!”.
»Para mamá, tener una nieta fuera de matrimonio y de tez oscurita era como si la mácula familiar regresara luego de haber perdido la fortuna y tenido que dejar todo en Cuba. Lo único que aplacó su desdicha fue cuando Ignacio, el novio de Cristina, terminó de estudiar, consiguió trabajo, comenzó a devengar buen dinero en un renombrado hospital de San Juan, y se presentó un día a la casa con una sortija en la que predominaba un enorme brillante rodeado de esmeraldas, dispuesto a proponerle matrimonio a la hija de doña Iluminada. Ese día mi madre dio gracias a Dios. Ese día mi madre se reía sola y gritaba a carcajadas: “¿Ya viste el aro con el diamantón y la retahíla de esmeraldas, Lilly? ¡Mi vida, ya era hora que nos tocara una buena!”.
»Tan pronto tuvieron su propia vivienda, Ignacio trajo a la casa una nana dominicana llamada Corea para que ayudara con el cuido de mi sobrina María Eugenia, nombre escogido para tener contentas a mi madre y a la madre de Ignacio.
»Cristina y la nana se entendían muy bien. Corea tenía una hija llamada Yocasta, de la misma edad de Eugenia. Ambas estaban siempre juntas y se llevaban como hermanas. Para mamá, tantas cosas buenas a la misma vez sólo significaba una cosa: que las bendiciones de la Virgen de la Caridad del Cobre, la Virgen de la medalla milagrosa y el Cristo de los Milagros regresaban a la familia. Fue entonces que decidió pagar una promesa que le había hecho hace mucho tiempo a las vírgenes de la Caridad del Cobre y a la de la medalla milagrosa. Por un año, prendió una vela amarilla en la Iglesia San Francisco todos los domingos y vistió un sobrio hábito blanco acordonado a la cintura con un cinturón trenzado en azul, hecho como de hilo de tejer, y borlas en las puntas del mismo color.
»La contentura duró —y aquí me tengo que reír— hasta el día que Abulumy, nombre que le puso Eugenia a mamá,  preguntó a la nena en la fiesta de su quinto cumpleaños en la que estaban los socios de Ignacio y todo el capítulo citadino de las damas cívicas:
»—Eugenia querida, dile a Abulumy lo que va a ser mi niña cuando sea grande.
»—¡Quiero ser sirvienta como Corea! —gritó la nena.
»Mi madre quedó perdió el color facial ante tal contestación y lo mismo pasó con todas las damas cívicas. Para hacer la cosa más impactante, a mi madre le dio un ataque de hipertensión y perdió el conocimiento; por lo que hubo que buscar el amoniaco para que volviera en sí. Al día siguiente, furibunda, sin el consentimiento y a espaldas de mi hermana, mamá llamó a Corea y la despidió amenazándola de, si regresaba, llamarle a las autoridades para que le quitaran la hija y la deportaran.
»Ese día Corea despareció y sólo yo me enteré de que Yocasta terminó bajo la custodia del Departamento de Servicios Sociales cuando Corea murió atropellada por las gomas del carro que conducía cierto alcalde municipal que había sido amante de ella recién llegada de Santo Domingo, y quien jamás se enteró que había procreado una hija que se llamó Yocasta.
»Al año siguiente, María Eugenia expiró abrazada a Cristina y a mamá, víctima de una infección incurable. De ahí en adelante, se terminaron las fiestas y no ha habido más alegría en la casa de la familia Leal. Mamá ha vestido completamente de negro hasta el otro día y no ha asistido a ninguna actividad social ni ha recibido más a las cívicas en casa. Solamente se la ve bajar por la calle San Francisco, vestida completamente de negro y con la mantilla negra sobre la cabeza y alrededor de los hombros, con la cara lavada y el pelo recogido en un moño en la nuca sin la tradicional amapola natural, para oír la misa diaria en la iglesia que lleva el mismo nombre que la calle; una hora más tarde, subir para entrar en La Bombonera y salir con una cajita de bizcochos surtidos que lleva a las enfermeras del sanatorio donde ha estado recluida su hija.
»Cristina se abandonó a la congoja y perdió la mente hasta no reconocer ni su sombra. Desde que Ignacio la internó en el sanatorio, mi madre se convirtió en la cuidadora suya. Ha ido todos los días a visitarla desde bien temprano y se queda hasta tarde.
»Mi hermana comenzó a tener experiencias inexplicables en las que aparecían cristales ante la supuesta presencia del espíritu de Eugenia. Nadie en el sanatorio supo explicar la aparición de los cristalitos en el piso, en las manos ni en las mejillas de Cristina. Ni tampoco por qué dejaron de aparecer cuando comenzaron a escucharse conversaciones alegres en la habitación de la hija de doña María Iluminada Marcé Vda. de Leal, pero nada de ello fue extraño ni para mamá ni para mí. Hubo quienes llegaron a pensar que estaba poseída por algún demonio.
»Al final de sus días, Cristina comenzó a ver al ángel nocturno que la acompañó hasta su amanecer. Cuando la preparaban para sacarla del dormitorio y llevarla a la funeraria, la enfermera que lavaba la piel incolora con un paño blanco, notó que el cadáver tenía unos puntos diminutos alrededor de la frente y que los puños estaban cerrados y sangraban. Al abrirlos, notó que había una herida en el centro de cada palma de la mano. Escandalizada, tiró el paño y gritó: “¡Cosas de Satanás!”. Salió corriendo de la habitación en el preciso momento en que mi madre y yo entrábamos y nos topábamos con Cristina tendida boca arriba sobre la cama, el cuerpo desnudo, los brazos abiertos en forma de cruz, y el paño que la enfermera tiró cubriéndole el sexo. Ante tal estampa, mamá abrió los ojos, se apretó el pecho para aplacar la punzada enervante en el corazón, cayó de rodillas, bocabajo a los pies de la difunta, con la mantilla negra amortajándole la cabeza y la parte superior del cuerpo.

»Antier muere mi hermana; ayer, mi madre. Tengo fe que las dos comparten con Dios la armonía de la gloria. Oremos: Dios te salve María...».

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